martes, 16 de septiembre de 2025

CUANDO LA JUSTICIA SE CONVIERTE EN UN CASTIGO EXTRA: LA “MANADA DE CASTELLDEFELS” Y EL PRECIO DE DENUNCIAR

Cinco hombres han sido condenados por violar en grupo a tres mujeres en Castelldefels durante la pandemia. Se hacían llamar, con toda la desfachatez, la “Manada” en su chat de WhatsApp, haciendo de la violencia sexual un espectáculo colectivo. La Fiscalía pedía más de cincuenta años de cárcel para cada uno. La sentencia final: entre tres años y once meses y ocho años y cinco meses de prisión. La diferencia no está en lo que hicieron -eso lo han admitido-, sino en que las víctimas han “aceptado” un pacto para no pasar por el calvario de un juicio.
 
Y no es difícil entender por qué. Sentarse frente a los agresores, responder preguntas que buscan grietas en cada detalle de su testimonio, soportar la insinuación de que quizás exageraron, de que tal vez consintieron, de que su testimonio carece de peso. Las víctimas sabían lo que significa enfrentarse a un juicio: interrogatorios que buscan contradicciones, miradas que dudan de su declaración, la eterna sospecha de que “quizá no fue para tanto”. En nuestro sistema judicial, denunciar una agresión sexual implica arriesgarse a vivirla de nuevo, esta vez bajo las luces de la sala de vistas y con la lupa del cuestionamiento constante. Eso no es justicia: es un eco de la agresión original. En esas circunstancias, pactar no es una concesión sino una forma de defensa. No se trata de perdonar a los agresores, sino de protegerse del propio sistema judicial, que tantas veces se convierte en una máquina de revictimización.
 
El problema no es que las mujeres acepten estas condiciones, sino que el sistema las empuje a hacerlo. La justicia debería protegerlas, pero parece diseñada para desampararlas: los interrogatorios sin perspectiva de género convierten la sala en un campo minado; la presión mediática y social añade miedo a la vergüenza; la lentitud del proceso las obliga a convivir durante años con el caso abierto. Así, lo que debería ser un espacio de reparación se transforma en un escenario de castigo adicional. Y quienes se benefician de ello son, paradójicamente, los agresores.
 
La sala de vistas no debería ser un campo de batalla, pero lo es. Quien denuncia una agresión sexual se expone a un escrutinio feroz: su vida, su ropa, sus gestos, sus recuerdos se convierten en pruebas contra ella misma. La víctima se transforma en sospechosa. En ese escenario, el juicio deja de ser un espacio seguro y se convierte en una segunda condena. Y mientras tanto, quienes deberían rendir cuentas encuentran la posibilidad de una rebaja sustancial en su pena. La paradoja es brutal: cuanto mayor es el miedo de las víctimas, más rentable resulta para los agresores.
 
La propia Fiscalía ha señalado que en el acuerdo de conformidad, “ha pesado mucho la necesidad de proteger a las víctimas, así como su voluntad de no ser revictimizadas sometiéndolas a la presión de este juicio”, atendiendo especialmente al riesgo de una eventual suspensión del juicio “tras haber constatado que una de las víctimas está sufriendo una crisis postraumática que hacía inviable su presencia” en el mismo, y a las consecuencias que la prolongación del proceso penal habría provocado en la salud emocional de las jóvenes. Pero, en lugar de cuestionar y revisar por qué un juicio en una sociedad democrática puede tener estos efectos, se opta por beneficiar a los violadores.
 
¿Qué mensaje deja esta sentencia? Que violar puede salir muy barato. Que si un grupo de hombres decide organizarse para agredir a mujeres vulnerables, el riesgo real al que se exponen no se parece en nada a la condena solicitada inicialmente por la Fiscalía. Que las disculpas formales (y forzadas) y un “esfuerzo económico” para pagar 30.000 euros pesan más que el daño irreversible de las agresiones.
 
