domingo, 17 de marzo de 2024

Canibalismo: dos aproximaciones

Agustina Bazterrica
Cadáver exquisito
Alfaguara, 2023 (10ª reimpresión)

"Todos naturalizaron el canibalismo, piensa. Canibalismo, otra palabra que podría traerle enormes problemas".

"Quisiera decirle atrocidad, inclemencia, exceso, sadismo. Quisiera que esas palabras desgarraran la sonrisa del señor Urami, perforaran el silencio regulado, comprimieran el aire hasta asfixiarlos. Pero se queda mudo y sonríe".
 
"Piensa: mercancía, otra palabra que oscurece el mundo".
 

La contraportada de este libro ya nos anuncia a las claras cuál es el escenario en el que discurre su trama:

"La súbita aparición de un virus letal que ataca a los animales modifica de manera irreversible el mundo: desde las fieras hasta las mascotas deben ser sistemáticamente sacrificadas, y su carne ya no puede ser consumida. Los gobiernos enfrentan la situación con una decisión drástica: legalizando la cría, reproducción, matanza y procesamiento de carne humana. El canibalismo es ley y la sociedad ha quedado dividida en dos grupos: los que comen y los que son comidos".

En este escenario, descrito por la autora con un realismo atroz (no es nada sencillo dejarnos guiar por ella a lo largo del "proceso de faenado", empezando por el patio de descarga, pasando por la zona de los boxes, la del sacrificio, la sala de tripería y la de troceado, antes de almacenar las piezas en la cámara de oréo), el protagonista de la novela, Marcos Trejo, encargado de una de las principales empresas frigoríficas del país, verá cómo su mundo implosiona cuando uno de sus proveedores le regala una hembra PGP, "Primera Generación Pura", totalmente natural, sin ninguna manipulación genética, "carne de alta gama para paladares exigentes". "Vos tenela un par de días y después nos comemos un asado", le dice. Pero Trejo, que ya lleva mucho tiempo callando un profundo malestar, no hará nada de eso:

"Media res. Aturdidor. Línea de sacrificio. Baño de aspersión. Esas palabras aparecen en su cabeza y lo golpean. Lo destrozan. Pero no son sólo palabras. Son la sangre, el olor denso, la automatización, el no pensar. Irrumpen en la noche, cuando está desprevenido. Se despierta con una capa de sudor que le cubre el cuerpo porque sabe que le espera otro día de faenar humanos.
Nadie los llama así, piensa, mientras prende un cigarrillo. Él no los llama así cuando tiene que explicarle a un empleado nuevo cómo es el ciclo de la carne. Podrían arrestarlo por hacerlo, podrían incluso mandarlo al Matadero Municipal y procesarlo. Asesinarlo sería la palabra exacta, aunque no la permitida. Mientras se saca la remera empapada trata de despejar la idea persistente de que son eso, humanos, criados para ser animales comestibles. Va a la heladera y se sirve agua helada. La toma despacio. Su cerebro le advierte que hay palabras que encubren el mundo.
Hay palabras que son convenientes, higiénicas. Legales"
.
 
Una historia sobre palabras que enmascaran la realidad y silencios que la sostienen. Una realidad distópica, o no tanto: como escribió Martín Caparrós hace unos años, "Comer carne es un alarde bestial de poder. La carne es la metáfora más perfecta de la desigualdad".

Un libro con un final inesperado. Un gran libro.

*-*-*-*-*

Nancy Fraser
Capitalismo caníbal: Qué hacer con este sistema que devora la democracia y el planeta, y hasta pone en peligro su propia existencia
Traducción de Elena Odriozola
Siglo Veintiuno, 2023

"[L]a producción capitalista no genera su propio sustento, sino que se mantiene a expensas de la reproducción social, la naturaleza, el poder político y la expropiación; sin embargo, su orientación hacia, la acumulación infinita amenaza con desestabilizar sus condiciones mismas de posibilidad. En el caso de sus condiciones ecológicas, lo que está en riesgo son los procesos naturales que sostienen la vida y proveen los insumos materiales para el aprovisionamiento de la sociedad. En el caso de las condiciones de posibilidad vinculadas con la reproducción social, se ven amenazados los procesos socioculturales que suministran las relaciones solidarias, las disposiciones afectivas y los horizontes de valor que sustentan la cooperación social, a la vez que proveen los seres humanos adecuadamente socializados y capacitados que constituyen la "fuerza laboral". En el caso de las condiciones políticas, lo que se compromete son los poderes públicos, tanto nacionales como transnacionales, que garantizan los derechos de propiedad, hacen cumplir los contratos, arbitran en disputas, sofocan las rebeliones anticapitalistas y preservan la oferta monetaria. En el caso de la dependencia del capital respecto de la riqueza expropiada, lo que se pone en peligro es el universalismo autoproclamado del sistema -y por ende, su legitimidad- y la capacidad de sus clases dominantes de gobernar de manera hegemónica mediante una combinación que incluye tanto el consenso como el uso de la fuerza. En cada uno de estos casos, el Sistema aloja una tendencia intrínseca a la desestabilización. Al no reabastecer ni reparar sus moradas ocultas, el capital devora con persistencia las bases que lo sostienen. Como la serpiente que come su propia cola, canibaliza sus propias condiciones de posibilidad".


En este poderoso libro Nancy Fraser nos introduce en la "morada oculta" tras la critica marxista del capitalismo. Una morada en la que, por debajo de la producción, el intercambio desigual en el mercado y la explotación de las personas trabajadoras, operan invisibilizadas prácticas de desposeimiento de las actividades de cuidado y reproducción social, de expolio de la naturaleza, de debilitamiento de la dimensión política y de extractivismo colonial. Como resume Nancy Fraser, la economía capitalista "se vuelve posible merced a cuatro condiciones cruciales de fondo vinculadas, respectivamente, con la reproducción social, la ecología de la tierra, el poder político y las continuas inyecciones de riqueza expropiada a los pueblos racializados". La acumulación originaria o primitiva, con su brutal despliegue de violencia, expropiación y depredación, nunca ha sido sólo el pasado del capitalismo, como ya recordó David Harvey en su reflexión sobre la que denomina "acumulación por desposesión".

