viernes, 15 de marzo de 2024

Ser y hacer comunidad acogedora

 


Comparto el texto a partir del cual planteé mi intervención en el TOPAKI 2024, encuentro de voluntarias y voluntarios de Cáritas Euskadi (Irún, 9 de marzo).

 

 

[1] Acoger es un verbo que indica relación. Acoger es cosa de al menos dos. Aunque quien acoge lo hace porque puede y quien es acogida o acogido lo es porque lo necesita, la acogida no admite jerarquías, es incompatible con el ejercicio de poder de una parte sobre la otra. Acoger no es simplemente recoger; acoger no es un acto de soberanía, de libertad absoluta por parte de quien acoge, que decide si lo hace o no, y cómo lo hace. Se recogen objetos, pero se acogen personas.

[2] La acogida no es un acto meramente instrumental (admitir, albergar, recibir o refugiar a alguien de cualquier manera) sino una acción fuertemente emocional, cargada de sentimientos. Acoger es acompañar y sentirse acompañada, es aceptar sin condiciones a la persona acogida, tal como es.

[3] Acoger no es escoger. No acogemos a quien nos interesa (por afinidad, simpatía o comodidad). No se elige acoger, la acogida se nos impone, aunque esta imposición sea, paradójicamente, libremente aceptada. Hay, debe haber, una disposición para la acogida previa al hecho mismo de acoger. Sin esta predisposición es muy improbable que la acogida se produzca. La predisposición a acoger es la de la persona samaritana que, cuando se encuentra inesperadamente con la persona caída en el camino, no duda, no tiene que plantearse nada, no tiene que calcular nada, no tiene que decidir nada porque ya tiene la decisión tomada: la persona y la comunidad acogedora ya tiene preparada una mirada, una palabra, un abrazo, un plato, una cama, un lugar al servicio de quien lo necesite.

[4] Escribe bell hooks en Todo sobre el amor: “Convendría empezar a considerar el amor como una acción más que como un sentimiento, puesto que de este modo asumiríamos automáticamente una parte de responsabilidad por ello”. Acoger es un acto de amor. Un acto que exige esfuerzo y compromiso por nuestra parte, un ejercicio de responsabilidad. Y la responsabilidad es una respuesta que no se explica ni se sostiene por nuestra libre y soberana voluntad, sino por el reconocimiento de una obligación para con el prójimo. En palabras de Simone Weil, “hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna”. Esta obligación no se basa en una convención, es eterna e incondicionada. «Es preciso reconocer -escribe por su parte Franco Crespi- que la relación con el otro no depende de una elección personal; tenemos una deuda con él que hemos contraído aún antes de reconocer su existencia». En efecto, existe una trama de vinculaciones entre los seres humanos derivada de nuestra naturaleza social que nos compromete con unas obligaciones cuya ignorancia no exime de su cumplimiento. Una responsabilidad que puede llegar hasta el sacrificio del propio interés.

[5] Como dice Jean-Claude Carrière, todas venimos al mundo con la etiqueta de “frágil”. Somos humanas, humanos porque somos con otras y con otros. Todavía más: somos humanos gracias a otros, a cualquier otro. Somos humanas porque otras personas nos han ofrecido gratuitamente su amor, su cuidado, su atención. Lo que nos hace humanos no es la sangre o la cultura compartida: más allá del hecho físico del nacimiento, lo único que resulta absolutamente imprescindible para desarrollarnos como personas es que otras personas (no importa que no sean de nuestra sangre o de nuestra cultura) nos acojan con amor en unos momentos en los que somos absolutamente indefensos y dependientes. Somos “animales racionales y dependientes”. Las dos cosas. De la dependencia no se sale, con la dependencia se vive y, sobre todo, se convive, con el objetivo de mantener el mayor nivel de autonomía posible en cada situación o momento de la vida. De autonomía, no de independencia. Y porque somos constitutivamente dependientes, somos también necesariamente seres que recibimos y damos cuidados de manera permanente. No somos más ni mejores ciudadanas o ciudadanos cuanto menos practicamos el cuidado mutuo, al contrario: ciudadanía y cuidadanía son una misma cosa. Nos lo recuerda la politóloga Joan Tronto: “Una ética del cuidado es una aproximación a la vida personal, social, moral y política que parte de la realidad de que todos los seres humanos necesitamos y recibimos cuidado y damos cuidado a otras y otros. Las relaciones de cuidado son parte de lo que nos identifica como seres humanos”.

