martes, 24 de septiembre de 2019

Recursos inhumanos

Pierre Lemaitre
Recursos inhumanos
Traducción de Juan Carlos Durán Romero
Debolsillo, 2018
Penguin Random House, 2017


Me llamo Alain Delambre y tengo cincuenta y siete años. Soy un directivo en paro.
Llevo cuatro años en paro. Hará cuatro años en mayo (el 24 de mayo, me acuerdo bien de la fecha).
Como este empleo no basta para llegar a fin de mes, adonde llegamos a veces bastante apurados, me dedico a otras cosillas aquí y allá. Transportar cajas, embalar con plástico de burbujas, repartir publicidad… También algunos trabajos de temporada. Hace dos años que hago de Papá Noel en Trouv’tout, un supermercado especializado en electrodomésticos de ocasión. No siempre le cuento a Nicole lo que hago, porque le dolería. Multiplico las excusas para justificar mis ausencias. Como es más difícil cuando se trata de un trabajo nocturno, me he sacado de la nada una pandilla de amigos en paro con los que se supone que me reúno para jugar a las cartas. A Nicole le digo que necesito relajarme.
Antes era director de recursos humanos en una empresa de casi doscientos empleados. Era responsable del personal, de la formación, controlaba los salarios y representaba a la dirección ante el comité de empresa. Trabajaba en Bercaud, una empresa de bisutería. Diecisiete años viviendo de perlas.
En cuatro años, a medida que mis ingresos se volatilizaban, mi estado de ánimo pasó de la incredulidad a la duda, después a la culpabilidad y, por fin, a una sensación de injusticia. Hoy lo que siento es cólera
.

Nos despertamos cuando suena el despertador y nos disponemos a iniciar un nuevo día de trabajo. Organizamos todo nuestro tiempo, personal y social, en torno al trabajo. Si nos preguntan “¿qué eres?” no respondemos “soy una buena persona” o “soy muy aficionado a la montaña” sino “soy profesora” o “soy albañil”. Consideramos población activa tan sólo a aquella en disposición de trabajar y población ocupada tan sólo a aquellas personas que tienen un empleo.

La Revolución francesa y su ambiciosa declaración de los derechos del ciudadano se convertirá en símbolo de un novedoso proyecto de vinculación social mediante el reconocimiento político: las sociedades modernas son concebidas como constituidas por la asociación de todos los ciudadanos que componen la nación, todos iguales, libres y fraternos. La Revolución industrial y la generalización de las relaciones sociales capitalistas va a proponer una forma de vinculación social mucho más prosaica y, tal vez por eso, más exitosa: la asociación de individuos que persiguen su propio interés, que necesitan a otros y son necesitados por otros.
De este modo se desarrolla una ética del trabajo que, con el paso del tiempo, va a teñir con sus principios la cultura moral de Occidente, sin distinción ideológica alguna, constituyendo una norma de vida basada en un principio fundamental: el trabajo es la vía normalizada para participar en esta sociedad basada en el quid pro quo. A través de nuestro trabajo nos mostramos útiles a los demás, conquistando así nuestro derecho a recibir de los demás aquello que necesitamos pero de lo que no podemos proveernos por nosotros mismos. El trabajo nos incorpora a esta inmensa red de intercambios que es la sociedad moderna. Eso sí: “Sólo el trabajo cuyo valor es reconocido por los demás (trabajo por el que hay que pagar salarios o jornales, que puede venderse y está en condiciones de ser comprado) tiene el valor moral consagrado por la ética del trabajo” (Bauman). El trabajo se ve reducido a lo que llamamos empleo.
El vínculo ciudadano, el vínculo de los derechos y las responsabilidades desarrollado entre todos los miembros de una comunidad moral, fue sustituido por el vínculo de las actividades productivas, por el trabajo para el mercado. El empleo se ha convertido así en el principal mecanismo de inclusión en las sociedades de mercado. La inmensa mayoría de los ciudadanos somos lo que trabajamos; más aún, somos porque trabajamos. De ahí el miedo que provoca la posibilidad de perderlo o de no encontrarlo. Junto con el empleo no sólo se nos va la fuente socialmente normalizada para participar en la riqueza. Cuando el paro entra por la puerta, la ciudadanía sale por la ventana.
La crisis de la sociedad salarial ha convertido en realidad cotidiana aquella que Hannah Arendt consideraba la peor de las situaciones que cabría imaginar: la perspectiva de una sociedad de trabajo sin trabajo. Los trabajadores sin trabajo se convierten así en ciudadanos sin ciudadanía, en “inútiles para el mundo”.

Pierre Lemaitre novela magistralmente las devastadoras consecuencias personales y familiares de esta crisis de la sociedad salarial y de la ética del trabajo sobre la que se asienta. Construida como un thriller pero angustiosamente realista, a medida que avanza la lectura asistimos al proceso de anulación de una persona que puso toda su confianza en el sistema de empresa y descubre que se trata de un sistema amañado. 

En el desenlace jugará un papel esencial un personaje presentado en las primeras páginas de la novela como un ser completamente derrotado por la vida:

...Charles. Curioso nombre para un hombre sin techo. Tiene un año menos que yo, es delgado como un fideo y bebe como un cosaco. Lo de sin techo es por simplificar, porque de hecho sí tiene techo. Y completamente cubierto. Vive en su coche, que lleva cinco años sin moverse. Él lo llama su «inmóvil home». A Charles le gustan este tipo de chistes. Lleva un reloj sumergible del tamaño de un plato con un montón de esferas y un brazalete verde fosforito. No tengo ni idea de dónde viene ni de qué le ha llevado a esa situación extrema, pero Charles tiene su lado curioso. Por ejemplo, no sabe cuánto tiempo estuvo inscrito en las listas de espera para obtener un piso de protección oficial, pero calcula con precisión el que ha pasado desde que renunció a renovar su solicitud. En el último recuento, cinco años, siete meses y diecisiete días. Lo que calcula Charles es el tiempo que ha pasado desde que perdió la esperanza de ser realojado. «La esperanza —dice levantando el índice— es una abyección inventada por Lucifer para que los hombres acepten su condición con paciencia». La frase no es suya, yo ya la había oído en otra parte. He buscado la cita, pero no la he encontrado. De todas formas, eso demuestra que, a pesar de esa pinta de borracho, Charles tiene cultura.

Pero tal vez por eso, por carecer de cualquier esperanza relacionada con el sistema económico y sus promesas, su papel en la historia va a ser tan importante... 

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