Este mensaje trasciende a las tres mujeres que sufrieron directamente estas violaciones. Llega al conjunto de la sociedad y, sobre todo, a todas las demás mujeres. ¿Qué pensarán aquellas que lean esta sentencia y se planteen denunciar una agresión? ¿Qué confianza pueden tener en un sistema que exige tanto dolor para conseguir tan poco castigo? El riesgo no es solo simbólico. Si los castigos se perciben como leves, ¿qué frena a quienes ya han demostrado estar dispuestos a organizarse para agredir? La reducción de las penas envía otra señal peligrosa: la de que los costes son asumibles, incluso llevaderos, frente a los beneficios que tantos varones buscan en el hecho de dominar, violentar y humillar. De hecho, el contenido de los móviles de estos violadores revela que sus víctimas han podido ser más.
 
La sentencia de Castelldefels no debería leerse como un triunfo de la justicia, sino como un recordatorio de sus fallos. Envía un mensaje devastador: que la violencia sexual en grupo, planificada y repetida, puede “resolverse” con disculpas formales, una indemnización y unos pocos años de cárcel. Un mensaje que no se queda en esa sala ni en esas tres mujeres. Se expande como una amenaza velada hacia todas: si denuncias, te costará caro; si ellos agreden, quizá les salga barato. Cada sentencia habla más allá del caso concreto. Las mujeres que leen esta noticia entienden, con una claridad dolorosa, lo que significa denunciar. No solo luchar contra el recuerdo de lo ocurrido, sino también contra un sistema que exige pruebas imposibles y tolera dudas que siempre caen del mismo lado.
 
Y no, no se trata de pedir más cárcel como único remedio. Se trata de exigir que el proceso judicial no sea otra forma de violencia. Que los interrogatorios no humillen a las mujeres víctimas. Que las declaraciones eviten repetir el relato una y otra vez. Que las y los operadores jurídicos se formen en perspectiva feminista. Que las indemnizaciones sean auténtica reparación, no moneda de cambio, y los acuerdos no diluyan la gravedad de los delitos probados. Apoyo integral a las víctimas: asistencia psicológica y legal gratuita y sostenida, para que no se enfrenten solas al proceso.
 
La “Manada de Castelldefels” quedará en los registros judiciales como un caso más de conformidad penal, pero en la memoria social debería ocupar otro lugar: el de un espejo perverso que nos muestra las fallas de un sistema patriarcal más dispuesto a escuchar a los verdugos que a proteger a las víctimas. ¿Cómo puede ser que el miedo perfectamente justificado de tres mujeres a revivir su agresión en un tribunal acabe beneficiando a quienes las violaron?
 
Estas mujeres han elegido protegerse de un daño mayor, y eso es legítimo. Lo inaceptable es que el sistema judicial las obligue a escoger entre justicia y supervivencia emocional. Han tenido que elegir el camino menos cruel dentro de un laberinto sin salidas justas. Si denunciar significa volver a ser agredida -esta vez desde la mesa de la defensa o desde la indiferencia institucional-, entonces la justicia no está cumpliendo su papel. Está perpetuando el mismo desequilibrio de poder que hace posible la violencia machista. 

domingo, 14 de septiembre de 2025

Entre la luz y la tormenta

Esther Woolfson
Entre la luz y la tormenta: Cómo vivimos con otras especies
Traducción de Juan de Miquel
Carbrame, 2022 
 
“¿Por qué, de entre todas las formas posibles del pensamiento, prevalecieron aquellas que fomentaban las mayores licencias y crueldad contra las demás especies<’ ¿Por qué fueron los textos que engendran una noción de lo deseable que es una relación jerárquica y explotadora entre humanos y animales los que se volvieron dominantes? ¿Por qué se prestó tan poca atención en el pensamiento occidental a las voces más humanas, cuyos cuestionamientos resuenan a través de los mundos del pensamiento griego, del Pentateuco y de otros libros de la Biblia, como el Eclesiastés: «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como el otro, y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad», o los salmistas, en particular en el más grande de los cantos de alabanza a la vida de la Tierra, el Salmo 104: «Allí ponen los pájaros su nido, su casa en su copa la cigüeña; los altos montes, para los rebecos, para los damanes, el cobijo de las rocas», con sus superposiciones y susurros de historias anteriores y referencias a mitos de la creación sobre el comienzo de la vida?”.
 
