[I] El filósofo estadounidense Anthony Weston es autor de una interesante aproximación pragmática -tal vez mejor, pragmatista, inspirada por el pensamiento de John Dewey- a la ética, definida menos como un ideal que como una práctica consistente, esencialmente, en el ejercicio permanente de lo que denomina el pensamiento atento; antes que de actuar “bien”, el comportamiento ético va de “pensar cuidadosamente incluso acerca de sentimientos que pueden llegar a ser muy intensos”, de “vivir atentamente: preocuparnos acerca de cómo actuamos y cómo sentimos” (Weston, 2009: 13). Prestar atención a nuestros sentimientos, a nuestras prácticas, a nuestros deseos, sí, pero incorporando a la reflexión a las otras y los otros con las que convivo.
Una de las
expresiones más conocidas y familiares, más cotidianas y encarnadas, de la idea
de moral o de ética es la de “hacer lo que debemos”, enunciación que nos
incorpora sin ambigüedades a un espacio social que va más allá de cada una de
nosotras. Actuar moralmente es hacer lo que debemos a alguna otra persona o
institución pues la deuda es, por definición, relacional. Yo no me debo nada a
mí misma; yo “me permito el lujo” o “me doy un homenaje”, es decir, hago lo que
deseo o me apetece mucho, pero no me debo nada. La moral es excéntrica, nos obliga a pensar atentamente
desde cada una de nosotras, pero mirando más allá de nosotras, incluyendo en
nuestra contabilidad moral a cada vez más otras y otros potencialmente
afectadas por nuestras actuaciones. Es la luminosa idea del círculo en expansión de Peter Singer (1981).
Siguiendo el
planteamiento aplicado de Weston, si la ética es la atención a nuestra relación
con los demás, si, citando a Aristóteles -como hace Kepa Bilbao en las primeras
páginas de este libro-, “el fin de la política es el mejor bien, y la política
pone el mayor cuidado en hacer a los ciudadanos […] buenos y capaces de
acciones nobles”, no hay política que no sea también una ética. Otra cosa es
cuál sea la referencia, fundamento o doctrina ética a la que nos encomendamos: el
utilitarismo de Bentham, el universalismo kantiano, el contractualismo de
mínimos de Rawls, el libertarismo, la opción por una determinada concepción de
virtud y vida buena, el ya citado pragmatismo de Dewey... Aunque sea posible y
hasta necesario diferenciar analítica o metodológicamente entre política y
ética, su separación sustantiva, hasta el extremo de considerarlas como ámbitos
regidas por lógicas opuestas, tiene consecuencias nefastas para las sociedades.
De ahí el acierto de Francisco Fernández Buey al acuñar el concepto de poliética, ya que, como él mismo señala,
“los principales problemas que llamamos políticos remiten a principios éticos insolventables
y, viceversa, […] no hay asunto relativo a los comportamientos privados que no
acabe en consideraciones políticas o jurídico-políticas” (2003: 33).
[II] Situado en
este espacio tensionado de encuentros y desencuentros, Kepa Bilbao da comienzo
a este libro recordándonos que en el mundo occidental llevamos no menos de
veinticinco siglos debatiendo sobre las posibilidades e imposibilidades de
conciliar, y cómo, la vida pública y los principios morales. Y selecciona para construir
su propia reflexión a tres autores que, al menos en su versión más
popularizada, bien podrían presentarse como tres maneras canónicas de
desvincular ética y política: Maquiavelo, Weber y Marx.
Maquiavelo ha
pasado a la historia (con minúsculas) como el paradigma de la política amoral, autonomizada
de cualquier tutela religiosa o filosófica, instrumental, orientada a la
consecución y el mantenimiento del poder, todo ello fundado sobre una
antropología negativa, pesimista, y una separación radical entre gobernante y
gobernados. Por su parte, Max Weber es el autor de una de las distinciones más conocidas
a la hora de justificar una acción orientada éticamente: esta puede responder a
una ética de la responsabilidad que, en palabras del propio Weber, “ordena
tener en cuenta las consecuencias
previsibles de la propia acción”, o a una ética de la convicción, propia de
quien “sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura
convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del
orden social” (Weber, 1981: 164-165). Una ética de los medios o una ética de
los fines, que no tienen por qué enfrentarse, es verdad, pero que en la
práctica política acaban por configurar dos universos poliéticos antagónicos.
