Lo que nos debemos unos a otros. Un nuevo contrato social
Traducción de Albino Santos Mosquera
Paidós, 2022
"Hace poco que McDonald´s ofreció a sus 115.000 empleados en el Reino Unido la oportunidad de cambiar sus contratos de cero horas por contratos fijos con un número mínimo garantizado de horas trabajadas por semana. Muchos de esos trabajadores con contratos de cero horas no pueden pedir hipotecas no contratar líneas con las compañías de telefonía móvil porque no pueden demostrar unos ingresos regulares. Pues bien, pese a ello [...] un 80% de los trabajadores de la empresa prefirieron conservar sus contratos flexibles. Esto podría ser más indicativo de las características particulares de la plantilla de McDonald's que de las preferencias de los trabajadores en general, pero quizá el dato más relevante sea que, tras haber dado a sus empleados la oportunidad de elegir entre sus contratos flexibles y otros más estables, McDonald's detectó una mejora de los niveles de satisfacción tanto de sus trabajadores como de sus clientes".
Vuelvo a romper mi norma de reseñar solo libros que me han interesado o gustado y cuya lectura recomiendo. Lo hago por segunda vez en todos los años en los que vengo reseñando lecturas en este blog. En este caso, lo hago porque me consta que el libro de Minouche Shafik, directora de la prestigiosa London School of Economics and Political Science, ha sido y está siendo leído con gran aprecio por muchas personas influyentes en los ámbitos de la decisión política y de la intervención social, que han recibido el ensayo Lo que nos debemos unos a otros como una reflexión ambiciosa e informada sobre el contrato social en el siglo XXI: qué nos debemos mutuamente como ciudadanas y ciudadanos, qué responsabilidades corresponden al Estado, al mercado y a los individuos, y cómo adaptar nuestras instituciones a un mundo más longevo, más diverso y más incierto. El planteamiento es seductor, el tono es razonable, conciliador, posibilista (¡hay, cuánto daño hace el pensamiento chill out!). Y, sin embargo, desde las primeras páginas se hace evidente que el mayor problema del libro no es lo que propone, sino desde dónde lo hace.
Ya en el prefacio Shafik afirma, con una seguridad que sorprende por su falta de matices, que a lo largo de sus "veinticinco años trabajando en el campo del desarrollo internacional" (no especifica en que parte de ese campo) pudo comprobar los éxitos de la campaña para "hacer que la pobreza pasara a la historia", concluyendo que “a los humanos nunca nos había ido tan bien” en términos de reducción de la pobreza. La frase, que condensa décadas de optimismo desarrollista, abre una grieta inmediata: ¿a qué humanos se refiere exactamente? ¿Quiénes entran en ese balance triunfal y quiénes quedan fuera? La autora no parece inquietarse demasiado por estas preguntas, y quizá por eso le resulta desconcertante que, a continuación, constate que “en muchas partes del mundo, la ciudadanía está decepcionada”. Como si esa decepción fuera un fallo perceptivo, una anomalía psicológica o comunicativa, y no una reacción perfectamente coherente a décadas de precarización, desigualdad creciente y desposesión material.
Esta distancia entre el diagnóstico tecnocrático y la experiencia vivida recorre todo el libro. Ni su experiencia en el ámbito del desarrollo internacional ni su privilegiada posición como analista se traducen en una lectura crítica de los límites y los fracasos de ese paradigma desarrollista, sino más bien en su reiteración. El progreso aparece como un proceso casi natural, imperfecto pero fundamentalmente bien orientado, y los problemas actuales del mundo como desajustes que pueden corregirse con mejores incentivos, políticas más eficientes y un reparto algo más equilibrado de riesgos y recompensas.
Uno de los momentos más reveladores del libro es cuando, todavía en el prefacio, Shafik describe la pandemia de COVID-19 como una “revelación” tanto de los riesgos a los que están expuestas las personas pobres, quienes viven en condiciones precarias o carecen de acceso a la sanidad, como de las interdependencias que nos vinculan unos a otros. La afirmación, que puede no ser falsa en sí misma, sí es enormemente elocuente: para millones de personas en todo el mundo, la pandemia no reveló nada nuevo, sino que confirmó una vulnerabilidad estructural largamente conocida. Que esa evidencia funcione para la autora como una suerte de epifanía intelectual dice menos sobre la realidad social que sobre la posición desde la cual se la observa. La precariedad como descubrimiento tardío no es un punto de partida sólido para repensar lo que “nos debemos”.
