jueves, 15 de diciembre de 2022

Ética y política en Maquiavelo, Weber y Marx

Kepa Bilbao Ariztimuño
Ética y política en Maquiavelo, Weber y Marx
Los Libros de la Catarata, 2022
 


[I] El filósofo estadounidense Anthony Weston es autor de una interesante aproximación pragmática -tal vez mejor, pragmatista, inspirada por el pensamiento de John Dewey- a la ética, definida menos como un ideal que como una práctica consistente, esencialmente, en el ejercicio permanente de lo que denomina el pensamiento atento; antes que de actuar “bien”, el comportamiento ético va de “pensar cuidadosamente incluso acerca de sentimientos que pueden llegar a ser muy intensos”, de “vivir atentamente: preocuparnos acerca de cómo actuamos y cómo sentimos” (Weston, 2009: 13). Prestar atención a nuestros sentimientos, a nuestras prácticas, a nuestros deseos, sí, pero incorporando a la reflexión a las otras y los otros con las que convivo.

Una de las expresiones más conocidas y familiares, más cotidianas y encarnadas, de la idea de moral o de ética es la de “hacer lo que debemos”, enunciación que nos incorpora sin ambigüedades a un espacio social que va más allá de cada una de nosotras. Actuar moralmente es hacer lo que debemos a alguna otra persona o institución pues la deuda es, por definición, relacional. Yo no me debo nada a mí misma; yo “me permito el lujo” o “me doy un homenaje”, es decir, hago lo que deseo o me apetece mucho, pero no me debo nada. La moral es excéntrica, nos obliga a pensar atentamente desde cada una de nosotras, pero mirando más allá de nosotras, incluyendo en nuestra contabilidad moral a cada vez más otras y otros potencialmente afectadas por nuestras actuaciones. Es la luminosa idea del círculo en expansión de Peter Singer (1981).

Siguiendo el planteamiento aplicado de Weston, si la ética es la atención a nuestra relación con los demás, si, citando a Aristóteles -como hace Kepa Bilbao en las primeras páginas de este libro-, “el fin de la política es el mejor bien, y la política pone el mayor cuidado en hacer a los ciudadanos […] buenos y capaces de acciones nobles”, no hay política que no sea también una ética. Otra cosa es cuál sea la referencia, fundamento o doctrina ética a la que nos encomendamos: el utilitarismo de Bentham, el universalismo kantiano, el contractualismo de mínimos de Rawls, el libertarismo, la opción por una determinada concepción de virtud y vida buena, el ya citado pragmatismo de Dewey... Aunque sea posible y hasta necesario diferenciar analítica o metodológicamente entre política y ética, su separación sustantiva, hasta el extremo de considerarlas como ámbitos regidas por lógicas opuestas, tiene consecuencias nefastas para las sociedades. De ahí el acierto de Francisco Fernández Buey al acuñar el concepto de poliética, ya que, como él mismo señala, “los principales problemas que llamamos políticos remiten a principios éticos insolventables y, viceversa, […] no hay asunto relativo a los comportamientos privados que no acabe en consideraciones políticas o jurídico-políticas” (2003: 33).

 

[II] Situado en este espacio tensionado de encuentros y desencuentros, Kepa Bilbao da comienzo a este libro recordándonos que en el mundo occidental llevamos no menos de veinticinco siglos debatiendo sobre las posibilidades e imposibilidades de conciliar, y cómo, la vida pública y los principios morales. Y selecciona para construir su propia reflexión a tres autores que, al menos en su versión más popularizada, bien podrían presentarse como tres maneras canónicas de desvincular ética y política: Maquiavelo, Weber y Marx.

Maquiavelo ha pasado a la historia (con minúsculas) como el paradigma de la política amoral, autonomizada de cualquier tutela religiosa o filosófica, instrumental, orientada a la consecución y el mantenimiento del poder, todo ello fundado sobre una antropología negativa, pesimista, y una separación radical entre gobernante y gobernados. Por su parte, Max Weber es el autor de una de las distinciones más conocidas a la hora de justificar una acción orientada éticamente: esta puede responder a una ética de la responsabilidad que, en palabras del propio Weber, “ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”, o a una ética de la convicción, propia de quien “sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden social” (Weber, 1981: 164-165). Una ética de los medios o una ética de los fines, que no tienen por qué enfrentarse, es verdad, pero que en la práctica política acaban por configurar dos universos poliéticos antagónicos.

