viernes, 15 de marzo de 2024

Articular convergencias antirracistas

Comparto el texto a partir del cual planteé mi intervención en el III Congreso ZAS! sobre "Políticas migratorias en Europa y convergencias antirracistas" (Bilbao, 13 de marzo).

  

[1] ¿Puede haber una convergencia no articulada? ¿Hay divergencias antirracistas? ¿Y antirracismos desarticulados? ¿Existen antirracismos articulados que no convergen? ¿Se están produciendo articulaciones no convergentes? Con todo el cariño del mundo, al inicio de mi reflexión pongo sobre la mesa mis dificultades para situarme en este terreno de juego y hago mía la reflexión de Teresa Maldonado al comienzo de su imprescindible libro Hablemos claro cuando escribe:

“El uso del lenguaje que las feministas estamos haciendo últimamente necesita contemplarse a sí mismo un momento. Tengo la descorazonadora sensación de que ser feminista hoy pasa por usar y hacer ostentación de una jerga críptica, no comprensible para la mayoría, diseñada, parecería, para ser entendida sólo por unas pocas iniciadas. Esto incluye hacer un uso desmesurado de perífrasis y circunloquios, de anglicismos y neologismos, y también la repetición desconcertante de frases hechas, estereotipos y giros lingüísticos. Cada una de estas prácticas, por separado, empobrece nuestro lenguaje y nos aleja de la claridad a la que deberíamos aspirar; juntas, muestran que nos está ocurriendo algo grave y peligroso”.

¿Le está ocurriendo hoy algo parecido al antirracismo? Creo que sí. Como al conjunto de los movimientos emancipatorios.

 

[2] Parto del trabajo de Agustín Unzurrunzaga Controversias en el seno del antirracismo (junio 2022). Recomendaría su lectura atenta y la organización de un seminario para su discusión pausada. Dice este autor que, si bien el antirracismo siempre ha estado sujeto a tensiones, contradicciones y controversias, en el caso europeo, a partir del año 2000, se viene desarrollando una importante confrontación entre visiones diferentes del antirracismo. Una confrontación que “tiene que ver con la aparición y el desarrollo de una corriente, la que podríamos denominar como corriente post-colonial, decolonial e indigenista, y con las ideas y prácticas que desarrolla”. Se trata de una corriente que, como el feminismo con el que confronta sororal y dialógicamente Teresa Maldonado, se alimenta fundamentalmente de lo que, de forma necesariamente apresurada, podemos llamar planteamientos posmodernos.

Una característica fundamental de estos planteamientos, especialmente relevante para nuestra reflexión, es “la ruptura que suponen con respecto a las posiciones, ideas y propuestas defendidas por las organizaciones antirracistas que tienen una orientación de fondo universalista”. Que se asimila absolutamente a ideología no sólo eurocéntrica, sino colonial. El universalismo (el de la filosofía kantiana, el de los derechos humanos) es la continuación del colonialismo por otros medios. Desde esta perspectiva, “el humanismo es un imperialismo […] eurocéntrico y patriarcal” (Marina Garcés, Nueva ilustración radical).

Surge así un “neoantirracismo” fuertemente identitarista que Unzurrunzaga caracteriza en estos términos:

Así pues, la tarea de su antirracismo, al que podríamos denominar como neoantirracismo, consistiría en deconstruir las representaciones sociales, las creencias, los estereotipos que conforman esa herencia colonial en las actuales sociedades europeas. Y, para quienes de entre ellos consideran que esa es la contradicción principal de las modernas sociedades europeas, habría que ponerse en la tesitura de acabar de una vez por todas, de poner patas arriba, es decir, de forma revolucionaria, con el orden socialracial intrínsecamente desigualitario y discriminatorio de las sociedades europeas modernas. En definitiva, algo así como pasar de la lucha de clases a la lucha de “razas”, que sería la gran contradicción que mueve el mundo. En ese marco, el combate contra el racismo se sustentaría en la exaltación de las pertenencias étnicas, religiosas o de género. La lucha de clases, las fracturas sociales serían, en el mejor de los casos, algo secundario.

 

[3] Habría que entrar en esta cuestión con bisturí, con pincel fino, pero el poco tiempo del que disponemos nos lo impide. Intentaré, en todo caso, evitar la brocha gorda.