 
Este ensayo es una travesía literaria y reflexiva sobre la forma en que los humanos convivimos con los otros seres que habitan el planeta. Desde las primeras páginas percibimos el pulso de una escritura íntima y a la vez erudita, que se mueve entre la memoria personal y el análisis cultural del conocimiento científico, entre la poesía y la denuncia.

El libro parte de una experiencia vital: la autora creció rodeada de aves heridas o abandonadas a las que cuidaba con paciencia y ternura. Esa infancia marcó una relación especial con lo animal, que más tarde se traduciría en una certeza: las criaturas no humanas sienten, sufren y se alegran con una intensidad que no es distinta de la nuestra. Desde ahí, extiende su mirada hacia un panorama más amplio, una especie de historia cultural y emocional de cómo hemos pensado y tratado a los animales a lo largo de los siglos.

El relato es diverso y polifónico. Se remonta a las pinturas rupestres que celebraban a los animales como presencias sagradas, pasa por la filosofía griega que oscilaba entre el respeto pitagórico y la jerarquía aristotélica, y alcanza los discursos religiosos que durante siglos legitimaron la explotación sistemática de la naturaleza. Esta arqueología de ideas se entreteje con referencias al arte, la literatura y la ciencia, hasta desembocar en el presente, donde el peso de la industria cárnica, la experimentación científica, la caza, la posesión de mascotas o el uso de prendas de piel nos confronta con un legado de violencia normalizada.

Esther Woolfson no rehúye lo doloroso y describe con crudeza prácticas de caza, crueldades en nombre de la moda o el espectáculo y el sufrimiento invisible de millones de animales destinados al consumo. Sin embargo, frente a esa sombra, ilumina también la belleza. En medio de la exposición ética aparecen descripciones deslumbrantes -un ave que cruza el cielo con el resplandor de un tafetán rojo, el vuelo circular de los milanos sobre un valle- que nos devuelven la experiencia del asombro. La narración se apoya también en escenas cotidianas y profundamente humanas. Está, por ejemplo, la convivencia con una graja llamada "Chicken" o el gesto de salvar con cuidado a una araña. Son instantes sencillos pero reveladores, donde se percibe que la ética no se predica: se vive.
 
Aunque no sea explícito, el libro está atravesada por un sutil, pero firme, hilo feminista. Por un lado, se advierte en su manera de releer la historia cultural; cuando pone en duda la narrativa establecida de que las pinturas rupestres eran obra exclusiva de hombres, no solo introduce la posibilidad de una participación femenina invisibilizada, sino que también denuncia la forma en que el relato histórico se ha construido desde una perspectiva patriarcal. Este gesto de sospecha crítica, aparentemente menor, abre un espacio de reflexión de mucho mayor alcance: si incluso en las representaciones más antiguas de nuestra relación con los animales se oculta la presencia de las mujeres, ¿cuánto de nuestra memoria cultural está mediada por silencios y omisiones?

Por otro lado, la autora establece conexiones incisivas entre prácticas de violencia hacia los animales y ciertos imaginarios de masculinidad. En sus reflexiones, la caza deportiva, la ostentación de pieles exóticas o la defensa acérrima del consumo de carne aparecen vinculados a ritos de poder, dominio y prestigio social tradicionalmente masculinos. De este modo, la autora no reduce el carnivorismo a una mera cuestión de hábitos alimentarios, sino que lo presenta como parte de un entramado simbólico en el que se juegan jerarquías de género, fuerza y control. Su voz feminista se percibe también en el tono general del libro: es una escritura que privilegia la empatía, el cuidado y la escucha frente a la dominación. Frente a una tradición intelectual que ha tendido a abstraer y jerarquizar, recurre a experiencias personales, memorias domésticas y vínculos emocionales con los animales, reivindicando la legitimidad de esas formas de conocimiento históricamente asociadas a lo femenino y, por tanto, menospreciadas. En conjunto, el feminismo de Esther Woolfson no se enuncia como un manifiesto explícito, sino como una corriente que atraviesa su mirada: cuestiona lo que se da por sentado, expone las relaciones entre poder, género y violencia, y propone un horizonte donde tanto mujeres como animales -históricamente subordinadas y subordinados- encuentren reconocimiento y respeto. 

En última instancia, este es un libro que nos coloca frente a un espejo. Nos recuerda que vivimos entre la luz -el conocimiento, la compasión, la posibilidad de ver a los otros seres como compañeros de mundo- y la tormenta -la arrogancia, la explotación, la devastación que hemos causado-. Una llamada a escuchar, observar, reconocer, y así, comenzar a habitar la Tierra de un modo distinto. 

“Me aparece en el móvil la foto de un gato abandonado, rescatado hace poco. La criatura, un apuesto gato naranja […], tiene los ojos rojos y húmedos. «¿Puede alguien dudar de qué los animales sienten cosas y tienen alma?», pregunta la persona que ha colgado la foto. Es difícil interpretar los sentimientos de otro, pero, cuando miro a este gato, no puedo sin saber que sufre, aunque si es el resultado de una dolencia del cuerpo o del alma no puedo ni empezar a contestarlo. En mi incertidumbre, todo lo que puedo hacer es […] correr […] tras las ideas y preguntas sobre la jerarquía, el género, el poder y la crueldad que persisten en las cosas a las que somos tan reacios a renunciar –nuestra comida, nuestra ropa, el placer que obtienen algunos de matar animales por deporte-, y preguntarme si no habremos perdido, por nuestra falta de reconocimiento de lo que pueden ser las almas de otros, una parte de lo que acaso sea la nuestra”

No nos fijemos en las y los jóvenes que dejan el empleo, sino en los empleos que dejan estas personas jóvenes

En los últimos años, numerosos titulares han puesto el foco en las generaciones más jóvenes, sobre todo en la llamada generación Z, destacando su tendencia a abandonar con rapidez los puestos de trabajo. Se suele presentar este fenómeno como una anomalía generacional, fruto de la impaciencia o de una supuesta fragilidad de carácter -esa etiqueta simplista de “generación de cristal”-. Sin embargo, si miramos los datos con un poco más de atención, lo que se revela no es una crisis de las y los jóvenes, sino de los empleos que se les ofrecen.

Según el informe Claves laborales de la Generación Z: Visión a futuro y dinamismo, cuatro de cada diez trabajadoras y trabajadores de entre 18 y 25 años abandonan su empleo en menos de un año. El motivo principal es tan antiguo como evidente: salarios demasiado bajos. Un 40% lo señala como la razón central, mientras que un 13% aduce falta de flexibilidad y un 11% valores empresariales no compartidos. Es decir, no se trata de un mero rechazo irracional al trabajo, sino de la constatación de que muchos de los puestos disponibles no permiten construir una vida plena, ni material ni emocionalmente. El contraste es significativo: mientras el salario medio en España ronda los 28.000 euros anuales, las y los menores de 25 apenas superan los 14.000.

Podemos, entonces, darle la vuelta a la pregunta: ¿qué nos dicen estos abandonos sobre la calidad de los empleos? La Organización Internacional del Trabajo habla desde hace tiempo de la necesidad de “trabajo decente”, definido como aquel que ofrece “oportunidades para que mujeres y hombres puedan conseguir un trabajo productivo, con un ingreso justo, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para sus familias”. Lo que ocurre es que eso que debería ser la norma se ha convertido en la excepción. Lo que falta no es compromiso de las nuevas generaciones, sino empleos dignos.

