domingo, 17 de marzo de 2019

Una comida en invierno

Hubert Mingarelli
Una comida en invierno
Traducción de Laura Salas Rodríguez
Siruela, 2019

"No nos había dicho cuántos iban a llegar. Sabía que a nosotros no nos daba igual ocho que ochenta, sabía que el número era importante. Porque si llegaban muchos, era de temer que empezásemos a declararnos enfermos esa misma noche".

El narrador de esta historia es un soldado alemán que, junto con su compañeros Bauer y Emmerich, forma parte de una compañía dedicada a poner en práctica la Solución Final en una zona remota de Polonia.
El narrador y sus compañeros prefieren "la caza a los fusilamientos", pues estos les resultan "deprimentes", de manera que consiguen que su comandante les conceda el permiso para adentrarse en un paisaje helado, mordidos por un frío inmisericorde:
"Nos detuvimos para fumar. A nuestro alrededor solo había campos inmensos. El viento hacía ondular la nieve, había lecantado ondas largas y regulares que el frío había petrificado hacía tiempo. Mirábamos a nuestro alrededor como si estuviésemos en medio de un mar completamente blanco".

Mientras avanzan, Emmerich comparte con sus compañeros sus preocupaciones respecto de su hijo. Preocupaciones banales, como que pueda empezar a fumar. Un Emmerich cuyo destino, como se nos anuncia ya desde las primeras páginas,va a ser trágico.


Mientras leía la novela he recordado la impresionante investigación del historiador Christopher R. Browning titulada Aquellos hombres grises (Traducción de Montse Batista, Edhasa 2002), en la que se analiza el caso del Batallón de Reserva Policial 101 y su participación en las matanzas de personas judías en Polonia:

"Como se les consideraba demasiado mayores para ser útiles en el Ejército alemán, en lugar de eso habían sido destinados a la Policía del Orden. Muchos eran reclutas novatos sin experiencia previa en el territorio ocupado por Alemania. [...] 
El batallón tenía órdenes de matar judíos, pero no así cada uno de los individuos. Aun así, del 80 al 90 por ciento de los policías siguieron matando a pesar de que casi todos, al menos en un principio, estaban horrorizados y asqueados por lo que estaban haciendo. Sencillamente, romper filar y dar un paso al frente o adoptar abiertamente una conducta inconformista era algo que superaba a la mayoría de los hombres. Les era más fácil limitarse a disparar. [...]
Aquellos que no disparaban se arriesgaban al aislamiento, al rechazo y al ostracismo, una perspectiva muy desagradable en el ámbito de una unidad hermanada y destinada en el extranjero, en medio de una población hostil, por lo que el individuo no tenía prácticamente ningún otro sitio donde encontrar apoyo y contacto social".

Los tres soldados protagonistas de esta historia podrían pertenecer al Batallón 101. Asqueados por participar en fusilamientos masivos de población civil inerme, carecen sin embargo de la fuerza moral para negarse. Tres "hombres grises" embarcados en una guerra genocida que los supera y anula, de cuyas consecuencias más inmediatas intentan escaquearse. Pero hasta esta acción mínima les causa remordimientos:
"El alba quedaba muy atrás. Nos decidimos a hacer aquello para lo que nos había dejado marchar nuestro comandante. Aunque solo fuese por agradecimiento. Sentíamos que estábamos en deuda por habernos escapado del fusilamiento. Así que había llegado la hora de devolver lo que se nos había ofrecido. Pero en el fondo no nos lo creíamos. No pensábamos que fuésemos a encontrar a ninguno. Lo único que nos empujaba a intentarlo era el agradecimiento que sentíamos hacia nuestro comandante".

Pero encuentran a uno. Y acabarán compartiendo con él y con un cazador polaco una magra cena, en una cabaña desvencijada, asediados por un frío helador, conformando un escenario de angustia y desasosiego. Y discutirán qué hacer. Y valorarán las consecuencias de actuar de una o de otra manera.Y acabarán haciendo lo único que les permitirá, al día siguiente, volver a librarse de participar en los fusilamientos.

No hay comentarios: