Tenemos, se dice, un parlamento nacionalista, y así es: 54 de 75 escaños, el 72 por ciento. Pero va a ser el parlamento vasco que menos soberanismo se proponga impulsar. Salvo el soberanism as usual que constituye la base de ese “nacionalismo banal” (Billig) que va formateando a una sociedad vasca satisfecha que no parece dispuesta a embarcarse en nada parecido a un “prozesua” pero que sí corre el riesgo de consolidar rasgos nativistas que ya van generando demasiadas heridas, sobre todo a los sectores sociales económica y culturalmente más vulnerables.
PNV y EHB son dos poderes que, hoy por hoy, se anulan mutuamente: el PNV no puede competir en soberanismo con Bildu mientras que Bildu debe competir en institucionalismo gestor con el PNV si quiere seguir penetrando en su electorado. Es seguro que en la sala de máquinas del PNV alguien se estará preguntando si conviene marcar perfil soberanista para recuperar electorado, pero sería un error: los muy cafeteros, esos que en anoche gritaban “Independentzia!” como si se hubieran equivocado de ciclo, ya tienen a Bildu, y aquí el PNV tiene poco que rascar. Su fuerza de ayer y su debilidad de hoy están en la gestión eficaz de lo cotidiano, de la economía y de los servicios públicos, no en su superación. La apelación del candidato Pradales a “no poner en riesgo todo lo construido” es la mejor explicitación de su modelo político de construcción nacional.
Anoche la militancia de Bildu gritaba “Independentzia” como un pueblo (por fin) elegido que se asomaba a la tierra prometida. ¿Aguantará cuatro años conteniendo esta pulsión constitutiva, haciendo oposición social a lo Matute no en Madrid, donde tan fácil resulta y tantos beneficios políticos reporta, sino en “esta parte del país”, como se he dedicado Otxandiano a calificar a la Euskadi estatutaria durante toda la campaña? Pues habrá que verlo. El sirimiri ya se ha convertido en lluvia, lo que supone un indudable éxito estratégico de Bildu. Pero es más fácil aguantar el sirimiri que la lluvia, que querrá convertirse en aguacero para ser, cuanto antes, mar. Porque la cosa no es esperar cuatro años para convertirse en mar al quinto, con seguridad, sino aguantar cuatro sabiendo que igual hay que volver a aguantar otros cuatro… cantando bajo la lluvia.
También se dice que tenemos un parlamento mayoritariamente de “izquierdas”: 40 de 75 escaños, el 53 por ciento. Pero también en esto la aritmética y la política van cada una por su lado. Habrá coincidencias puntuales entre EHB, PSE y Sumar, pero nada más. Nunca hubo opción de un gobierno formado por Bildu y PSE. A pesar de que todos los medios de comunicación han alimentado la expectativa, unos para movilizar el voto derechoso, otros supongo que para llenar páginas y ocupar minutos de tertulia dando pábulo a una posibilidad sólo un poco menos creíble que lo del Monstruo del Lago Ness. No sé si la habrá algún día, cuando pasen los ciclos, pero el momento no es ahora.
Y hablando de izquierdas, está lo de Sumar y Podemos. Una derrota por incomparecencia, que es la peor de las derrotas. El quinto espacio es un territorio que no presenta secretos sobre su caracterización: unas decenas de miles de mujeres y hombres (muchas menos que las 316.441 que votaron Podemos en las generales de 2015 pero muchas más que las 58.771 que ayer votamos a Sumar o a Podemos) que quieren una izquierda sobre todo callejera, ciudadana, que luche por estar en las instituciones, pero sin que este sea el objetivo fundamental; una izquierda más “civitante” que militante, más gramsciana y luxemburguista que leninista, comprometida con el cambio cultural desde la base, desde la presencia comprometida en las organizaciones de la sociedad civil; una izquierda cotidianamente feminista, antirracista, anticapitalista; y una izquierda federalista, que se niega a jugar en el campo de los nacionalismos si no es para cuestionarlos. Porque la izquierda nacionalista es siempre más nacional que izquierda, más etnocrática que democrática. Me asombra que Podemos y Sumar sólo hayan coincidido en equivocarse al proponer, ambas dos, un gobierno con Bildu.
Tras la Copa Histórica el Empate Histórico. En el libro Condiciones de la libertad Ernest Gellner cuestiona con tanto acierto como ironía la práctica de la «sobresacralización de lo inmanente» característica del comunismo soviético. Sacralizando todos los aspectos de la vida social -desde una cosecha récord hasta un parto múltiple-, se privaba a las personas de un refugio al que recurrir en los periodos de entusiasmo disminuido. Periodos así son inevitables ya que muy pocos individuos (y ninguna colectividad) pueden permanecer en un estado de permanente exaltación. Y concluye: «Al sacralizar este mundo privó a los hombres de ese contraste necesario entre lo elevado y lo terreno, y de la posibilidad de escaparse a lo terreno cuando lo elevado se encuentra en animación suspendida. El mundo no puede soportar el peso de tanta santidad», concluía. Y eso es tan cierto en aquella Rusia como en esta Euskadi.
Ahora toca gobernar (a unas) y oposicionar (a otras). Ojalá unas y otras lo hagan poniendo en práctica una política profana y descreída como la que elogiaba Daniel Bensaïd. Al servicio de la gente. Aquí lo dejo por hoy, que tengo que presentar un libro sobre La utilización política de la Biblia. Hablando de sacralización de lo inmanente…
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