Esa misma falta de perspectiva estructural aparece con claridad (y todavía estamos en el prefacio) cuando, en un simpático guiño autobiográfico, la autora narra el origen de su interés por la economía. Shafik recuerda sus visitas de infancia al pueblo de su familia materna en Egipto, donde veía a niñas de su misma edad que no podían ir a la escuela, trabajaban duramente en el campo y apenas tenían libertad para decidir sobre su matrimonio o su maternidad. La injusticia de esa diferencia de oportunidades le parecía, escribe, “totalmente aleatoria”: ella podría haber estado en su lugar, como cualquiera de ellas podría haber estado en el suyo. El relato pretende fundar una sensibilidad ética, pero acaba revelando una confusión fundamental: no había nada de aleatorio en esa desigualdad, ninguna de aquellas niñas podía ocupar el lugar de una niña como ella, nacida en una familia que contaba con con tierras y propiedades, capaz de enviar a su hijo (el padre de la autora) a doctorarse en Química en Estados Unidos y de reconstruir su vida tras una expropiación estatal gracias al capital educativo acumulado. La brecha que separaba a unas de otra no era fruto del azar, sino de estructuras muy concretas, con nombres demasiado incómodos para el tono y objetivos del libro: patriarcado, colonialismo, capitalismo, herencia de clase.
La plantilla extraterrestre de McDonald's
Y ahora, volvamos al párrafo con el que he iniciado esta reseña. Qué gente más extraña esta que trabaja en McDonald's en el Reino Unido, ¿no? ¿Cómo puede ser que elijan muy mayoritariamente mantener unos contratos ultraprecarios (cero horas), hasta el punto de que les impiden contratar una línea telefónica o solicitar una hipoteca? ¿Puede ser cosa de unas misteriosas "características particulares de la plantilla de McDonald's", como apunta? Si así fuera, bien merecería la pena indagar sobre esta sorprendente cuestión, para confirmarla o descartarla. Pero no, la autora considera que no hay tema y que lo más relevante es "que, tras haber dado a sus empleados la oportunidad de elegir entre sus contratos flexibles y otros más estables, McDonald's detectó una mejora de los niveles de satisfacción tanto de sus trabajadores como de sus clientes". Todo esto citando una única fuente, el informe The Taylor Review of Modern Working Practices, elaborado en 2017 por M. Taylor, G. Marsh, D. Nicol y P, Broadbent para el Departamento de Empresa, Energía y Estrategia Industrial del Reino Unido.
Como a mí sí me sorprende el caso descrito he consultado el informe y en su página 49 (no en la 72, como se indica en las notas; también aparece fechado en julio de 2017, no en 2018) se recoge, a modo de estudio de caso, el misterioso asunto de la plantilla de McDonald's.
El ejemplo de McDonald’s que cita Minouche Shafik ilustra con especial claridad los límites de su enfoque. La autora afirma que, cuando la empresa ofreció a sus 115.000 empleados en el Reino Unido la posibilidad de cambiar contratos de cero horas por contratos con un mínimo garantizado, un 80% prefirió conservar la flexibilidad. Lo que no explica es que ese porcentaje procede -según The Guardian: “McDonald’s UK staff to get choice of guaranteed hours contracts” (abril de 2017)- de un programa piloto limitado realizado en 2016 con apenas unos cientos de trabajadores y comunicado exclusivamente por la propia McDonald's, ni que no existen datos independientes que confirmen que esa “preferencia” se reprodujera en el conjunto de la plantilla cuando la medida se extendió en 2017. Tampoco menciona que sindicatos y organizaciones laborales han cuestionado reiteradamente el carácter libre de esa elección, señalando el peso del miedo a perder turnos, la dependencia del gerente y la precariedad estructural inherente a los contratos de cero horas. Presentado así, el dato funciona menos como evidencia empírica que como coartada ideológica: convierte una decisión tomada en condiciones de inseguridad y asimetría de poder en una simple preferencia individual, y refuerza la tendencia general del libro a interpretar la precariedad no como un problema estructural, sino como el resultado agregado de elecciones personales “flexibles”.
De hecho, a partir de una investigación de la BBC en enero de 2025 sobre denuncias de acoso por parte de trabajadoras y trabajadores contra McDonald`s -"McDonald's workers make fresh harassment claims"-, el Trades Union Congress (TUC), la principal confederación sindical del Reino Unido, que agrupa a la mayoría de los sindicatos del país, hizo pública una declaración -"McDonalds CEO has “serious questions to answer” over “predatory” use of zero-hours contracts" (El director ejecutivo de McDonald's tiene “serias preguntas que responder” sobre el uso “depredador” de los contratos de cero horas)- en la que se dice lo siguiente:
"Según una investigación de la BBC, el 89% de los trabajadores de McDonald's en el Reino Unido tienen contratos de cero horas. La BBC entrevistó a 50 trabajadores de todo el país que afirman que no se les dio la opción de cambiar a un contrato de horas mínimas garantizadas, a pesar de que McDonald's afirma que los trabajadores son libres de hacerlo. Una encuesta reciente de la TUC a trabajadores con contratos de cero horas reveló que más de 8 de cada 10 (84%) querían horarios de trabajo regulares".
Ese es el rigor con el que se abordan temas tan sensibles. Podría multiplicar los ejemplos, pero bastará con una referencia más a otra desafortunada aproximación de la autora a la realidad del empleo. "¿Qué ocurrirá con el trabajo en el futuro?", se pregunta. Y tras empezar su reflexión -¡cómo no!- con una falaz crítica al ludismo como simple rechazo de la tecnología por miedo a perder el empleo (cuando la lucha era por no perder el control sobre la totalidad de su vida) presenta una tabla en la que recoge ejemplos de "funciones que probablemente se mantendrán igual, de otras que podrían dejar de ser necesarias y de algunas más que crearán oportunidades de empleo en el futuro" como consecuencia de la creciente autiomatización. Esta es la tabla.