No comparto la versión que ha popularizado Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad, cuyo subtítulo –“Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora”– banaliza, creo, su propósito. Lo cierto es que igualmente podríamos escribir un libro titulado “la trampa de la identidad de clase: cómo el marxismo despreció la diversidad y justificó el patriarcado y el colonialismo”; o cualquier otra permutación entre capitalismo, colonialismo y patriarcado. Pero sí pienso que puesto en la agenda una cuestión que ya había sido planteada, con mayor profundidad, en el ámbito estadounidense por Mark Lilla en su libro El regreso liberal: “Con el ascenso de la conciencia de la identidad, el compromiso con movimientos basados en determinados asuntos empezó a bajar y se afianzó la convicción de que los movimientos más importantes para uno mismo son, de forma poco sorprendente, los que tienen que ver con uno mismo”.

Lilla considera que el liberalismo (el progresismo) estadounidense sufre una crisis de imaginación y de ambición políticas. A su juicio, tras el agotamiento en la década de 1970 del ciclo político iniciado con el New Deal de Roosevelt, los liberales estadounidenses han sido incapaces de ofrecer al electorado una propuesta de vida compartida, cosa que sí ha logrado la derecha estadounidense a partir de la elección de Ronald Reagan, con su utopía de “un Estados Unidos más individualista en donde las familias, las pequeñas comunidades y las empresas florecerían una vez quedaran libres de los grilletes del Estado”. Una utopía antipolítica que ha alimentado el populismo radical del Tea Party y ha llevado a un personaje como Trump a la Casa Blanca, pero que ofrece a muchos estadounidenses una idea de comunidad, de nación, de país, a la que los liberales han renunciado. Porque –y este es el núcleo del diagnóstico de Lilla– la respuesta de los liberales ante el triunfo de Reagan fue subirse en la ola de los movimientos sociales de los años sesenta, asumir su eslogan de que “Lo personal es político” y centrar toda su estrategia en la política de la identidad. En lugar de responder a la antipolítica conservadora con una visión compartida, los liberales se extraviaron en la política de la identidad y la diferencia, separándose de los votantes tradicionales del Partido Demócrata. Según los términos de Piketty (en Capital e ideología), este partido, al igual que sus homólogos socialdemócratas y laboristas en Europa, fue dejando de ser el partido de las y los trabajadores para convertirse en el partido de las personas tituladas de la educación superior, posmaterialistas, muy preocupadas por la identidad personal, menos por lo colectivo y lo material.

Aunque este énfasis en la identidad no carece de elementos positivos, ya que ha impulsado la incorporación a la investigación académica de las experiencias de grupos sociales históricamente invisibilizados y despreciados, Lilla considera que ha alimentado un interés obsesivo por la introspección, la autonomía individual, la autodefinición, los derechos individuales y la crítica acerba de los procedimientos y las instituciones democráticas, incapaces de presentar nada parecido a un proyecto colectivo:

Los actuales jóvenes de izquierdas –a diferencia de los de derechas– tienen menos posibilidades de relacionar sus compromisos con un conjunto de ideas políticas. Resulta mucho más probable que digan que están comprometidos con la política como X, preocupados por otros X y que estos asuntos tienen que ver con la Xdad. Puede que sientan cierta simpatía hacia y reconozcan la necesidad estratégica de construir alianzas con Ys y Zs. Pero como la identidad de todo el mundo es fluida y tiene múltiples dimensiones, cada una de las cuales merece un reconocimiento, las alianzas nunca serán otra cosa que matrimonios de conveniencia.

Ahora bien, no caigamos en el ridículo de pensar que todas las Xdades son iguales. No: los varones blancos heterosexuales mayores de 60 años funcionarios de la administración pública no tenemos un “uno mismo” que defender de ninguna amenaza a nuestra identidad; ni las y los alpinistas; ni los y las góticas. No hace falta un día del hombre, ni un día contra el racismo anti-blanco.

La política de la identidad es reivindicación de identidades negadas o violentadas realmente estructurantes de las personas. Son expresión encarnada, hecha cuerpo, de desigualdades persistentes. En este tema, ni una frivolidad. Pero la cuestión de la agregación de Xdades legítimas para construir alianzas y acumular fuerzas de cambio sigue pendiente. Y es fundamental abordarla en serio, porque sin ella es imposible la articulación de ninguna convergencia, ni antirracista ni de ningún tipo. Salvo la del interés personal, el miedo y el sálvese quien pueda, que tan bien la va al capitalismo.