Desde esta
perspectiva, especial interés tiene el capítulo dedicado a Marx por la enorme
influencia que su obra ha tenido y tiene sobre el pensamiento emancipatorio. En
palabras de Terry Eagleton (2011: 154), “Marx, en sintonía con su legado
judaico, era un pensador vigorosamente moral”. Podemos encontrar la huella de
esta perspectiva moral en su discipulado menos cientifista: en Walter Benjamin,
Erich Fromm, Ernst Bloch, Agnes Heller, Leszek Kolakowski, Roger Garaudy,
Alfonso Carlos Comín, Eugene Kamenka, Terry Eagleton o Michael Löwy. Uno de
estos discípulos preeminentes, un clásico al que siempre hay que volver, Manuel
Sacristán, se preguntaba en 1983 “qué Marx se leerá en el siglo XXI”, afirmando
que este no será tanto una “teoría científica positiva en sentido estricto,
sino que ha de parecerse bastante al conocimiento común, o incluso al
artístico, e integrarse en un discurso ético, más precisamente político”
(Sacristán, 1987: 125). Y en la primavera de 1979, en conversación con Jordi
Guiu y Antoni Munné para la revista El
Viejo Topo, Sacristán abundaba –provocadoramente, al utilizar la analogía
religiosa- en esta dimensión ética del marxismo:
Pero el Marx
científico, positivista, y el marxismo amoral, determinista, son los que parecen
haber triunfado. Así lo muestra la conversación -con la que Kepa Bilbao cierra
este libro- entre el filósofo Gerald A. Cohen y su tío Norman, destacado
militante marxista checoslovaco, sobre la relación entre los principios morales
y la práctica política comunista, y la airada respuesta de este: “No me hables
de moralidad. No me interesa la moral. La moralidad es puro cuento ideológico;
no tiene nada que ver con la lucha entre el capitalismo y el socialismo”.
Pero la lectura
que hace Kepa Bilbao de estos tres autores clásicos, la conversación que
entabla con ellos, nos descubre mucha más complejidad que la que podíamos
esperar y, lejos de descargarnos de ella, nos invita a mantener la tensión
constante entre ética y política, entre los principios y la práctica, sin
abandonarnos nunca ni a la impecabilidad de los fines ni a la implacabilidad de
los medios. Por cierto, y sirva esto como acicate para seguir trabajando esta
cuestión con otras referencias, ¿cómo abordaríamos la tensión entre ética y
política si, en lugar de a esos grandes señores del pensamiento, tuviéramos
como referencia a pensadoras (y activistas) como Simone Weil o Hannah Arendt,
Rosa Luxemburgo o Flora Tristán? Pensadoras y activistas, insisto: mujeres que
practicaron la política sin perder en ningún momento su perspectiva ética. Una
Simone Weil advirtiéndonos de que “quien niega determinadas obligaciones para
simplificar los problemas ha concertado en su corazón una alianza con el
crimen” (1996: 28); una Rosa Luxemburgo condenando el sectarismo incluso en un
contexto abiertamente revolucionario: “La libertad que se concede únicamente a
los partidarios del gobierno y a los miembros del partido, por numerosos que
sean estos, no es libertad. La libertad es solamente libertad para los que
piensan de otro modo” (1978: 142).