Estas cuatro expropiaciones ejecutadas en la trastienda del sistema capitalista (o eso es lo que se pretende) ya han sido diagnosticadas y denunciadas por diversas autoras y autores: por la sociología y la economía feministas, por el ecologismo anticapitalista, por la sociología y la ciencia política críticas o por la sociología decolonial. Lo que hace Nancy Fraser es integrarlas en una crítica al capitalismo considerado "como algo más vasto que una economía".

Un diagnóstico muy potente que, desgraciadamente y como suele ser habitual, apenas si nos ofrece algunos apuntes útiles para impulsar prácticas sociales y políticas dirigidas a "matar de hambre a la bestia", como plantea la autora al final de su libro. Demasiado al final.




Ganeta, Pagasarri y Pastorekortagana

Paseo mañanero por las muy bilbaínas cumbres de Ganeta, Pagasarri y (un poco menos) Pastorekortagana. Un día plenamente primaveral, creo que he escuchado al cuco por primera vez este año. No tenía dinero en el bolsillo. ¡Mecachis!
 
Ganeta.


Sigues teniéndolo muy bien cuidado, Rafa.
 



Ganeta desde el Paga.
Pagasarri, un mirador en todas las direcciones: Biderdi y Ganekogorta...
Pastorekortagana...
Anboto...
Sierra Salvada...


Subida al Pastorekortagana.

Paga y Ganeta desde Pastorekortagana.







viernes, 15 de marzo de 2024

Ser y hacer comunidad acogedora

 


Comparto el texto a partir del cual planteé mi intervención en el TOPAKI 2024, encuentro de voluntarias y voluntarios de Cáritas Euskadi (Irún, 9 de marzo).

 

 

[1] Acoger es un verbo que indica relación. Acoger es cosa de al menos dos. Aunque quien acoge lo hace porque puede y quien es acogida o acogido lo es porque lo necesita, la acogida no admite jerarquías, es incompatible con el ejercicio de poder de una parte sobre la otra. Acoger no es simplemente recoger; acoger no es un acto de soberanía, de libertad absoluta por parte de quien acoge, que decide si lo hace o no, y cómo lo hace. Se recogen objetos, pero se acogen personas.

[2] La acogida no es un acto meramente instrumental (admitir, albergar, recibir o refugiar a alguien de cualquier manera) sino una acción fuertemente emocional, cargada de sentimientos. Acoger es acompañar y sentirse acompañada, es aceptar sin condiciones a la persona acogida, tal como es.

[3] Acoger no es escoger. No acogemos a quien nos interesa (por afinidad, simpatía o comodidad). No se elige acoger, la acogida se nos impone, aunque esta imposición sea, paradójicamente, libremente aceptada. Hay, debe haber, una disposición para la acogida previa al hecho mismo de acoger. Sin esta predisposición es muy improbable que la acogida se produzca. La predisposición a acoger es la de la persona samaritana que, cuando se encuentra inesperadamente con la persona caída en el camino, no duda, no tiene que plantearse nada, no tiene que calcular nada, no tiene que decidir nada porque ya tiene la decisión tomada: la persona y la comunidad acogedora ya tiene preparada una mirada, una palabra, un abrazo, un plato, una cama, un lugar al servicio de quien lo necesite.

[4] Escribe bell hooks en Todo sobre el amor: “Convendría empezar a considerar el amor como una acción más que como un sentimiento, puesto que de este modo asumiríamos automáticamente una parte de responsabilidad por ello”. Acoger es un acto de amor. Un acto que exige esfuerzo y compromiso por nuestra parte, un ejercicio de responsabilidad. Y la responsabilidad es una respuesta que no se explica ni se sostiene por nuestra libre y soberana voluntad, sino por el reconocimiento de una obligación para con el prójimo. En palabras de Simone Weil, “hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición, e incluso aunque el ser humano mismo no reconozca obligación alguna”. Esta obligación no se basa en una convención, es eterna e incondicionada. «Es preciso reconocer -escribe por su parte Franco Crespi- que la relación con el otro no depende de una elección personal; tenemos una deuda con él que hemos contraído aún antes de reconocer su existencia». En efecto, existe una trama de vinculaciones entre los seres humanos derivada de nuestra naturaleza social que nos compromete con unas obligaciones cuya ignorancia no exime de su cumplimiento. Una responsabilidad que puede llegar hasta el sacrificio del propio interés.

[5] Como dice Jean-Claude Carrière, todas venimos al mundo con la etiqueta de “frágil”. Somos humanas, humanos porque somos con otras y con otros. Todavía más: somos humanos gracias a otros, a cualquier otro. Somos humanas porque otras personas nos han ofrecido gratuitamente su amor, su cuidado, su atención. Lo que nos hace humanos no es la sangre o la cultura compartida: más allá del hecho físico del nacimiento, lo único que resulta absolutamente imprescindible para desarrollarnos como personas es que otras personas (no importa que no sean de nuestra sangre o de nuestra cultura) nos acojan con amor en unos momentos en los que somos absolutamente indefensos y dependientes. Somos “animales racionales y dependientes”. Las dos cosas. De la dependencia no se sale, con la dependencia se vive y, sobre todo, se convive, con el objetivo de mantener el mayor nivel de autonomía posible en cada situación o momento de la vida. De autonomía, no de independencia. Y porque somos constitutivamente dependientes, somos también necesariamente seres que recibimos y damos cuidados de manera permanente. No somos más ni mejores ciudadanas o ciudadanos cuanto menos practicamos el cuidado mutuo, al contrario: ciudadanía y cuidadanía son una misma cosa. Nos lo recuerda la politóloga Joan Tronto: “Una ética del cuidado es una aproximación a la vida personal, social, moral y política que parte de la realidad de que todos los seres humanos necesitamos y recibimos cuidado y damos cuidado a otras y otros. Las relaciones de cuidado son parte de lo que nos identifica como seres humanos”.