El problema, además, no es exclusivo de la juventud. En Estados Unidos, la llamada Great Resignation -o “gran dimisión”- puso de manifiesto que millones de personas trabajadoras de todas las edades abandonaban sus puestos en masa tras la pandemia. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de ese país, solo en 2021 renunciaron a sus empleos más de 47 millones de personas. Las razones no diferían mucho de las señaladas por las y los jóvenes: salarios insuficientes, ausencia de reconocimiento, cargas de trabajo inasumibles. En el contexto europeo, la aspiración muy extendida a jubilarse anticipadamente, incluso en sectores considerados vocacionales o estables como la universidad pública, es otro síntoma del mismo malestar estructural: demasiados empleos no se viven como espacios de realización, sino como desgaste continuo del que se busca escapar lo antes posible.

Distintas voces críticas han tratado de pensar este fenómeno en clave más profunda. David Graeber, en su ensayo de 2013 On the Phenomenon of Bullshit Jobs: A Work Rantdescribía la proliferación de “trabajos de mierda”: ocupaciones que ni quienes las desempeñan consideran útiles, pero que sostienen un engranaje productivo burocrático y alienante. Mucho antes, las sociólogas y economistas feministas (como María Ángeles Durán, Cristina Carrasco, Teresa Torns, Nancy Fraser o Silvia Federici), llevaban décadas advirtiendo de la obsesión productivista que invisibiliza el trabajo de cuidados, hace imposible la conciliación y coloca la vida al servicio del mercado, en lugar de lo contrario. Otras corrientes apuntan proponen desmercantilizar amplias esferas de nuestra existencia y reducir el peso del trabajo asalariado mediante políticas de renta básica universal o explorando horizontes de decrecimiento que permitan valorar más el tiempo libre, la cooperación comunitaria y el bienestar colectivo.

Ahora bien, no se trata solo de reclamar empleos más dignos en términos salariales o de conciliación, sino de cuestionar la naturaleza misma de los trabajos que organizan nuestras sociedades. ¿Qué sentido tiene sostener actividades laborales que, para justificarse, dependen del consumo masivo e insostenible de bienes de corta vida útil? ¿Qué futuro podemos esperar de sectores que prosperan a costa de la degradación ecológica, del agotamiento de recursos y de la aceleración de la crisis climática? Necesitamos empleos que respondan a necesidades humanas reales, que fortalezcan el tejido social y comunitario, y que lo hagan sin exigir para su mantenimiento el consumismo desaforado ni hipotecar el planeta.

Todo ello apunta, necesariamente, a un horizonte distinto: la reducción significativa del tiempo dedicado al empleo asalariado, acompañado de una redistribución de las horas de trabajo socialmente necesarias. Liberar tiempo para dedicarlo a actividades cívicas, voluntarias, de cuidado mutuo, o simplemente a prácticas autotélicas (es decir, realizadas por el valor intrínseco de hacerlas, como el arte, el aprendizaje o el deporte), no es una utopía inalcanzable, sino una condición de posibilidad para sociedades más justas y sostenibles. Solo un modelo económico que combine sostenibilidad ecológica con una reorganización radical del tiempo puede abrir paso a formas de vida menos alienadas y más plenas.

Desde esta perspectiva, la alta rotación laboral de la generación Z no debería interpretarse como un defecto moral, sino como un síntoma que nos alerta. Son las condiciones estructurales del mercado de trabajo las que fallan, no las personas que se niegan a adaptarse a ellas. El reto no está en “aguantar” empleos precarios y alienantes, sino en transformar el marco en el que se producen: salarios justos, flexibilidad real, cultura corporativa basada en el cuidado, el respeto y el desarrollo humano. Dicho de otro modo, el debate no es generacional, es estructural y político.

En lugar de culpabilizar a quienes se marchan, como hacen las patronales con su cantinela sobre el "absentismo", deberíamos agradecer que visibilicen con su decisión lo que tantas veces se naturaliza: que millones de empleos actuales no ofrecen un horizonte vital deseable. Y que lo que necesitamos, más que nunca, es reimaginar el empleo, no como obligación sacrificada al engranaje económico, sino como parte de un proyecto social que permita a las personas vivir con dignidad, seguridad y sentido.