En Respondona, uno de esos maravillosos regalos que nos ha hecho la imprescindible bell hooks, esta autora y activista reflexiona así sobre el lema “lo personal es político”, fundamento de las políticas de la identidad:

Siempre que escucho las palabras ‘lo personal es político’, parte de mi identidad como oyente se cierra en banda. Sí, entiendo las palabras. Entiendo ese aspecto de la concienciación feminista temprana que instaba a todas las mujeres que escuchaban a entender como cuestiones políticas sus problemas, sobre todo los problemas que experimentaban como resultado del sexismo y de la opresión sexista. Que instaba a empezar por lo interno y a avanzar hacia lo externo. A empezar por el punto de partida de la identidad personal y, luego, a avanzar de la introspección a una conciencia de realidad colectiva. Esta es la promesa que contenían esas palabras. Sin embargo, era una promesa demasiado fácil de incumplir, de romper. […]

Ahora vemos el peligro. […] No hay conexión entre la identidad personal y la realidad material más amplia, no se dice qué es lo político. En esta frase, lo que más resuena es la palabra ‘personal’, no la palabra ‘político’. […] Ya no es necesario buscar el significado de lo político, es más fácil quedarse en lo personal, es más fácil convertir lo personal en sinónimo de lo político. Entonces, el yo ya no es lo que uno mueve para avanzar o para conectar. Se queda en su sitio, en un punto de partida que ya no es necesario abandonar. Si lo personal y lo político son una misma cosa, no hay politización, no hay modo de convertirse en un sujeto feminista radical (hooks, 2022: 177-178).

 

[4] “¿Cómo producir un imaginario de la solidaridad en sociedades que se saben plurales?”, se pregunta Dubet en ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario). Que se saben y se quieren plurales, añado yo. Porque no se puede pretender combatir la desigualdad desconociendo o negando las diferencias. Este ha sido el planteamiento de los movimientos socialistas y comunistas históricos, planteamiento que entronca con el paradigma universalista (kantiano) propio de la modernidad europea.

Pero, como sabemos gracias a las reflexiones de investigadoras como Seyla Benhabib, todas las teorías morales universalistas propias de la tradición occidental son sustitutivistas, “en el sentido de que el universalismo que defienden se define subrepticiamente identificando experiencias de un grupo específico de sujetos como el caso paradigmático de lo humano como tal” (El ser y el otro en la ética contemporánea: feminismo, comunitarismo y posmodernismo). Y este grupo de sujetos elevado a la condición de paradigma del sujeto moral han sido siempre hombres blancos, adultos, judeocristianos y propietarios (o “trabajadores”, en la tradición socialista). Por eso, Benhabib propone transitar del universalismo sustitutivista hacia un universalismo interactivo, que reconozca la pluralidad de modos de ser humano, asuma positivamente la diferencia y aspire a una universalidad concebida no un “consenso ideal de seres definidos ficticiamente”, sino como “el proceso concreto en la política y la moral de la lucha de seres concretos y materializados por lograr su autonomía”.

Este cambio de paradigma, que no renuncia al universalismo moral pero sí lo redefine y transforma (en el sentido de Nancy Fraser: deconstruyéndolo, llevándolo más allá de sí), conlleva un cambio análogo  en nuestro punto de vista al considerar y relacionarnos con las otras personas; supone pasar del otro generalizado (perspectiva que se abstrae de la individualidad y la identidad concretas de la otra persona, buscando lo supuestamente común y obviando lo específico de cada una) al otro concreto, perspectiva que nos exige tomar en consideración la individualidad de cada persona, su historia particular, su identidad específica, su concreta constitución afectivo-emocional.

Para construir este universalismo interactivo, respetuoso con todas las otras y los otros concretas, podemos encontrar inspiración en la idea de la “universalidad oblicua” propuesta por Merleau-Ponty:

Sería necesario aplicar al problema de la universalidad filosófica lo quellos viajeros nos cuentan de sus relaciones con las civilizaciones extranjeras. Las fotografías de China nos dan la sensación de un universo impenetrable, si no van más allá de lo pintoresco, es decir, precisamente de nuestro recorte, de nuestra idea de China. Que una fotografía intente, por el contrario, sencillamente captar a los chinos viviendo juntos, y, paradójicamente, empiezan a vivir para nosotros, y nosotros los comprendemos. Las mismas doctrinas, que parecen rebeldes al concepto, si pudiéramos captarlas en su contexto histórico y humano, encontraríamos en ellas una variante de las relaciones del hombre con el ser que echaría luz sobre nosotros mismos, y algo así como una universalidad oblicua. Las filosofías de la India y China han intentado, más que dominar la existencia, ser el eco o el resonador de nuestra relación con el ser. La filosofía occidental puede aprender de ellas a encontrar la relación con el ser, la opción inicial de que ha nacido, a medir las posibilidades que nosotros nos hemos cerrado al convertirnos en “occidentales” y, tal vez, a volver a abrirlas.