[6] En FRATELLI TUTTI el Papa Francisco afirma lo siguiente, vinculando esta encíclica con su anterior LAUDATO SI: “Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un «nosotros» que habita la casa común”. Por su parte, la politóloga Joan Tronto, junto con otra autora, Berenice Fisher, definían así el cuidado hace ya unos años: “Una actividad de especie que incluye todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro «mundo» de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestros seres y nuestro entorno, todo lo cual buscamos para entretejerlo en una red compleja que sustenta la vida”. ¿Cómo andamos de cuidado en nuestras comunidades? En todos los niveles: en el personal, en el relacional, en el interno de la comunidad, en su entorno más cercano, más allá de este entorno local. ¿Cuáles son los tiempos y los espacios de nuestra vida? Cuando decimos que no tenemos tiempo, ¿a qué opciones estamos renunciando y por cuáles estamos apostando? ¿Cuáles son los espacios sociales en los que transcurre nuestra vida cotidiana? ¿En los espacios públicos, locales, físicos, comunes, compartidos, o en espacios privados, exclusivos, deslocalizados, virtuales? ¿Y cómo son los tiempos y espacios en nuestras comunidades parroquiales?

[7] Acoger demanda de nosotras y nosotros una cierta despreocupación por lo propio; nos exige des-ocuparnos de tantas preocupaciones y ocupaciones que no dejan espacio, ni mental ni físico, para hacer sitio a otras personas y a sus necesidades. “Vivir de una forma sencilla hace que amar sea fácil. La decisión de vivir con sencillez aumenta nuestra capacidad de amar”, dice bell hooks. Pero esto no es en absoluto sencillo, en estos tiempos dominados por la incertidumbre y los miedos, donde nuestra propia vida la experimentamos cargada de inseguridades y necesidades, siendo muy atractiva la tentación de pensar que la comunidad acogedora debe serlo, en primer lugar, para nosotras mismas, que debe ser una comunidad que nos resguarde, que proteja lo nuestro y a los nuestros. Surge aquí una pregunta esencial: ¿para qué queremos construir comunidad? ¿para quién? ¿para nosotras, para nuestra propia seguridad o satisfacción? Tenemos que diferenciar entre dos ideales de comunidad muy distintos:

·         Por un lado estaría la comUNIDAD: pensada y construida desde una perspectiva unionista, homogeneizadora, que privilegia el sujeto identitario (“¡Nosotros”) frente a los valores y los fines de la construcción comunitaria (un poco al modo del trumpismo y populismos similares, que enarbolan la bandera de volver a hacer grande, o fuerte, o unida, o segura la comunidad nacional sin preocuparse de por qué o para qué). Se trata de comunidades defensivas, temerosas, cerradas, excluyentes.

·         Por otro lado estaría la COMUNidad: imaginada y construida desde una perspectiva abierta a la complejidad y a la diversidad internas, también a las realidades exteriores a la propia comunidad. No se cierra, aspira a ser lo más incluyente posible, hospitalaria, acogedora, solidaria, servicial.

¿A qué tipo de comunidad aspiramos?

Por cierto: estamos a pocos metros de la frontera con Francia. Una frontera interior que no debería existir en la Unión Europea. Pero existe. Y mata. No como el Mediterráneo, como ese terrible Mare Mortum, pero sí por las mismas razones: las fronteras están ahí para nuestra protección. Por eso las fronteras políticas son, sobre todo, fronteras éticas, en las que se juega radicalmente la construcción de la comunidad, del Nosotras/Nosotros con el que nos identificamos y hacia el que nos sentimos responsables… o no. Os ruego un momento de reflexión, silencio y oración por las víctimas de esta y de todas las fronteras. Por nuestros hermanos Tessfit Temzide, Yaya Karamoko, Abdoulaye Koulibaly, Sohaïbo Billa, Ibrahim Diallo, Mohamed Kemal, Fayçal Kamadouche, Abderraman Bas…

[8] La predisposición a acoger es una invitación permanente para que quien nos necesite sepa con seguridad que va a contar con nosotras sin reservas, sin condiciones. Quienes preguntan “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, inmigrante o desnudo, enfermo o encarcelado y no te socorrimos?” (Mt 25, 44) lo hacen porque esperan que la persona necesitada se acomode a sus propias expectativas. ¡Si fuese un inmigrante, un pobre o un preso como imaginamos a Jesús claro que lo socorreríamos, faltaría más! Pero es que estas personas no parecen ser como Jesús, no nos gustan, nos incomodan… Deberíamos hacer el ejercicio de imaginar cuáles son las nuevas categorías de “hermanas y hermanos menores” de Jesús a quienes invisibilizamos en la actualidad, cuyas necesidades y sufrimientos desatendemos y por las que nos preguntarán el día del juicio.

[9] Y ahora, preguntémonos: ¿acogemos o escogemos? ¿acogemos sólo lo que nos va bien, lo que “nos encaja”, o nos desencajamos y nos encogemos para hacer espacio a cualquiera que lo precise? Porque excluir de nuestras comunidades a aquellas y aquellos que no encajan (porque tienen modos de vida alejados o incluso aparentemente opuestos a los nuestros) es, literalmente, excluir a Cristo.

[10] Acoger exige de nosotras, personas y comunidades cristianas, un ejercicio de encogimiento. Una comunidad acogedora es aquella que no recoge, que no escoge y que se encoge para hacer sitio a quienes acoge. Acoger es encoger(nos), apretarnos, asumir con alegría la incomodidad derivada de hacer sitio a las otras, a los otros, especialmente a quienes más lejos están de nuestra forma de entender y vivir la existencia.

[11] Acoger es, también, un acto espiritual. “Mi vida se sustenta sobre la convicción de que Dios es amor, que el amor lo es todo, que es nuestro verdadero destino. Afirmo estas creencias por medio de la meditación y la oración diaria, de la contemplación y la ayuda a los demás, de la participación en el culto y la disposición afectuosa hacia los que están cerca de mí” (bell hooks). Una mística de ojos abiertos, como la que nos propone Johann Baptist Metz: “La fe cristiana es, a no dudarlo, una fe buscadora de justicia. Ciertamente, los cristianos deben ser místicos, pero no exclusivamente en el sentido de una experiencia individual espiritual, sino en el de una experiencia de solidaridad espiritual. Han de ser «místicos de ojos abiertos». Son ojos bien abiertos los que nos hacen volver a sufrir por el dolor de los demás: los que nos instan a sublevarnos contra el sinsentido del dolor inocente e injusto; los que suscitan en nosotros hambre y sed de justicia, de una justicia para todos”.

[12] En Las gratitudes, un libro absolutamente recomendable, la escritora Delphine de Vigan cuenta la historia de Michka, una anciana francesa de origen judío que, de un día para otro, se ve ingresada en una residencia geriátrica cuando empieza a perder su autonomía. Siendo una niña, una familia la acogió, la ocultó entre 1942 y 1945, durante la ocupación nazi de Francia, y así pudo evitar su deportación a Alemania. Encontrar a aquella familia se ha convertido en el último objetivo de su existencia. La joven Marie es vecina y amiga de Michka. Esta cuidaba de ella cuando su madre se ausentaba y la dejaba sola en casa, a veces durante días. Fue Michka, que nunca quiso tener hijos ni formar una familia, quien actuó como una verdadera madre para Marie. Jérôme trabaja como logopeda en la residencia de Michka. Dos veces por semana se reúne con ella para intentar retrasar el avance de la afasia que hace que cada día le cueste más encontrar las palabras con las que comunicarse. Sus conversaciones con la anciana le llevarán a reflexionar sobre su relación con sus propios padres y acabará implicándose en la búsqueda de la pareja que protegió a Michka. Hay una rueda invisible que nos conecta en un ciclo de necesidades y favores, de ayudas y deudas. Esta breve novela es una conmovedora aproximación a la vejez, pero también una gozosa celebración de la humanidad, el compromiso y el amor. "¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién?".

[13] Yo hoy quiero daros las gracias a todas vosotras y a todos vosotros, personas voluntarias en Cáritas, “obreros de la caridad y sembradores de esperanza”, recogiendo la hermosa expresión utilizada por Francisco en su intervención con motivo del 50 aniversario de la fundación del Secretariado por la Justicia Social y la Ecología de la Compañía de Jesús, en noviembre de 2019. Pero sobre todo a vosotras, a las mujeres.

El domingo pasado, como hicieron también hace un año, nuestras hermanas del movimiento REVUELTA DE MUJERES EN LA IGLESIA se concentraron en diversas ciudades españolas. En su manifiesto decían, entre otras cosas, esto:

Queremos hacer visible nuestro trabajo incansable y gratuito. Las mujeres somos mayoría aplastante en el voluntariado, en las celebraciones religiosas, en catequesis, en pastoral, en la acción social con las personas más empobrecidas, en los movimientos eclesiales, en la enseñanza, en la vida religiosa… Somos las manos y el corazón de la Iglesia, pero se nos niega la palabra, tener voz y voto, la toma de decisiones y el liderazgo en los ámbitos oportunos, como se ha puesto de manifiesto, una vez más, en el Sínodo de la Amazonía. ¿Qué sería de la Iglesia y de las iglesias si dejáramos de hacer todos estos trabajos, porque estamos cansadas de la invisibilidad y de la injusticia?

Trabajamos en la Iglesia, porque es nuestra comunidad de referencia para vivir el Evangelio. Seguiremos trabajando en ella para que podamos recuperar la comunidad de iguales que trajo Jesús.

En el libro Espiritualidad y fortaleza femenina la teóloga María José Arana recuerda que el Libro del Éxodo contiene la historia de Sifra y Púa, dos comadronas egipcias encargadas por el faraón de asistir a los partos de las mujeres judías con la orden expresa de no dejar con vida a ningún varón. Y de cómo estas dos mujeres desobedecieron esa orden, arriesgando sus propias vidas, “porque temían a Dios” (Ex 1, 15-21). “Estas mujeres eran auténticas parteras, comadronas, que quiere decir, colaboradoras con la vida, ayudadoras en la venida del mundo”, escribe María José Arana; que continúa diciendo: “La complicidad solidaria de las mujeres es un acto valiente de piedad salvadora que, saltando por encima de las diferencias, de las leyes injustas, y arrostrando las dificultades, las amenazas y prohibiciones, posibilita la vida y abre la puerta de la historia de la gran liberación del pueblo judío, que reconocemos con el nombre de Éxodo. Estas mujeres posibilitaron el futuro, porque sin este acto, el pueblo judío hubiera sido totalmente suprimido”.

Un futuro que tuvo continuidad, de nuevo, gracias a otras dos mujeres egipcias, la hija del faraón y su doncella, que salvaron a Moisés a sabiendas de que era uno de esos niños hebreos que no debían vivir (Ex 2, 6). “Me parece muy importante subrayar –escribe María José Arana- cómo precisamente las mujeres no sólo violaron las leyes, sino que también […] saltaron por encima de las barreras sociales, raciales, religiosas…; desafiaron la realidad que se les imponía desde el poder y fueron capaces de tender puentes hacia los pueblos «enemigos»…, ayudando a que naciera una nueva vida donde los poderes y los varones habían programado simplemente la muerte”.