Desde esta perspectiva, especial interés tiene el capítulo dedicado a Marx por la enorme influencia que su obra ha tenido y tiene sobre el pensamiento emancipatorio. En palabras de Terry Eagleton (2011: 154), “Marx, en sintonía con su legado judaico, era un pensador vigorosamente moral”. Podemos encontrar la huella de esta perspectiva moral en su discipulado menos cientifista: en Walter Benjamin, Erich Fromm, Ernst Bloch, Agnes Heller, Leszek Kolakowski, Roger Garaudy, Alfonso Carlos Comín, Eugene Kamenka, Terry Eagleton o Michael Löwy. Uno de estos discípulos preeminentes, un clásico al que siempre hay que volver, Manuel Sacristán, se preguntaba en 1983 “qué Marx se leerá en el siglo XXI”, afirmando que este no será tanto una “teoría científica positiva en sentido estricto, sino que ha de parecerse bastante al conocimiento común, o incluso al artístico, e integrarse en un discurso ético, más precisamente político” (Sacristán, 1987: 125). Y en la primavera de 1979, en conversación con Jordi Guiu y Antoni Munné para la revista El Viejo Topo, Sacristán abundaba –provocadoramente, al utilizar la analogía religiosa- en esta dimensión ética del marxismo:

Si hay que hacer analogías peligrosas, y es muy peligrosa la que lleva a decir que el marxismo es un sistema científico, es la ciencia, puestos a hacer analogías me parece mucho menos falsa la analogía según la cual el marxismo es una religión obrera. Me parece mucho menos falso decir que el marxismo es una religión que “el marxismo es una ciencia”. Porque una religión tiene numerosos elementos de conocimiento científico; una religión tiene que absorber la visión del mundo físico de su época, si no, no funciona. Entendiendo como religión, religión en sentido clásico, como culminación de una cultura […]. Entonces, en ese sentido, el marxismo ha sido y es mucho más una religión que una ciencia. Eso es obvio, es obvio para cualquiera que tenga dos ojos y quiera mirar: la aplastante mayoría de los militantes marxistas han sido fieles de una religión; no han sido cultivadores grises de unos teoremas, en absoluto. Es el vacío de los intelectuales, ignorar un hecho tan evidente (Guiu y Munné, 2004: 107-108).

Pero el Marx científico, positivista, y el marxismo amoral, determinista, son los que parecen haber triunfado. Así lo muestra la conversación -con la que Kepa Bilbao cierra este libro- entre el filósofo Gerald A. Cohen y su tío Norman, destacado militante marxista checoslovaco, sobre la relación entre los principios morales y la práctica política comunista, y la airada respuesta de este: “No me hables de moralidad. No me interesa la moral. La moralidad es puro cuento ideológico; no tiene nada que ver con la lucha entre el capitalismo y el socialismo”.

Pero la lectura que hace Kepa Bilbao de estos tres autores clásicos, la conversación que entabla con ellos, nos descubre mucha más complejidad que la que podíamos esperar y, lejos de descargarnos de ella, nos invita a mantener la tensión constante entre ética y política, entre los principios y la práctica, sin abandonarnos nunca ni a la impecabilidad de los fines ni a la implacabilidad de los medios. Por cierto, y sirva esto como acicate para seguir trabajando esta cuestión con otras referencias, ¿cómo abordaríamos la tensión entre ética y política si, en lugar de a esos grandes señores del pensamiento, tuviéramos como referencia a pensadoras (y activistas) como Simone Weil o Hannah Arendt, Rosa Luxemburgo o Flora Tristán? Pensadoras y activistas, insisto: mujeres que practicaron la política sin perder en ningún momento su perspectiva ética. Una Simone Weil advirtiéndonos de que “quien niega determinadas obligaciones para simplificar los problemas ha concertado en su corazón una alianza con el crimen” (1996: 28); una Rosa Luxemburgo condenando el sectarismo incluso en un contexto abiertamente revolucionario: “La libertad que se concede únicamente a los partidarios del gobierno y a los miembros del partido, por numerosos que sean estos, no es libertad. La libertad es solamente libertad para los que piensan de otro modo” (1978: 142).

