A la deriva: setenta y seis días perdido en el mar
Traducción de Miguel Marqués
Capitán Swing, 2019
"Cruzar a la deriva medio océano Atlántico y aprender a vivir como un cavernícola acuático me demostró una y otra vez que soy no tanto un individuo como parte de un todo, de un continuo del que forman parte todas las cosas, y que soy conducido por estas, sin un control de los caminos que tomo".
Como un cavernícola acuático... No hay mejor imagen que esta para representarnos la terrible situación a la que se enfrentó el autor y protagonista de esta historia real.
Estamos en 1982, en la noche del 4 al 5 de febrero. Tras naufragar en mitad de una tormenta frente a las islas Canarias mientras participaba en una carrera de veleros en solitario a través del Atlántico, el autor logra ponerse a salvo en la balsa de salvamento. Mientras el pecio se mantiene a duras penas sobre la superficie de un mar terriblemente agitado, Callahan se arriesga a revisar sus restos con el fin de rescatar el máximo de material posible: alimentos, agua, herramientas, saco de dormir... Esa balsa de goma, cuyo diámetro interior era de un metro y setenta centímeros, sera su frágil refugio durante setenta y seis interminables días.
Durante este tiempo cada jornada será una prueba extrema, un juego de vida o muerte: reparando agujeros y desgarrones por los que se filtra el agua, capturando y secando para su conserva los peces de los que se alimenta manteniéndose apenas por encima de la inanición ("Mis glúteos han desaparecido. Donde antes estaba mi culo, solo hay dos concavidades recubiertas de carne y enmarcadas por los huesos de la pelvis"), destilando trabajosamente agua de mar por evaporación y condensación para conseguir unas gotas de imprescindible agua dulce, protegiéndose de lo ocasionales ataques de tiburones...
Y tal vez lo más aterrador de todo: al menos ocho barcos navegarán no muy lejos de su diminuta balsa y pasarán de largo sin verle: "¿Cuántos barcos más me pasarán así de cerca? Lo más probable es que ninguno. ¿Cuántos habrán pasado sin yo verlos? ¿Cuántos más dejarán de verme? En nuestro siglo no hay tantos ojos ya mirando más allá de la borda".
Al leer esta reflexión recordé un texto de Julian Barnes en la novela Una historia del mundo en diez capítulos y medio (traducción de Maribel de Juan, Anagrama 1994) que he utilizado en bastantes ocasiones (también aquí) como una suerte de metáfora de la crisis moral de nuestro tiempo:
"Se acordó de una cosa terrible que había leído una vez en un periódico sobre la vida en un superpetrolero. Hoy en día los barcos se habían ido haciendo más grandes, mientras las tripulaciones se volvían cada vez más pequeñas, y todo se manejaba por tecnología. Programaban un ordenador en el Golfo o donde fuera y el buque prácticamente se gobernaba solo hasta Londres o Sydney. Era mucho mejor para los armadores, que se ahorraban un montón de dinero, y mucho mejor para la tripulación, que sólo tenían que preocuparse por el aburrimiento.
[...] aquel artículo [decía] que en los viejos tiempos siempre había alguien arriba en la torre de vigía o en el puente, vigilando. Pero hoy en día en los buques grandes ya no había vigía, o por lo menos el vigía era un hombre que miraba de cuando en cuando una pantalla llena de puntos luminosos móviles. En los viejos tiempos si estabas perdido en el mar en una balsa o un bote de goma o algo así, y un barco pasaba cerca, tenían muchas posibilidades de que te rescataran. Agitabas los brazos y gritabas y disparabas cualquier cohete que tuvieras; ponías tu camisa en lo alto del mástil y siempre había gente vigilando y atenta a localizarte. Ahora puedes estar semanas a la deriva en el océano, y al final se acerca un superpetrolero y pasa de largo. El radar no te detecta, porque eres demasiado pequeño, y es pura suerte si hay alguien inclinado sobre la barandilla vomitando.
Había habido muchos casos de náufragos que en otros tiempos habrían sido salvados y a los que ahora nadie recogió; e incluso incidentes de personas a las que atropellaron los barcos que ellos creían que venían a rescatarlos. Trató de imaginar lo espantoso que sería la terrible espera y luego la sensación cuando el barco pasa de largo y no puedes hacer nada, todos los gritos quedan ahogados por el ruido de los motores. Eso es lo malo que le pasa al mundo, pensó. Hemos renunciado a los vigías. No pensamos en salvar a otras personas, navegamos hacia adelante confiando en nuestras máquinas".
Setenta y seis días después del naufragio, el 21 de abril, Callahan fue rescatado por unos pescadores de la isla de Marigalante, en las Antillas Menores, poniendo final feliz a una peripecia real cuya lectura nos recuerda a la mejor literatura de aventura.
[...] aquel artículo [decía] que en los viejos tiempos siempre había alguien arriba en la torre de vigía o en el puente, vigilando. Pero hoy en día en los buques grandes ya no había vigía, o por lo menos el vigía era un hombre que miraba de cuando en cuando una pantalla llena de puntos luminosos móviles. En los viejos tiempos si estabas perdido en el mar en una balsa o un bote de goma o algo así, y un barco pasaba cerca, tenían muchas posibilidades de que te rescataran. Agitabas los brazos y gritabas y disparabas cualquier cohete que tuvieras; ponías tu camisa en lo alto del mástil y siempre había gente vigilando y atenta a localizarte. Ahora puedes estar semanas a la deriva en el océano, y al final se acerca un superpetrolero y pasa de largo. El radar no te detecta, porque eres demasiado pequeño, y es pura suerte si hay alguien inclinado sobre la barandilla vomitando.
Había habido muchos casos de náufragos que en otros tiempos habrían sido salvados y a los que ahora nadie recogió; e incluso incidentes de personas a las que atropellaron los barcos que ellos creían que venían a rescatarlos. Trató de imaginar lo espantoso que sería la terrible espera y luego la sensación cuando el barco pasa de largo y no puedes hacer nada, todos los gritos quedan ahogados por el ruido de los motores. Eso es lo malo que le pasa al mundo, pensó. Hemos renunciado a los vigías. No pensamos en salvar a otras personas, navegamos hacia adelante confiando en nuestras máquinas".
Setenta y seis días después del naufragio, el 21 de abril, Callahan fue rescatado por unos pescadores de la isla de Marigalante, en las Antillas Menores, poniendo final feliz a una peripecia real cuya lectura nos recuerda a la mejor literatura de aventura.
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