martes, 30 de agosto de 2022

Mientras nieva sobre los cedros

David Gutterson
Mientras nieva sobre los cedros
Traducción de Jordi Fibla
Tusquets, 1996

"Soy como un viajero llegado de Marte que observa asombrado lo que ocurre aquí. Y lo que veo es la misma fragilidad humana transmitida de una generación a otra. Lo que veo es la misma fragilidad humana una y otra vez.  Nos odiamos mutuamente, somos víctimas de temores irracionales. Y nada en la corriente de la historia humana sugiere que esto vaya a cambiar, [...] Tan sólo deseo señalar que ante un mundo semejante únicamente pueden confiar en ustedes mismos. Sólo tienen en sus manos la decisión que han de tomar, cada uno de ustedes a solas. ¿Y colaborarán con las fuerzas indiferentes que conspiran sin cesar hacia la injusticia? ¿O se alzarán contra esta marea interminable y serán ante ella realmente humanos?".

 
La lectura es, para la persona librívora, un ineludible juego de suma cero. Cada ejemplar adquirido en la librería exige renunciar a adquirir otros; cada volumen selecionado de la biblioteca para su lectura supone relegar la de otros; y, muy especialmente, la lectura de novedades, tan tentadora, compite con la recuperación de libros editados hace años. Este es uno de esos libros, que nunca hubiese leído de no haberlo encontrado por casualidad rebuscando en las estanterías de la Re-Read del Arenal.

La historia discurre en 1954 en un entorno que se convierte en protagonista por sí mismo: una pequeña isla de apenas cinco mil habitantes, consagrados a la pesca, situada en la costa estadounidense del Pacífico Norte. Las descripciones que hace Guterson del paisaje natural de la isla y de sus fenómenos meteorológicos son tan perfectas que nos 
 
"San Pedro también tenía una clase de belleza llena de verdor que inclinaba a sus residentes hacia el goce poético. Enormes colinas, tapizadas por el suave verde de los cedros, se sucedían en todas las direcciones. Los hogares isleños, húmedos y cubiertos de musgo, se alzaban en campos solitarios y valles cuajados de alfalfa, cereales para forraje y fresas. Hileras de cedros flanqueaban las descuidadas carreteras, que discurrían bajo las sombras de los árboles y entre los helechales. Las vacas pacían, hediondas a estiércol dulzón, atormentadas por los jejenes veraniegos. Aquí y allá un isleño se dedicaba a serrar troncos, dejando fragantes montones de serrín y montículos de corteza de cedro al lado de la carretera. En las playas brillaban las piedras lisas y la espuma marina. Dos docenas de calas y ensenadas, cada una con su agradable revoltijo de embarcaciones y residencias de verano, se extendían por la circunferencia de San Pedro y formaban una serie interminable de prístinos fondeaderos".

La sospecha muerte en alta mar de uno de sus vecinos, hecho que impactaría como un meteorito en cualquier comunidad pequeña y aislada como San Pedro, resulta particularmente destructiva para una sociedad en la que existe desde hace décadas una soterrada tensión entre la población autóctona, de origen europeo, y una amplia minoría de origen japonés; tensión que tras el ataque contra Pearl Harbor dejará una herida abierta en la isla.
 
"El día de Pearl Harbor vivían allí ochocientas cuarenta y tres personas de origen japonés, incluidos doce alumnos de último curso en la escuela secundaria de Puerto Amity, que no se graduaron aquella primavera. A primera hora de la mañana del 29 de marzo de 1942 quince buques de transporte del organismo encargado de nuevas ubicaciones en tiempo de guerra se llevaron a todos los estadounidenses de origen japonés a la terminal de transbordadores de Puerto Amity. Los cargaron en un barco a la vista de sus vecinos blancos, gentes que se habían levantado temprano para contemplar, pese al frío que hacía, aquel exorcismo que alejaba de ellos a los japoneses... Algunos eran amigos, pero la mayoría curiosos y pescadores que se encontraban en las cubiertas de sus barcos en Puerto Amity. Como la mayoría de los isleños, los pescadores creían que el exilio de los japoneses era lo correcto, y se apoyaban en las cabinas de sus pesqueros con la convicción de que los japoneses debían irse por razones lógicas: había una guerra y eso lo cambiaba todo".

A principios del siglo XX tres centenares de emigrantes procedentes de Japón escaparon de la goleta en la que viajaban con la intención de entrar a Estados Unidos. Construyeron su hogar en la isla dedicándose, entre otras cosas, a la recolección de setas matsutake (es curioso como unos libros refieren a otros, conformando un maravilloso y enredado micelio de palabras, relatos e ideas). Kazuo Miyamoto, amigo desde la infancia del joven pescador asesinado, es el principal sospechoso. Su juicio, la maravillosa defensa que del acusado hace el abogado Nels Gudmundsson y los conflictos a los que se enfrenta el director del periódico local, Ishmael Chambers, constituyen la columna vertebral de un relato inolvidable que nos recuerda lo terriblemente fácil que es expulsar a nuestras vecinas y vecinos del espacio de la comunidad moral convirtiéndolas en un Otro amenazador; y también, que todas vivimos en una isla: cada vez más diversas y plurales, cada vez más complejas, nuestras sociedades son como ese San Pedro en el que necesariamente debemos comprometernos para construir y sostener la convivencia. 
 
"Le había gustado recordar a su hijo que un enemigo en una isla es un enemigo para toda la vida. Era imposible mezclarse en un trasfondo de anonimato, no había ninguna sociedad vecina hacia la que desplazarse. Por la misma naturaleza de su ambiente, los isleños tenían que vigilar sus pasos a cada momento. Nadie pisoteaba fácilmente las emociones de otro en un lugar donde las olas del mar rompían contra una costa interminable, y eso era excelente y desfavorable al mismo tiempo, excelente porque significaba que la mayoría de la gente se preocupaba por los demás, desfavorable porque) significaba una endogamia espiritual, demasiada contención, remordirniento y meditación silenciosa, un mundo cuyos habitantes iban de un lado a otro ansiosos, temerosos de revelar sus sentimientos. Sometidos al juicio de los demás, considerados con todo el mundo, siempre formales, vivían en un aislamiento mental, incapaces de una comunicación profunda. No podían hablar con libertad porque estaban acorralados: adondequiera que se volviesen había agua y más agua, una expansión ilimitada en la que ahogarse. Retenían la respiración y caminaban con cuidado, y eso les hacía ser como eran, constreñidos y pequeños, buenos vecinos. Arthur había confesado que no le gustaban y, al mismo tiempo, los amaba profundamente. ¿Era posible tal cosa?".
 
De verdad, merece mucho la pena recuperar esta historia.

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