 

[III] El filósofo Richard D. Precht sostiene, y yo estoy muy de acuerdo, que el origen de todos nuestros problemas morales se encuentra, no en una supuesta desmoralización colectiva al modo de una mutación antropológica que nos ha convertido en seres solipsistas y egocéntricos, sino en “la contradicción entre el programa y la ejecución de la moral” (2014: 19). Existe una fuerte pulsión que nos permite distinguir cuándo estamos actuando correctamente y cuando no, una suerte de “cerebro ético o moral” (Gazzaniga, 2006; Churchland, 2012) firmemente asentado que no solo tiene que ver con nuestra condición humana, sino que entronca con nuestra misma condición animal; como señalan en un libro extraordinario Bekoff y Pierce, “la moralidad es una cualidad evolucionada y ‘ellos’ (los otros animales) la poseen, como la poseemos nosotros” (2010: 15). Esto es lo que nos permite hablar, como hace la filósofa californiana Philippa Foot, de la existencia de una bondad natural fuertemente arraigada en cada ser humano:

[E]n la medida en que somos animales sociales, dependemos los unos de los otros del mismo modo que los lobos que cazan en grupo, con una cooperación que depende de factores especiales como la existencia de acuerdos convencionales. Al igual que los animales, hacemos cosas que beneficiarán a otros más que a nosotros mismos: no es una buena idea evaluar la bondad de las acciones humanas únicamente por referencia al bien que cada persona se procura a sí misma. Uno se pregunta si aquello que nos inclina hacia una concepción egoísta de la racionalidad práctica no será un último vestigio de la doctrina del egoísmo psicológico –la creencia de que toda acción humana se dirige a procurar el bien del propio agente-, hoy completamente desacreditada. No sé qué otra cosa podría hacernos pensar que la evaluación del comportamiento sujeto a razones debe tener una estructura conceptual completamente distinta de la evaluación del comportamiento de un animal. Y seguramente nadie negará que algo va mal en un lobo insolidario que se alimenta con los demás pero no participa en la cacería, o un miembro de la especie de las abejas de la miel que descubre una fuente de néctar pero no muestra su localización a las demás con su comportamiento. Estos individuos insolidarios que, sin embargo, pertenecen a una especie cuyos miembros trabajan en equipo son tan deficientes como aquellos que tienen un defecto en el oído, en la vista o en la capacidad motriz (Foot, 2002: 39).

Más deficientes aún, ya que un defecto en el movimiento, la vista o el oído pueden superarse, precisamente, gracias a la cooperación.

Volviendo a Precht, tanto nuestra capacidad de empatizar y tomar en consideración a las demás personas como nuestro sentimiento de ser tratadas injustamente tienen raíces biológicas. “Ser moral –escribe- es una necesidad humana completamente normal, aunque solo sea porque la mayoría de las veces sienta bastante bien hacer algo bueno. Una vida inmoral, por el contrario, de la que somos conscientes como tal nosotros mismos, es difícil que nos haga felices a largo plazo” (Ibid.: 19). Pero la ejecución de este programa biológico-neuronal-social que nos empuja a la cooperación se está viendo crecientemente cortocircuitada por un entorno institucional que alimenta y justifica la desresponsabilización.

Como señala Norbert Bilbeny (1993: 23), en la antigua Grecia se denominaba “idiota” (idiótes) a toda aquella persona que no mostraba interés por los asuntos públicos, dedicándose en exclusiva a sus intereses más privados. Recibimos y leemos este libro de Kepa Bilbao en un contexto de profunda crisis institucional de la política democrática. Los partidos políticos, órganos privilegiados para impulsar y organizar la participación política -es decir, para superar la tendencia de la ciudadanía burguesa a la idiocia, al abandono de los asuntos públicos-, se han convertido en entidades profundamente idiotas, en grupos de interés o, en palabras de Ferrajoli, en “grupos de poder privados cuya organización, también a causa de la falta de garantías de su carácter democrático, está en gran medida sustraída al derecho” (2011: 59). “Se han convertido –continúa diciendo el prestigioso jurista italiano- en instituciones parapúblicas que, de hecho, gestionan de manera informal la distribución y el ejercicio de las funciones públicas. Así pues, no son organizaciones de la sociedad, sino sustancialmente órganos del Estado articulados según la vieja férrea ley de las oligarquías” (Ibid.: 60). Siendo así, no sorprende que, desde hace años, muy visiblemente desde 2008, habitemos un tiempo de desafección y deslegitimación de la política. Pero las contradicciones éticas de la política práctica no se resuelven huyendo de la misma y buscando refugio en la vida privada, en un ejercicio de desresponsablización que puede caracterizarse, en efecto, como idiotismo moral.