El cuidado -de criaturas, personas mayores, enfermas o dependientes- no aparece ni como función estable, ni como nueva función, ni como función prescindible. Simplemente no existe en el marco analítico de Shafik. Esto sugiere que el cuidado no es concebido como “trabajo” en sentido pleno, sino como un trasfondo naturalizado que sostiene la vida social sin necesidad de ser nombrado. Justamente este es el núcleo de la crítica formulada por Joan Tronto cuando habla de "irresponsabilidad privilegiada" para referirse a la posibilidad que tienen ciertos grupos de no pensar en el cuidado porque otras -generalmente mujeres, personas migrantes o clases subalternas- se encargan de ello en silencio.
La automatización se analiza aquí desde una mirada tecnocrática que prioriza aquello que puede ser medido en términos de eficiencia, productividad o sustitución por máquinas. El cuidado directo, al ser relacional, situado y moralmente cargado, no encaja en estas categorías. No se automatiza de manera significativa, pero tampoco se reconoce como una función “estable” digna de mención. Esta doble exclusión revela una grave ceguera epistemológica: aquello que no se puede traducir al lenguaje de la tecnología y la gestión queda fuera del futuro imaginado. Paradójicamente, lo esperable es que los trabajos de cuidado no solo no desaparezcan, sino que crezcan: el envejecimiento de la población, la crisis de los sistemas públicos de bienestar y la reorganización de las familias aumentan la demanda de cuidado humano. Sin embargo, este crecimiento convive con la precarización, la baja remuneración y el escaso reconocimiento social. La tabla de Shafik refleja esta contradicción al invisibilizar el cuidado justo cuando más central se vuelve para la sostenibilidad de la vida.
En última instancia, esta omisión no es solo un fallo descriptivo, sino una forma de reproducir una jerarquía moral del empleo y de la totalidad de la vida: lo tecnológico aparece como futuro, lo organizativo, como estratégico, lo relacional, como irrelevante. Pensar la automatización sin incorporar los empleos de cuidado implica imaginar un futuro que descansa, una vez más, en un trabajo imprescindible que gente cono Shafik no quiere ver.
Ficción meritocrática y ausencia total de perspectiva estructural
El problema de este libro no es, por tanto, una falta de "buenas intenciones", ni siquiera una carencia de propuestas concretas, sino la persistente tendencia a traducir desigualdades históricas y relaciones de poder en términos de oportunidades mal distribuidas, riesgos insuficientemente compartidos o contratos sociales desactualizados. Al hacerlo, el ensayo evita interrogar las condiciones materiales que producen sistemáticamente ganadores y perdedores, y desplaza el debate hacia un terreno moralizante y técnico en el que el conflicto queda directamente neutralizado.
Para Shafik es "una gran ironía que muchos de estos trabajadores esenciales están entre los peor pagados de la fuerza laboral y entre los que más probabilidades tienen de estar atrapados en contratos precarios con empleo muy poco seguros". ¿Ironía? Para la autora "nuestro contrato social ha cedido bajo el peso de los cambios tecnológicos y demográficos". No hay lucha de clases, no hay decisiones políticas y económicas, no hay intereses en pugna ni antagonismos.
Tampoco hay perspectiva feminista ninguna, como cuando considera que "un mercado de trabajo verdaderamente neutral en cuanto al género" es aquel que permitiría "que las mujeres con aptitudes desarrollasen su pleno potencial". ¡Mujeres con aptitudes! Del mismo modo que en su análisis no existe el sistema capitalista, tampoco existe ni actúa el sistema patriarcal.
Cierro ya. El título del libro promete una reflexión sobre lo que nos debemos unos a otros, pero el “nosotros” que articula esa deuda es estrecho y cuidadosamente delimitado. Habla de obligaciones, pero no de responsabilidades históricas; de cooperación, pero no de dominación; de equidad, pero no de explotación. Es un libro escrito desde la altura: desde un mundo que se piensa a sí mismo como razonable, corregible y, en última instancia, justo. Un mundo habitado por una élite global ilustrada, cosmopolita y (tal vez) bienintencionada, convencida de que los desajustes del sistema son fallos reparables y no la condición misma de su funcionamiento. Para quienes nunca han tenido el privilegio de descubrir la precariedad como una revelación tardía -porque ha sido siempre el suelo bajo sus pies y el cielo sobre sus cabezas-, la pregunta por lo que “nos debemos” suena distinta. No como una promesa de reforma real, sino como el eco persistente de una deuda antigua, estructural, siempre impagada.
























































