Como leemos en el relato de la resurrección que hace el evangelio de Lucas, “algunas mujeres nos han sobresaltado”. Fueron ellas las primeras que dieron testimonio de la resurrección, dando así inicio a lo que la muerte parecía haber finalizado. Siempre habéis sido creadoras y cuidadoras de la vida, barreras contra la muerte, generadoras de esperanza. Ayer y hoy. Fundamento de nuestras comunidades, tanto cristianas como sociales. Maestras de la acogida y el cuidado.

Gracias.


Articular convergencias antirracistas

Comparto el texto a partir del cual planteé mi intervención en el III Congreso ZAS! sobre "Políticas migratorias en Europa y convergencias antirracistas" (Bilbao, 13 de marzo).

  

[1] ¿Puede haber una convergencia no articulada? ¿Hay divergencias antirracistas? ¿Y antirracismos desarticulados? ¿Existen antirracismos articulados que no convergen? ¿Se están produciendo articulaciones no convergentes? Con todo el cariño del mundo, al inicio de mi reflexión pongo sobre la mesa mis dificultades para situarme en este terreno de juego y hago mía la reflexión de Teresa Maldonado al comienzo de su imprescindible libro Hablemos claro cuando escribe:

“El uso del lenguaje que las feministas estamos haciendo últimamente necesita contemplarse a sí mismo un momento. Tengo la descorazonadora sensación de que ser feminista hoy pasa por usar y hacer ostentación de una jerga críptica, no comprensible para la mayoría, diseñada, parecería, para ser entendida sólo por unas pocas iniciadas. Esto incluye hacer un uso desmesurado de perífrasis y circunloquios, de anglicismos y neologismos, y también la repetición desconcertante de frases hechas, estereotipos y giros lingüísticos. Cada una de estas prácticas, por separado, empobrece nuestro lenguaje y nos aleja de la claridad a la que deberíamos aspirar; juntas, muestran que nos está ocurriendo algo grave y peligroso”.

¿Le está ocurriendo hoy algo parecido al antirracismo? Creo que sí. Como al conjunto de los movimientos emancipatorios.

 

[2] Parto del trabajo de Agustín Unzurrunzaga Controversias en el seno del antirracismo (junio 2022). Recomendaría su lectura atenta y la organización de un seminario para su discusión pausada. Dice este autor que, si bien el antirracismo siempre ha estado sujeto a tensiones, contradicciones y controversias, en el caso europeo, a partir del año 2000, se viene desarrollando una importante confrontación entre visiones diferentes del antirracismo. Una confrontación que “tiene que ver con la aparición y el desarrollo de una corriente, la que podríamos denominar como corriente post-colonial, decolonial e indigenista, y con las ideas y prácticas que desarrolla”. Se trata de una corriente que, como el feminismo con el que confronta sororal y dialógicamente Teresa Maldonado, se alimenta fundamentalmente de lo que, de forma necesariamente apresurada, podemos llamar planteamientos posmodernos.

Una característica fundamental de estos planteamientos, especialmente relevante para nuestra reflexión, es “la ruptura que suponen con respecto a las posiciones, ideas y propuestas defendidas por las organizaciones antirracistas que tienen una orientación de fondo universalista”. Que se asimila absolutamente a ideología no sólo eurocéntrica, sino colonial. El universalismo (el de la filosofía kantiana, el de los derechos humanos) es la continuación del colonialismo por otros medios. Desde esta perspectiva, “el humanismo es un imperialismo […] eurocéntrico y patriarcal” (Marina Garcés, Nueva ilustración radical).

Surge así un “neoantirracismo” fuertemente identitarista que Unzurrunzaga caracteriza en estos términos:

Así pues, la tarea de su antirracismo, al que podríamos denominar como neoantirracismo, consistiría en deconstruir las representaciones sociales, las creencias, los estereotipos que conforman esa herencia colonial en las actuales sociedades europeas. Y, para quienes de entre ellos consideran que esa es la contradicción principal de las modernas sociedades europeas, habría que ponerse en la tesitura de acabar de una vez por todas, de poner patas arriba, es decir, de forma revolucionaria, con el orden socialracial intrínsecamente desigualitario y discriminatorio de las sociedades europeas modernas. En definitiva, algo así como pasar de la lucha de clases a la lucha de “razas”, que sería la gran contradicción que mueve el mundo. En ese marco, el combate contra el racismo se sustentaría en la exaltación de las pertenencias étnicas, religiosas o de género. La lucha de clases, las fracturas sociales serían, en el mejor de los casos, algo secundario.

 

[3] Habría que entrar en esta cuestión con bisturí, con pincel fino, pero el poco tiempo del que disponemos nos lo impide. Intentaré, en todo caso, evitar la brocha gorda.

No comparto la versión que ha popularizado Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad, cuyo subtítulo –“Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora”– banaliza, creo, su propósito. Lo cierto es que igualmente podríamos escribir un libro titulado “la trampa de la identidad de clase: cómo el marxismo despreció la diversidad y justificó el patriarcado y el colonialismo”; o cualquier otra permutación entre capitalismo, colonialismo y patriarcado. Pero sí pienso que puesto en la agenda una cuestión que ya había sido planteada, con mayor profundidad, en el ámbito estadounidense por Mark Lilla en su libro El regreso liberal: “Con el ascenso de la conciencia de la identidad, el compromiso con movimientos basados en determinados asuntos empezó a bajar y se afianzó la convicción de que los movimientos más importantes para uno mismo son, de forma poco sorprendente, los que tienen que ver con uno mismo”.

