lunes, 1 de septiembre de 2025

La mala costumbre

Alana S. Portero
La mala costumbre
Seix Barral, 2023 
 
"Para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero, que no tenía ni idea de quién demonios iba a terminar siendo, contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda. Un instante de esperanza tan breve del que casi no se puede decir que haya existido".
 
 
Esta novela respira como una memoria encarnada, es una narración que se mueve entre la intimidad de la confesión y la mirada sabia sobre un tiempo y un espacio concretos: los barrios obreros de las periferias madrileñas en los años ochenta y noventa. La biografía de la protagonista -esa niña que crece con la certeza de ser distinta en un mundo que no tiene palabras para reconocerla- constituye el hilo conductor, pero más allá de la experiencia individual, lo que emerge es un fresco sentimental y político de toda una época, con su crudeza, sus violencias y sus destellos de ternura.

Con un poderoso inicio -"Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos"- que recuerda el primer verso del Aullido de Ginsberg, Alana S. Portero nos recuerda (a quienes la conocimos) o nos enseña (a quienes no) las texturas de aquella vida periférica: el asfalto áspero, las casas frías y precarias, la epidemia mortal de la heroína, la hostilidad de una sociedad que golpeaba con saña a quien no encajaba. Pero también las rendijas por las que entraba la luz: la música, la complicidad de una amiga, la protección de una madre, las pequeñas iluminaciones que hacían posible resistir.

En este territorio de supervivencia, la familia ocupa un lugar central. La madre de la protagonista aparece como una "leona en perpetua alerta por sus crías", acercándose a la protagonista con la pata tendida, cubriéndola de lametones en forma de suspiros de preocupación y caricias que parecían sujetarle la cara para impedir que se rompiera. El padre, silencioso, expectante, encarna la torpeza afectiva de un "rey elefante [...] que no tenía la más remota idea de cómo hablar conmigo, que no me había entendido nunca pero que estaba dispuesto a sacarse la comida de la boca para alimentarme". Y el hermano mayor, Darío, "uno de los hombres buenos", siempre cercano y atento, practicante de "una forma de hombría amable y protectora, heredera de las actitudes paquidérmicas de nuestro padre". Esta red familiar, hecha de gestos de amor torpe y visceral, ofrece un contrapunto decisivo frente a la violencia exterior, una coraza frágil pero necesaria. El capítulo "Barbazul vive en el bajo izquierda", relato preciso y sobrecogedor de la violencia machista sufrida por su vecina de enfrente, Luisa, a manos de su marido -"Aurelio era metódico y machacón en su desempeño como maltratador. No era de los que estallan y terminan pronto. Había una disciplina envenenada y meticulosa en su brutalidad"- justifica por si solo la lectura del libro. Qué forma tan certera de describir los mecanismos de esa violencia:

"Era insoportable, y si alguna vez la violencia extrema tuvo una rutina cómoda fue en aquella casa. Sucedía como suceden las cosas mundanas, sin que parezca que son perfectamente evitables" [...].
A Aurelio le hacían el vacío, eso sí, nadie le prestaba conversación ni le incluían en las cañas de los domingos. Pero los hombres del bloque escurrían el bulto argumentando que a ellos no les gustaba que husmeasen en sus casas y que los problemas de un matrimonio se arreglaban entre sus miembros. Lo de llamar problema a un abuso monstruoso era un ejercicio de cinismo considerable, jamás hubieran utilizado un lenguaje semejante para los conflictos laborales. Era extraño. Todos sabían que era un miserable. Decían que era un criminal. Les repugnaba pero parecían haber formado en torno a cualquier hombre un piquete que no se podía cruzar".

Pero el corazón de la trama los constituye un retrato coral de mujeres que habitan y dan forma a ese mundo. La madre y las tías de la protagonista, las vecinas de Laura, que se acercaban en cuanto podían con algo de comer o un café caliente, como forma de mostrar su cercanía. Y, sobre todo, Margarita, Eugenia, la Peluca, Raquel “la Cartier”… figuras machacadas por la vida, gastadas por la pobreza y la exclusión, pero al mismo tiempo constructoras de un territorio vital donde aún caben la risa, la complicidad y el afecto. La autora las ilumina con una ternura radical, rescatando en ellas no solo la fatiga de los cuerpos, sino también la dignidad con la que se enfrentan a la intemperie.

La mala costumbre es tanto la narración íntima de un durísimo tránsito personal ("Todas las niñas trans crecemos solas") como la crónica de un tiempo colectivo. No es solo la memoria de una infancia marcada por la diferencia, sino el retrato de una clase social, de unos barrios y de unas mujeres que sostuvieron la vida en condiciones muy adversas. Alana S. Portero logra que la crudeza y la belleza, la herida y la ternura, convivan en un mismo gesto, en un mismo párrafo, como si la literatura fuese capaz de ofrecer un resarcimiento simbólico allí donde la realidad había negado cualquier reconocimiento. Esta novela late como una elegía y como una celebración: la de una vida que insiste en ser mirada y nombrada y la de una comunidad que, aun castigada por la historia, supo inventar sus propias formas de cuidado.