[6] En FRATELLI TUTTI el Papa Francisco afirma lo siguiente, vinculando esta encíclica con su anterior LAUDATO SI: “Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un «nosotros» que habita la casa común”. Por su parte, la politóloga Joan Tronto, junto con otra autora, Berenice Fisher, definían así el cuidado hace ya unos años: “Una actividad de especie que incluye todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro «mundo» de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestros seres y nuestro entorno, todo lo cual buscamos para entretejerlo en una red compleja que sustenta la vida”. ¿Cómo andamos de cuidado en nuestras comunidades? En todos los niveles: en el personal, en el relacional, en el interno de la comunidad, en su entorno más cercano, más allá de este entorno local. ¿Cuáles son los tiempos y los espacios de nuestra vida? Cuando decimos que no tenemos tiempo, ¿a qué opciones estamos renunciando y por cuáles estamos apostando? ¿Cuáles son los espacios sociales en los que transcurre nuestra vida cotidiana? ¿En los espacios públicos, locales, físicos, comunes, compartidos, o en espacios privados, exclusivos, deslocalizados, virtuales? ¿Y cómo son los tiempos y espacios en nuestras comunidades parroquiales?

[7] Acoger demanda de nosotras y nosotros una cierta despreocupación por lo propio; nos exige des-ocuparnos de tantas preocupaciones y ocupaciones que no dejan espacio, ni mental ni físico, para hacer sitio a otras personas y a sus necesidades. “Vivir de una forma sencilla hace que amar sea fácil. La decisión de vivir con sencillez aumenta nuestra capacidad de amar”, dice bell hooks. Pero esto no es en absoluto sencillo, en estos tiempos dominados por la incertidumbre y los miedos, donde nuestra propia vida la experimentamos cargada de inseguridades y necesidades, siendo muy atractiva la tentación de pensar que la comunidad acogedora debe serlo, en primer lugar, para nosotras mismas, que debe ser una comunidad que nos resguarde, que proteja lo nuestro y a los nuestros. Surge aquí una pregunta esencial: ¿para qué queremos construir comunidad? ¿para quién? ¿para nosotras, para nuestra propia seguridad o satisfacción? Tenemos que diferenciar entre dos ideales de comunidad muy distintos:

·         Por un lado estaría la comUNIDAD: pensada y construida desde una perspectiva unionista, homogeneizadora, que privilegia el sujeto identitario (“¡Nosotros”) frente a los valores y los fines de la construcción comunitaria (un poco al modo del trumpismo y populismos similares, que enarbolan la bandera de volver a hacer grande, o fuerte, o unida, o segura la comunidad nacional sin preocuparse de por qué o para qué). Se trata de comunidades defensivas, temerosas, cerradas, excluyentes.

·         Por otro lado estaría la COMUNidad: imaginada y construida desde una perspectiva abierta a la complejidad y a la diversidad internas, también a las realidades exteriores a la propia comunidad. No se cierra, aspira a ser lo más incluyente posible, hospitalaria, acogedora, solidaria, servicial.

¿A qué tipo de comunidad aspiramos?

Por cierto: estamos a pocos metros de la frontera con Francia. Una frontera interior que no debería existir en la Unión Europea. Pero existe. Y mata. No como el Mediterráneo, como ese terrible Mare Mortum, pero sí por las mismas razones: las fronteras están ahí para nuestra protección. Por eso las fronteras políticas son, sobre todo, fronteras éticas, en las que se juega radicalmente la construcción de la comunidad, del Nosotras/Nosotros con el que nos identificamos y hacia el que nos sentimos responsables… o no. Os ruego un momento de reflexión, silencio y oración por las víctimas de esta y de todas las fronteras. Por nuestros hermanos Tessfit Temzide, Yaya Karamoko, Abdoulaye Koulibaly, Sohaïbo Billa, Ibrahim Diallo, Mohamed Kemal, Fayçal Kamadouche, Abderraman Bas…