Lilla considera que el liberalismo (el progresismo) estadounidense sufre una crisis de imaginación y de ambición políticas. A su juicio, tras el agotamiento en la década de 1970 del ciclo político iniciado con el New Deal de Roosevelt, los liberales estadounidenses han sido incapaces de ofrecer al electorado una propuesta de vida compartida, cosa que sí ha logrado la derecha estadounidense a partir de la elección de Ronald Reagan, con su utopía de “un Estados Unidos más individualista en donde las familias, las pequeñas comunidades y las empresas florecerían una vez quedaran libres de los grilletes del Estado”. Una utopía antipolítica que ha alimentado el populismo radical del Tea Party y ha llevado a un personaje como Trump a la Casa Blanca, pero que ofrece a muchos estadounidenses una idea de comunidad, de nación, de país, a la que los liberales han renunciado. Porque –y este es el núcleo del diagnóstico de Lilla– la respuesta de los liberales ante el triunfo de Reagan fue subirse en la ola de los movimientos sociales de los años sesenta, asumir su eslogan de que “Lo personal es político” y centrar toda su estrategia en la política de la identidad. En lugar de responder a la antipolítica conservadora con una visión compartida, los liberales se extraviaron en la política de la identidad y la diferencia, separándose de los votantes tradicionales del Partido Demócrata. Según los términos de Piketty (en Capital e ideología), este partido, al igual que sus homólogos socialdemócratas y laboristas en Europa, fue dejando de ser el partido de las y los trabajadores para convertirse en el partido de las personas tituladas de la educación superior, posmaterialistas, muy preocupadas por la identidad personal, menos por lo colectivo y lo material.

Aunque este énfasis en la identidad no carece de elementos positivos, ya que ha impulsado la incorporación a la investigación académica de las experiencias de grupos sociales históricamente invisibilizados y despreciados, Lilla considera que ha alimentado un interés obsesivo por la introspección, la autonomía individual, la autodefinición, los derechos individuales y la crítica acerba de los procedimientos y las instituciones democráticas, incapaces de presentar nada parecido a un proyecto colectivo:

Los actuales jóvenes de izquierdas –a diferencia de los de derechas– tienen menos posibilidades de relacionar sus compromisos con un conjunto de ideas políticas. Resulta mucho más probable que digan que están comprometidos con la política como X, preocupados por otros X y que estos asuntos tienen que ver con la Xdad. Puede que sientan cierta simpatía hacia y reconozcan la necesidad estratégica de construir alianzas con Ys y Zs. Pero como la identidad de todo el mundo es fluida y tiene múltiples dimensiones, cada una de las cuales merece un reconocimiento, las alianzas nunca serán otra cosa que matrimonios de conveniencia.

Ahora bien, no caigamos en el ridículo de pensar que todas las Xdades son iguales. No: los varones blancos heterosexuales mayores de 60 años funcionarios de la administración pública no tenemos un “uno mismo” que defender de ninguna amenaza a nuestra identidad; ni las y los alpinistas; ni los y las góticas. No hace falta un día del hombre, ni un día contra el racismo anti-blanco.

La política de la identidad es reivindicación de identidades negadas o violentadas realmente estructurantes de las personas. Son expresión encarnada, hecha cuerpo, de desigualdades persistentes. En este tema, ni una frivolidad. Pero la cuestión de la agregación de Xdades legítimas para construir alianzas y acumular fuerzas de cambio sigue pendiente. Y es fundamental abordarla en serio, porque sin ella es imposible la articulación de ninguna convergencia, ni antirracista ni de ningún tipo. Salvo la del interés personal, el miedo y el sálvese quien pueda, que tan bien la va al capitalismo.

En Respondona, uno de esos maravillosos regalos que nos ha hecho la imprescindible bell hooks, esta autora y activista reflexiona así sobre el lema “lo personal es político”, fundamento de las políticas de la identidad:

Siempre que escucho las palabras ‘lo personal es político’, parte de mi identidad como oyente se cierra en banda. Sí, entiendo las palabras. Entiendo ese aspecto de la concienciación feminista temprana que instaba a todas las mujeres que escuchaban a entender como cuestiones políticas sus problemas, sobre todo los problemas que experimentaban como resultado del sexismo y de la opresión sexista. Que instaba a empezar por lo interno y a avanzar hacia lo externo. A empezar por el punto de partida de la identidad personal y, luego, a avanzar de la introspección a una conciencia de realidad colectiva. Esta es la promesa que contenían esas palabras. Sin embargo, era una promesa demasiado fácil de incumplir, de romper. […]

Ahora vemos el peligro. […] No hay conexión entre la identidad personal y la realidad material más amplia, no se dice qué es lo político. En esta frase, lo que más resuena es la palabra ‘personal’, no la palabra ‘político’. […] Ya no es necesario buscar el significado de lo político, es más fácil quedarse en lo personal, es más fácil convertir lo personal en sinónimo de lo político. Entonces, el yo ya no es lo que uno mueve para avanzar o para conectar. Se queda en su sitio, en un punto de partida que ya no es necesario abandonar. Si lo personal y lo político son una misma cosa, no hay politización, no hay modo de convertirse en un sujeto feminista radical (hooks, 2022: 177-178).

 

[4] “¿Cómo producir un imaginario de la solidaridad en sociedades que se saben plurales?”, se pregunta Dubet en ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario). Que se saben y se quieren plurales, añado yo. Porque no se puede pretender combatir la desigualdad desconociendo o negando las diferencias. Este ha sido el planteamiento de los movimientos socialistas y comunistas históricos, planteamiento que entronca con el paradigma universalista (kantiano) propio de la modernidad europea.