Un lustro antes de que la crisis de 2008 y la gestión austeritaria y austericida que de la misma hicieron las principales instituciones políticas europeas, Marco Revelli reclamaba en un libro la urgencia de una mirada reflexiva –definida como “mirarnos a nosotros mismos con los ojos de los demás”- que consideraba como “radicalmente pospolítica”, ya que cuestionaba y desbordaba la forma en que la política ha venido siendo entendida y practicada hasta ahora: una política ferozmente autorreferencial, celosamente encerrada dentro de sus propios límites (2008: 100). Límites discursivos, que dan lugar a un pensamiento dogmático y sectario, incapaz de reconocer los errores y carencias propios y las verdades ajenas; límites identitarios, que alimentan un nativismo excluyente y bárbaro; límites territoriales, que excluyen a tantas personas migrantes y refugiadas del “derecho a tener derechos”, principio fundamental para la constitución de una comunidad política (Arendt, 2004: 375).

El libro de Kepa Bilbao es una invitación a repensar la política en tiempos de incertidumbre y riesgo sin escudarnos en la comodidad del maquiavelismo práctico, la yuxtaposición de convicción y responsabilidad o el determinismo historicista, De pensar éticamente la política y políticamente la ética, y de hacerlo atentamente. Al modo, tal vez, en que lo hizo ese gran moralista comprometido con todas las tragedias de su época que fue Albert Camus, que el 4 de noviembre de 1944 escribió esto en el periódico Combat, órgano de la resistencia francesa contra el nazismo: “Se trata de estar al servicio de la dignidad del hombre con métodos que sigan siendo dignos en medio de una historia que no lo es. Calcúlese la dificultad y la paradoja de semejante empresa” (Camus, 2002: 39).

 

 

Referencias

 

Arendt, Hannah (2004). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus (4ª ed.).

Bekoff, Marc y Pierce, Jessica (2010). Justicia salvaje. La vida moral de los animales. Madrid: Turner.

Bilbeny, Norbet (1993). El idiota moral. La banalidad del mal en el siglo XX. Barcelona: Anagrama.

Camus, Albert (2002). Crónicas (1944-1953). Madrid: Alianza.

Churchland, Patricia S. (2012). El cerebro moral. Barcelona: Paidós.

Eagleton, Terry (2011). Por qué Marx tenía razón. Barcelona: Península.

Fernández Buey, Francisco (2003). Poliética. Madrid: Losada.

Ferrajoli, Luigi (2011). Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional. Madrid: Trotta.

Foot, Philippa (2002). Bondad natural. Una visión naturalista de la ética. Barcelona: Paidós.

Gazzaniga, Michael S. (2006). El cerebro ético. Barcelona: Paidós.

Guiu, Jordi y Munné, Antoni (2004). “Una conversación con Manuel Sacristán”, en F. Fernández Buey y S. López Arnal (eds), De la Primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán. Madrid: Los Libros de la Catarata.

Luxemburgo, Rosa (1978). Obras escogidas / Vol. II. Madrid: Ayuso.

Precht, Richard D. (2014). El arte de no ser egoísta. Madrid: Siruela.

Revelli, Marco (2008). La política perdida. Madrid: Trotta.

Sacristán, Manuel (1987). Pacifismo, ecología y política alternativa. Barcelona: Icaria.

Singer, Peter (1981). The Expanding Circle. Ethics, Evolution, and Moral Progress. Princeton and Oxford: Princeton University Press.

Weber, Max (1981). El político y el científico. Madrid: Alianza (7ª ed.).

Weil, Simone (1996). Echar raíces. Madrid: Trotta.

Weston, Anthony (2009). El pensamiento atento. Compendio práctico de ética. Cànoves i Samalús: Proteus.

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