En esta misma línea va la propuesta de Marina Garcés de “dejar atrás tanto el universalismo expansivo como el particularismo defensivo, para aprender a elaborar universales recíprocos”, para lo que “más que ser negados, el humanismo y el legado cultural europeo necesitan ser puestos en su lugar: un lugar, entre otros, en el destino común de la humanidad”.

 

[5] Para lograrlo debemos empezar por comprender que todo producto humano es local, particular, al menos en su origen social. Y que toda cultura está construida tanto por recursos particulares como por incorporaciones externas. No hay cultura que no sea internamente multicultural.

En El cazador de historias Eduardo Galeano hizo famosa una reflexión bien conocida hoy por todas: “En un periódico del barrio de Raval, en Barcelona, una mano anónima escribió: Tu dios es judío, tu música es negra, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu gas es argelino, tu café es brasileño, tu democracia es griega, tus números son árabes, tus letras son latinas. Yo soy tu vecino. ¿Y tú me llamas extranjero?”.

¿Qué importa su origen? Lo que importa es su uso, lo que nos aporta en términos de humanización. Como dice Jorge Wagensberg, “civilización es cultura universalmente útil”.

Yo asumo plenamente la tesis de François Jullien de que las culturas no son una cuestión de valores sino de recursos. Los valores tienden a ser obligatorios y excluyentes mientras que los recursos culturales son opcionales y están disponibles para cualquiera.

Pido que se defiendan los recursos culturales y no la identidad cultural. Es importante eliminar la noción de "identidad" y sustituirla por "fecundidad". O sea, recursos. Los recursos se exploran y se explotan, se ponen a trabajar, se activan.

Y uno de esos recursos culturales de los que puede disponer toda la humanidad, en cualquier lugar y en cualquier cultura, es la idea de derechos humanos. No entiendo que propongamos tan alegremente renunciar a este recurso y no a otros tan eurocéntricos como este, como el fútbol profesional, el Estado nación o el turismo de masas. Porque renunciar a la idea de humanidad, de universalismo moral, es renunciar a la posibilidad misma de transitar entre identidades y opresiones, relacionándolas y sintiéndonos radicalmente concernidas por las que no son nuestras o no nos afectan directamente. Como plantea Lilla: “[C]uando [los liberales de la identidad] llaman a la acción política para asistir a su grupo X, se lo exigen a gente que han definido como no-X y cuyas experiencias no pueden, dicen, compararse con las suyas. Pero, si ese es el caso, ¿por qué responderían los otros? Por qué deberían los que no son X preocuparse por los X, a menos que crean compartir algo con ellos? ¿Por qué deberíamos esperar que sientan nada?”.

Este autor considera que la única posibilidad es recuperar la idea de ciudadanía como estatus político compartido (no entro ahora en algunos matices que no comparto). En su planteamiento, la ciudadanía es una especie de identidad de identidades, una identidadcontenedor, sin contenido específico (o mejor, con un contenido estrictamente objetivado: un conjunto de derechos y obligaciones) en el que cabrían todas las identidades subjetivas o seccionales. Sería también “un lenguaje político para hablar de una solidaridad que trasciende los vínculos identitarios”, permitiendo esa conexión entre X y no-X.

Aunque desde planteamientos ideológicos distintos y distantes, también Chantal Mouffe reivindica el potencial aglutinador de la ciudadanía como “«gramática de la conducta» gobernada por los principios ético-políticos de la politeia democrática liberal: libertad e igualdad para todos” (en Por un populismo de izquierda). Siguiendo la no siempre sencilla conceptualización del paradigma populista elaborado por la propia Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, la ciudadanía permitiría crear una “cadena de equivalencia”, es decir, una relación en la que las diferencias no “colapsan en la identidad” sino que “se mantienen activas” ya que “las demandas particulares adquieren significación mediante su inscripción en esta cadena”.

¿Puede la ciudadanía, concepto sesgado y cargado de universalismo abstracto y sustitutivista como pocos, actuar como espacio para la unión en la diversidad? Yo creo que sí. Una ciudadanía que, siguiendo a Nancy Fraser, armonice redistribución y reconocimiento.