Pero, como sabemos gracias a las reflexiones de investigadoras como Seyla Benhabib, todas las teorías morales universalistas propias de la tradición occidental son sustitutivistas, “en el sentido de que el universalismo que defienden se define subrepticiamente identificando experiencias de un grupo específico de sujetos como el caso paradigmático de lo humano como tal” (El ser y el otro en la ética contemporánea: feminismo, comunitarismo y posmodernismo). Y este grupo de sujetos elevado a la condición de paradigma del sujeto moral han sido siempre hombres blancos, adultos, judeocristianos y propietarios (o “trabajadores”, en la tradición socialista). Por eso, Benhabib propone transitar del universalismo sustitutivista hacia un universalismo interactivo, que reconozca la pluralidad de modos de ser humano, asuma positivamente la diferencia y aspire a una universalidad concebida no un “consenso ideal de seres definidos ficticiamente”, sino como “el proceso concreto en la política y la moral de la lucha de seres concretos y materializados por lograr su autonomía”.

Este cambio de paradigma, que no renuncia al universalismo moral pero sí lo redefine y transforma (en el sentido de Nancy Fraser: deconstruyéndolo, llevándolo más allá de sí), conlleva un cambio análogo  en nuestro punto de vista al considerar y relacionarnos con las otras personas; supone pasar del otro generalizado (perspectiva que se abstrae de la individualidad y la identidad concretas de la otra persona, buscando lo supuestamente común y obviando lo específico de cada una) al otro concreto, perspectiva que nos exige tomar en consideración la individualidad de cada persona, su historia particular, su identidad específica, su concreta constitución afectivo-emocional.

Para construir este universalismo interactivo, respetuoso con todas las otras y los otros concretas, podemos encontrar inspiración en la idea de la “universalidad oblicua” propuesta por Merleau-Ponty:

Sería necesario aplicar al problema de la universalidad filosófica lo quellos viajeros nos cuentan de sus relaciones con las civilizaciones extranjeras. Las fotografías de China nos dan la sensación de un universo impenetrable, si no van más allá de lo pintoresco, es decir, precisamente de nuestro recorte, de nuestra idea de China. Que una fotografía intente, por el contrario, sencillamente captar a los chinos viviendo juntos, y, paradójicamente, empiezan a vivir para nosotros, y nosotros los comprendemos. Las mismas doctrinas, que parecen rebeldes al concepto, si pudiéramos captarlas en su contexto histórico y humano, encontraríamos en ellas una variante de las relaciones del hombre con el ser que echaría luz sobre nosotros mismos, y algo así como una universalidad oblicua. Las filosofías de la India y China han intentado, más que dominar la existencia, ser el eco o el resonador de nuestra relación con el ser. La filosofía occidental puede aprender de ellas a encontrar la relación con el ser, la opción inicial de que ha nacido, a medir las posibilidades que nosotros nos hemos cerrado al convertirnos en “occidentales” y, tal vez, a volver a abrirlas.

En esta misma línea va la propuesta de Marina Garcés de “dejar atrás tanto el universalismo expansivo como el particularismo defensivo, para aprender a elaborar universales recíprocos”, para lo que “más que ser negados, el humanismo y el legado cultural europeo necesitan ser puestos en su lugar: un lugar, entre otros, en el destino común de la humanidad”.

 

[5] Para lograrlo debemos empezar por comprender que todo producto humano es local, particular, al menos en su origen social. Y que toda cultura está construida tanto por recursos particulares como por incorporaciones externas. No hay cultura que no sea internamente multicultural.

En El cazador de historias Eduardo Galeano hizo famosa una reflexión bien conocida hoy por todas: “En un periódico del barrio de Raval, en Barcelona, una mano anónima escribió: Tu dios es judío, tu música es negra, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu gas es argelino, tu café es brasileño, tu democracia es griega, tus números son árabes, tus letras son latinas. Yo soy tu vecino. ¿Y tú me llamas extranjero?”.

¿Qué importa su origen? Lo que importa es su uso, lo que nos aporta en términos de humanización. Como dice Jorge Wagensberg, “civilización es cultura universalmente útil”.

Yo asumo plenamente la tesis de François Jullien de que las culturas no son una cuestión de valores sino de recursos. Los valores tienden a ser obligatorios y excluyentes mientras que los recursos culturales son opcionales y están disponibles para cualquiera.

Pido que se defiendan los recursos culturales y no la identidad cultural. Es importante eliminar la noción de "identidad" y sustituirla por "fecundidad". O sea, recursos. Los recursos se exploran y se explotan, se ponen a trabajar, se activan.

Y uno de esos recursos culturales de los que puede disponer toda la humanidad, en cualquier lugar y en cualquier cultura, es la idea de derechos humanos. No entiendo que propongamos tan alegremente renunciar a este recurso y no a otros tan eurocéntricos como este, como el fútbol profesional, el Estado nación o el turismo de masas. Porque renunciar a la idea de humanidad, de universalismo moral, es renunciar a la posibilidad misma de transitar entre identidades y opresiones, relacionándolas y sintiéndonos radicalmente concernidas por las que no son nuestras o no nos afectan directamente. Como plantea Lilla: “[C]uando [los liberales de la identidad] llaman a la acción política para asistir a su grupo X, se lo exigen a gente que han definido como no-X y cuyas experiencias no pueden, dicen, compararse con las suyas. Pero, si ese es el caso, ¿por qué responderían los otros? Por qué deberían los que no son X preocuparse por los X, a menos que crean compartir algo con ellos? ¿Por qué deberíamos esperar que sientan nada?”.

Este autor considera que la única posibilidad es recuperar la idea de ciudadanía como estatus político compartido (no entro ahora en algunos matices que no comparto). En su planteamiento, la ciudadanía es una especie de identidad de identidades, una identidadcontenedor, sin contenido específico (o mejor, con un contenido estrictamente objetivado: un conjunto de derechos y obligaciones) en el que cabrían todas las identidades subjetivas o seccionales. Sería también “un lenguaje político para hablar de una solidaridad que trasciende los vínculos identitarios”, permitiendo esa conexión entre X y no-X.