[8] La predisposición a acoger es una invitación permanente para que quien nos necesite sepa con seguridad que va a contar con nosotras sin reservas, sin condiciones. Quienes preguntan “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, inmigrante o desnudo, enfermo o encarcelado y no te socorrimos?” (Mt 25, 44) lo hacen porque esperan que la persona necesitada se acomode a sus propias expectativas. ¡Si fuese un inmigrante, un pobre o un preso como imaginamos a Jesús claro que lo socorreríamos, faltaría más! Pero es que estas personas no parecen ser como Jesús, no nos gustan, nos incomodan… Deberíamos hacer el ejercicio de imaginar cuáles son las nuevas categorías de “hermanas y hermanos menores” de Jesús a quienes invisibilizamos en la actualidad, cuyas necesidades y sufrimientos desatendemos y por las que nos preguntarán el día del juicio.

[9] Y ahora, preguntémonos: ¿acogemos o escogemos? ¿acogemos sólo lo que nos va bien, lo que “nos encaja”, o nos desencajamos y nos encogemos para hacer espacio a cualquiera que lo precise? Porque excluir de nuestras comunidades a aquellas y aquellos que no encajan (porque tienen modos de vida alejados o incluso aparentemente opuestos a los nuestros) es, literalmente, excluir a Cristo.

[10] Acoger exige de nosotras, personas y comunidades cristianas, un ejercicio de encogimiento. Una comunidad acogedora es aquella que no recoge, que no escoge y que se encoge para hacer sitio a quienes acoge. Acoger es encoger(nos), apretarnos, asumir con alegría la incomodidad derivada de hacer sitio a las otras, a los otros, especialmente a quienes más lejos están de nuestra forma de entender y vivir la existencia.

[11] Acoger es, también, un acto espiritual. “Mi vida se sustenta sobre la convicción de que Dios es amor, que el amor lo es todo, que es nuestro verdadero destino. Afirmo estas creencias por medio de la meditación y la oración diaria, de la contemplación y la ayuda a los demás, de la participación en el culto y la disposición afectuosa hacia los que están cerca de mí” (bell hooks). Una mística de ojos abiertos, como la que nos propone Johann Baptist Metz: “La fe cristiana es, a no dudarlo, una fe buscadora de justicia. Ciertamente, los cristianos deben ser místicos, pero no exclusivamente en el sentido de una experiencia individual espiritual, sino en el de una experiencia de solidaridad espiritual. Han de ser «místicos de ojos abiertos». Son ojos bien abiertos los que nos hacen volver a sufrir por el dolor de los demás: los que nos instan a sublevarnos contra el sinsentido del dolor inocente e injusto; los que suscitan en nosotros hambre y sed de justicia, de una justicia para todos”.

[12] En Las gratitudes, un libro absolutamente recomendable, la escritora Delphine de Vigan cuenta la historia de Michka, una anciana francesa de origen judío que, de un día para otro, se ve ingresada en una residencia geriátrica cuando empieza a perder su autonomía. Siendo una niña, una familia la acogió, la ocultó entre 1942 y 1945, durante la ocupación nazi de Francia, y así pudo evitar su deportación a Alemania. Encontrar a aquella familia se ha convertido en el último objetivo de su existencia. La joven Marie es vecina y amiga de Michka. Esta cuidaba de ella cuando su madre se ausentaba y la dejaba sola en casa, a veces durante días. Fue Michka, que nunca quiso tener hijos ni formar una familia, quien actuó como una verdadera madre para Marie. Jérôme trabaja como logopeda en la residencia de Michka. Dos veces por semana se reúne con ella para intentar retrasar el avance de la afasia que hace que cada día le cueste más encontrar las palabras con las que comunicarse. Sus conversaciones con la anciana le llevarán a reflexionar sobre su relación con sus propios padres y acabará implicándose en la búsqueda de la pareja que protegió a Michka. Hay una rueda invisible que nos conecta en un ciclo de necesidades y favores, de ayudas y deudas. Esta breve novela es una conmovedora aproximación a la vejez, pero también una gozosa celebración de la humanidad, el compromiso y el amor. "¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién?".

[13] Yo hoy quiero daros las gracias a todas vosotras y a todos vosotros, personas voluntarias en Cáritas, “obreros de la caridad y sembradores de esperanza”, recogiendo la hermosa expresión utilizada por Francisco en su intervención con motivo del 50 aniversario de la fundación del Secretariado por la Justicia Social y la Ecología de la Compañía de Jesús, en noviembre de 2019. Pero sobre todo a vosotras, a las mujeres.

El domingo pasado, como hicieron también hace un año, nuestras hermanas del movimiento REVUELTA DE MUJERES EN LA IGLESIA se concentraron en diversas ciudades españolas. En su manifiesto decían, entre otras cosas, esto:

Queremos hacer visible nuestro trabajo incansable y gratuito. Las mujeres somos mayoría aplastante en el voluntariado, en las celebraciones religiosas, en catequesis, en pastoral, en la acción social con las personas más empobrecidas, en los movimientos eclesiales, en la enseñanza, en la vida religiosa… Somos las manos y el corazón de la Iglesia, pero se nos niega la palabra, tener voz y voto, la toma de decisiones y el liderazgo en los ámbitos oportunos, como se ha puesto de manifiesto, una vez más, en el Sínodo de la Amazonía. ¿Qué sería de la Iglesia y de las iglesias si dejáramos de hacer todos estos trabajos, porque estamos cansadas de la invisibilidad y de la injusticia?

Trabajamos en la Iglesia, porque es nuestra comunidad de referencia para vivir el Evangelio. Seguiremos trabajando en ella para que podamos recuperar la comunidad de iguales que trajo Jesús.

En el libro Espiritualidad y fortaleza femenina la teóloga María José Arana recuerda que el Libro del Éxodo contiene la historia de Sifra y Púa, dos comadronas egipcias encargadas por el faraón de asistir a los partos de las mujeres judías con la orden expresa de no dejar con vida a ningún varón. Y de cómo estas dos mujeres desobedecieron esa orden, arriesgando sus propias vidas, “porque temían a Dios” (Ex 1, 15-21). “Estas mujeres eran auténticas parteras, comadronas, que quiere decir, colaboradoras con la vida, ayudadoras en la venida del mundo”, escribe María José Arana; que continúa diciendo: “La complicidad solidaria de las mujeres es un acto valiente de piedad salvadora que, saltando por encima de las diferencias, de las leyes injustas, y arrostrando las dificultades, las amenazas y prohibiciones, posibilita la vida y abre la puerta de la historia de la gran liberación del pueblo judío, que reconocemos con el nombre de Éxodo. Estas mujeres posibilitaron el futuro, porque sin este acto, el pueblo judío hubiera sido totalmente suprimido”.

Un futuro que tuvo continuidad, de nuevo, gracias a otras dos mujeres egipcias, la hija del faraón y su doncella, que salvaron a Moisés a sabiendas de que era uno de esos niños hebreos que no debían vivir (Ex 2, 6). “Me parece muy importante subrayar –escribe María José Arana- cómo precisamente las mujeres no sólo violaron las leyes, sino que también […] saltaron por encima de las barreras sociales, raciales, religiosas…; desafiaron la realidad que se les imponía desde el poder y fueron capaces de tender puentes hacia los pueblos «enemigos»…, ayudando a que naciera una nueva vida donde los poderes y los varones habían programado simplemente la muerte”.

Como leemos en el relato de la resurrección que hace el evangelio de Lucas, “algunas mujeres nos han sobresaltado”. Fueron ellas las primeras que dieron testimonio de la resurrección, dando así inicio a lo que la muerte parecía haber finalizado. Siempre habéis sido creadoras y cuidadoras de la vida, barreras contra la muerte, generadoras de esperanza. Ayer y hoy. Fundamento de nuestras comunidades, tanto cristianas como sociales. Maestras de la acogida y el cuidado.

Gracias.


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