[III] El filósofo
Richard D. Precht sostiene, y yo estoy muy de acuerdo, que el origen de todos
nuestros problemas morales se encuentra, no en una supuesta desmoralización
colectiva al modo de una mutación antropológica que nos ha convertido en seres
solipsistas y egocéntricos, sino en “la contradicción entre el programa y la ejecución de la moral” (2014: 19). Existe una fuerte pulsión que
nos permite distinguir cuándo estamos actuando correctamente y cuando no, una
suerte de “cerebro ético o moral” (Gazzaniga, 2006; Churchland, 2012)
firmemente asentado que no solo tiene que ver con nuestra condición humana,
sino que entronca con nuestra misma condición animal; como señalan en un libro
extraordinario Bekoff y Pierce, “la moralidad es una cualidad evolucionada y ‘ellos’
(los otros animales) la poseen, como la poseemos nosotros” (2010: 15). Esto es
lo que nos permite hablar, como hace la filósofa californiana Philippa Foot, de
la existencia de una bondad natural
fuertemente arraigada en cada ser humano:
[E]n la medida en que
somos animales sociales, dependemos los unos de los otros del mismo modo que
los lobos que cazan en grupo, con una cooperación que depende de factores
especiales como la existencia de acuerdos convencionales. Al igual que los
animales, hacemos cosas que beneficiarán a otros más que a nosotros mismos: no
es una buena idea evaluar la bondad de las acciones humanas únicamente por
referencia al bien que cada persona se procura a sí misma. Uno se pregunta si
aquello que nos inclina hacia una concepción egoísta de la racionalidad
práctica no será un último vestigio de la doctrina del egoísmo psicológico –la
creencia de que toda acción humana se
dirige a procurar el bien del propio agente-, hoy completamente desacreditada.
No sé qué otra cosa podría hacernos pensar que la evaluación del comportamiento
sujeto a razones debe tener una estructura conceptual completamente distinta de
la evaluación del comportamiento de un animal. Y seguramente nadie negará que
algo va mal en un lobo insolidario que se alimenta con los demás pero no
participa en la cacería, o un miembro de la especie de las abejas de la miel
que descubre una fuente de néctar pero no muestra su localización a las demás
con su comportamiento. Estos individuos insolidarios que, sin embargo, pertenecen
a una especie cuyos miembros trabajan en equipo son tan deficientes como aquellos que tienen un defecto en el oído, en la
vista o en la capacidad motriz (Foot, 2002: 39).
Más deficientes
aún, ya que un defecto en el movimiento, la vista o el oído pueden superarse,
precisamente, gracias a la cooperación.
Volviendo a
Precht, tanto nuestra capacidad de empatizar y tomar en consideración a las
demás personas como nuestro sentimiento de ser tratadas injustamente tienen
raíces biológicas. “Ser moral –escribe- es una necesidad humana completamente
normal, aunque solo sea porque la mayoría de las veces sienta bastante bien
hacer algo bueno. Una vida inmoral, por el contrario, de la que somos
conscientes como tal nosotros mismos, es difícil que nos haga felices a largo
plazo” (Ibid.: 19). Pero la ejecución de este programa
biológico-neuronal-social que nos empuja a la cooperación se está viendo
crecientemente cortocircuitada por un entorno institucional que alimenta y
justifica la desresponsabilización.
Como señala
Norbert Bilbeny (1993: 23), en la antigua Grecia se denominaba “idiota” (idiótes) a toda aquella persona que no
mostraba interés por los asuntos públicos, dedicándose en exclusiva a sus
intereses más privados. Recibimos y leemos este libro de Kepa Bilbao en un
contexto de profunda crisis institucional de la política democrática. Los
partidos políticos, órganos privilegiados para impulsar y organizar la
participación política -es decir, para superar la tendencia de la ciudadanía
burguesa a la idiocia, al abandono de los asuntos públicos-, se han convertido
en entidades profundamente idiotas, en grupos de interés o, en palabras de
Ferrajoli, en “grupos de poder privados cuya organización, también a causa de
la falta de garantías de su carácter democrático, está en gran medida sustraída
al derecho” (2011: 59). “Se han convertido –continúa diciendo el prestigioso
jurista italiano- en instituciones parapúblicas que, de hecho, gestionan de
manera informal la distribución y el ejercicio de las funciones públicas. Así
pues, no son organizaciones de la sociedad, sino sustancialmente órganos del
Estado articulados según la vieja férrea ley de las oligarquías” (Ibid.: 60).
Siendo así, no sorprende que, desde hace años, muy visiblemente desde 2008,
habitemos un tiempo de desafección y deslegitimación de la política. Pero las
contradicciones éticas de la política práctica no se resuelven huyendo de la
misma y buscando refugio en la vida privada, en un ejercicio de
desresponsablización que puede caracterizarse, en efecto, como idiotismo moral.