Aunque desde planteamientos ideológicos distintos y distantes, también Chantal Mouffe reivindica el potencial aglutinador de la ciudadanía como “«gramática de la conducta» gobernada por los principios ético-políticos de la politeia democrática liberal: libertad e igualdad para todos” (en Por un populismo de izquierda). Siguiendo la no siempre sencilla conceptualización del paradigma populista elaborado por la propia Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, la ciudadanía permitiría crear una “cadena de equivalencia”, es decir, una relación en la que las diferencias no “colapsan en la identidad” sino que “se mantienen activas” ya que “las demandas particulares adquieren significación mediante su inscripción en esta cadena”.

¿Puede la ciudadanía, concepto sesgado y cargado de universalismo abstracto y sustitutivista como pocos, actuar como espacio para la unión en la diversidad? Yo creo que sí. Una ciudadanía que, siguiendo a Nancy Fraser, armonice redistribución y reconocimiento.

Todas conocemos, seguro, aunque solo sea el título de uno de los más famosos libros feministas: Una habitación propia (o un cuarto propio), de Virginia Woolf. La habitación propia como fundamento de la autonomía. Pero tal vez no sepamos, o no recordemos, que esta autora habla también de otra cosa: “si cuenta con una habitación propia, […] si cuenta con quinientas libras al año [...], entonces creo que ha sucedido algo muy importante”; que no es otra cosa que esto:

[E]s notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo, Ninguna fuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo asegurados para siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.

La ciudadanía nos debe reportar una habitación propia y quinientas libras al año. Reconocimiento y redistribución. Diferencia e igualdad. Égaliberté, “igualibertad”, la llama Étienne Balibar.

 

[6]Una última reflexión sobre la idea de interseccionalidad, que se propone como solución mágica a todos los problemas de articulación de las diferencias. Creo que la interseccionalidad como concepto ha tenido tanto éxito porque se ha banalizado. Se interpreta como: todas debéis tener en cuenta mi propia opresión porque es la opresión esencial; la interseccionalidad se construye priorizando mi propia sección. Pero no es así. La escritora argelina Fatiha Agag-Boudjahlat advierte de que la interseccionalidad es un cruce en el que cuando coinciden, por ejemplo, las reivindicaciones de las mujeres y las de las culturas

“la prioridad siempre es dada a los intereses de los hombres de la comunidad a costa de los de las mujeres. Como en una intersección de la carretera, hay siempre un ceda el paso. Una prioridad a respetar. Y son siempre las mujeres quienes ceden el paso a los grupos étnicos y religiosos a los que se les asigna, en beneficio de los hombres que son los líderes” (en Combattre le voilement).

Por cierto, o solo el feminismo, también el antirracismo debe ceder el paso cuando intersecciona con “la cultura”. El próximo 21 de marzo es el Día Internacional por la Eliminación de la Discriminación Racial, pero en Bilbao lo vamos a conmemorar el día anterior, el 20. ¿Por qué? Porque el 21 la Korrika pasa por Bilbao. Ya está decidido, no sé si con mucha o poca discusión, aunque me temo que se haya asumido como un hecho consumado, como algo “natural”. ¿De verdad lo es? A mí no me lo parece.

Tomarse en serio la diferencia significa no apresurarnos a estar cómodas con ella. No recurrir a la arroba o a la X. Debemos sentir las diferencias, sus rugosidades, también sus porosidades, su presencia permanente en nuestras vidas. Buscar acomodos razonables, lo que exige necesariamente asumir incomodidades razonables. La interseccionalidad nos intersecciona a todas o no es interseccionalidad.

Audre Lorde era diversidad sentida, vivida, interseccionalidad encarnada, cuestionamiento de cualquier identidad que se pretenda unívoca. Fijémonos, si no, en los primeros versos de su poema “Entre nosotras”:

Hubo un tiempo en que al entrar en una habitación

mis ojos solían buscar las caras negras

para el contacto o el consuelo o un signo

de que no estaba sola

ahora

al entrar en una habitación llena de caras negras

que me destruirían por cualquier diferencia

¿adónde mirarán mis ojos?

Hubo un tiempo en que era fácil

saber quién era mi gente.

Esta interseccionalidad es así destacada en el hermoso prólogo de Michel Lobelle a la antología de los poemas de Lorde publicada en español:

En todas las categorías, por minoritarias que fueran, era una forastera: forzaba, con la abundancia irrefrenable de la diversidad que sentía ser, una minoría más en el grupo menos visible o más silenciado. En el movimiento feminista era negra, y se encontraba con que el racismo condicionaba la mirada y la actitud de las mujeres blancas; en el movimiento de liberación negra era mujer, así que tenía que sobrevivir al machismo de sus compañeros; además, era lesbiana, y esto despertaba reticencias y rechazos en ambos movimientos; y su pareja era blanca, lo que conllevaba un cuestionamiento racial de las compañeras que aceptaban su sexualidad; y era madre, y esto rompía con los patrones heteropatriarcales de la crianza.

Debemos partir del yo misma (!no tenemos otro lugar! Todas las miradas y experiencias son particulares) y construir un primer y limitado nosotras-iguales, para desde aquí conectar con otras nosotras-iguales distintas de mi nosotras-iguales con el objetivo de conformar un nosotras-todas-diferentes-iguales. Lo personal es político, sí; no podemos regresar a los tiempos de lo político es lo impersonal: porque es indeseable (inhumano) e imposible: lo “impersonal” es siempre lo personal de quienes privilegian su propia realidad. Pero lo político no se agota en lo personal-propio, también incorpora lo personal-otro.