Todas conocemos, seguro, aunque solo sea el título de uno de los más famosos libros feministas: Una habitación propia (o un cuarto propio), de Virginia Woolf. La habitación propia como fundamento de la autonomía. Pero tal vez no sepamos, o no recordemos, que esta autora habla también de otra cosa: “si cuenta con una habitación propia, […] si cuenta con quinientas libras al año [...], entonces creo que ha sucedido algo muy importante”; que no es otra cosa que esto:

[E]s notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo, Ninguna fuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo asegurados para siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.

La ciudadanía nos debe reportar una habitación propia y quinientas libras al año. Reconocimiento y redistribución. Diferencia e igualdad. Égaliberté, “igualibertad”, la llama Étienne Balibar.

 

[6]Una última reflexión sobre la idea de interseccionalidad, que se propone como solución mágica a todos los problemas de articulación de las diferencias. Creo que la interseccionalidad como concepto ha tenido tanto éxito porque se ha banalizado. Se interpreta como: todas debéis tener en cuenta mi propia opresión porque es la opresión esencial; la interseccionalidad se construye priorizando mi propia sección. Pero no es así. La escritora argelina Fatiha Agag-Boudjahlat advierte de que la interseccionalidad es un cruce en el que cuando coinciden, por ejemplo, las reivindicaciones de las mujeres y las de las culturas

“la prioridad siempre es dada a los intereses de los hombres de la comunidad a costa de los de las mujeres. Como en una intersección de la carretera, hay siempre un ceda el paso. Una prioridad a respetar. Y son siempre las mujeres quienes ceden el paso a los grupos étnicos y religiosos a los que se les asigna, en beneficio de los hombres que son los líderes” (en Combattre le voilement).

Por cierto, o solo el feminismo, también el antirracismo debe ceder el paso cuando intersecciona con “la cultura”. El próximo 21 de marzo es el Día Internacional por la Eliminación de la Discriminación Racial, pero en Bilbao lo vamos a conmemorar el día anterior, el 20. ¿Por qué? Porque el 21 la Korrika pasa por Bilbao. Ya está decidido, no sé si con mucha o poca discusión, aunque me temo que se haya asumido como un hecho consumado, como algo “natural”. ¿De verdad lo es? A mí no me lo parece.

Tomarse en serio la diferencia significa no apresurarnos a estar cómodas con ella. No recurrir a la arroba o a la X. Debemos sentir las diferencias, sus rugosidades, también sus porosidades, su presencia permanente en nuestras vidas. Buscar acomodos razonables, lo que exige necesariamente asumir incomodidades razonables. La interseccionalidad nos intersecciona a todas o no es interseccionalidad.

Audre Lorde era diversidad sentida, vivida, interseccionalidad encarnada, cuestionamiento de cualquier identidad que se pretenda unívoca. Fijémonos, si no, en los primeros versos de su poema “Entre nosotras”:

Hubo un tiempo en que al entrar en una habitación

mis ojos solían buscar las caras negras

para el contacto o el consuelo o un signo

de que no estaba sola

ahora

al entrar en una habitación llena de caras negras

que me destruirían por cualquier diferencia

¿adónde mirarán mis ojos?

Hubo un tiempo en que era fácil

saber quién era mi gente.

Esta interseccionalidad es así destacada en el hermoso prólogo de Michel Lobelle a la antología de los poemas de Lorde publicada en español:

En todas las categorías, por minoritarias que fueran, era una forastera: forzaba, con la abundancia irrefrenable de la diversidad que sentía ser, una minoría más en el grupo menos visible o más silenciado. En el movimiento feminista era negra, y se encontraba con que el racismo condicionaba la mirada y la actitud de las mujeres blancas; en el movimiento de liberación negra era mujer, así que tenía que sobrevivir al machismo de sus compañeros; además, era lesbiana, y esto despertaba reticencias y rechazos en ambos movimientos; y su pareja era blanca, lo que conllevaba un cuestionamiento racial de las compañeras que aceptaban su sexualidad; y era madre, y esto rompía con los patrones heteropatriarcales de la crianza.

Debemos partir del yo misma (!no tenemos otro lugar! Todas las miradas y experiencias son particulares) y construir un primer y limitado nosotras-iguales, para desde aquí conectar con otras nosotras-iguales distintas de mi nosotras-iguales con el objetivo de conformar un nosotras-todas-diferentes-iguales. Lo personal es político, sí; no podemos regresar a los tiempos de lo político es lo impersonal: porque es indeseable (inhumano) e imposible: lo “impersonal” es siempre lo personal de quienes privilegian su propia realidad. Pero lo político no se agota en lo personal-propio, también incorpora lo personal-otro.

 

 

 

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