Un lustro antes de
que la crisis de 2008 y la gestión austeritaria y austericida que de la misma
hicieron las principales instituciones políticas europeas, Marco Revelli
reclamaba en un libro la urgencia de una mirada reflexiva –definida como
“mirarnos a nosotros mismos con los ojos de los demás”- que consideraba como
“radicalmente pospolítica”, ya que cuestionaba y desbordaba la forma en que la
política ha venido siendo entendida y practicada hasta ahora: una política
ferozmente autorreferencial, celosamente encerrada dentro de sus propios
límites (2008: 100). Límites discursivos, que dan lugar a un pensamiento
dogmático y sectario, incapaz de reconocer los errores y carencias propios y
las verdades ajenas; límites identitarios, que alimentan un nativismo
excluyente y bárbaro; límites territoriales, que excluyen a tantas personas
migrantes y refugiadas del “derecho a tener derechos”, principio fundamental
para la constitución de una comunidad política (Arendt, 2004: 375).
El libro de Kepa
Bilbao es una invitación a repensar la política en tiempos de incertidumbre y riesgo
sin escudarnos en la comodidad del maquiavelismo práctico, la yuxtaposición de
convicción y responsabilidad o el determinismo historicista, De pensar éticamente
la política y políticamente la ética, y de hacerlo atentamente. Al modo, tal
vez, en que lo hizo ese gran
moralista comprometido con todas las tragedias de su época que fue Albert
Camus, que el 4 de noviembre de 1944 escribió esto en el periódico Combat, órgano de la resistencia
francesa contra el nazismo: “Se trata de estar al servicio de la dignidad del
hombre con métodos que sigan siendo dignos en medio de una historia que no lo
es. Calcúlese la dificultad y la paradoja de semejante empresa” (Camus, 2002:
39).
Referencias
Arendt, Hannah (2004).
Los orígenes del totalitarismo.
Madrid: Taurus (4ª ed.).
Bekoff, Marc y
Pierce, Jessica (2010). Justicia salvaje.
La vida moral de los animales. Madrid: Turner.
Bilbeny, Norbet
(1993). El idiota moral. La banalidad del
mal en el siglo XX. Barcelona: Anagrama.
Camus, Albert
(2002). Crónicas (1944-1953). Madrid:
Alianza.
Churchland,
Patricia S. (2012). El cerebro moral.
Barcelona: Paidós.
Eagleton, Terry
(2011). Por qué Marx tenía razón.
Barcelona: Península.
Fernández Buey,
Francisco (2003). Poliética. Madrid: Losada.
Ferrajoli, Luigi
(2011). Poderes salvajes. La crisis de la
democracia constitucional. Madrid: Trotta.
Foot, Philippa
(2002). Bondad natural. Una visión
naturalista de la ética. Barcelona: Paidós.
Gazzaniga, Michael
S. (2006). El cerebro ético. Barcelona:
Paidós.
Guiu, Jordi y
Munné, Antoni (2004). “Una conversación con Manuel Sacristán”, en F. Fernández
Buey y S. López Arnal (eds), De la
Primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas con Manuel Sacristán.
Madrid: Los Libros de la Catarata.
Luxemburgo, Rosa
(1978). Obras escogidas / Vol. II.
Madrid: Ayuso.
Precht, Richard D.
(2014). El arte de no ser egoísta.
Madrid: Siruela.
Revelli, Marco
(2008). La política perdida. Madrid:
Trotta.
Sacristán, Manuel
(1987). Pacifismo, ecología y política alternativa.
Barcelona: Icaria.
Singer, Peter
(1981). The Expanding Circle. Ethics,
Evolution, and Moral Progress. Princeton and Oxford: Princeton University
Press.
Weber, Max (1981).
El político y el científico. Madrid:
Alianza (7ª ed.).
Weil, Simone (1996).
Echar raíces. Madrid: Trotta.
Weston, Anthony
(2009). El pensamiento atento. Compendio
práctico de ética. Cànoves i Samalús: Proteus.
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