jueves, 4 de septiembre de 2025

Una paradoja que, en realidad, solo es ceguera ante el privilegio

Kiko Llaneras plantea en “La paradoja de la abundancia” (El País, 30/08/2025) que el gran reto de nuestro tiempo ya no es la escasez, sino el exceso. Su tesis es clara: en el pasado los problemas venían de la falta de recursos -comida, información, comunicación, transporte-, mientras que hoy, en las sociedades ricas, lo difícil es gestionar la abundancia. La obesidad sustituye al hambre, la sobreinformación al silencio, la masificación turística al privilegio de viajar, la necesidad de desconexión al viejo anhelo de poder hablar por teléfono con alguien querido. A partir de ahí, el autor desgrana las razones que hacen difícil administrar ese exceso: externalidades colectivas como la contaminación o los atascos; un cerebro mal adaptado porque evolucionó en contextos de escasez; la explotación de nuestras debilidades por parte del sistema económico; la tensión entre deseos inmediatos y proyectos a largo plazo; y un entorno social estresante que sabotea la toma de decisiones. Aun así, concluye Llaneras, los problemas de abundancia, siendo reales, son preferibles a la escasez, y suponen un privilegio. Además, sostiene, la sociedad va aprendiendo poco a poco a gestionarlos, como prueban el descenso del tabaquismo, el aumento del ejercicio físico o las nuevas funciones de los móviles para ayudarnos a concentrarnos. Su mensaje final es optimista: la abundancia no es una maldición, sino el nuevo desafío histórico.

El argumento puede parecer sugerente, pero adolece de un sesgo fundamental: está escrito desde un Norte Global acomodado, como si los problemas de exceso fueran universales. El autor no se detiene a reflexionar sobre su lugar de enunciación ni sobre el carácter situado de todo conocimiento. Al ignorar esta dimensión, su diagnóstico pierde validez epistemológica y se convierte en una narrativa legitimadora: la de un mundo que se contempla desde el confort de la abundancia y se describe como si esa fuera la condición humana compartida. Pero no lo es. Incluso en España persisten elevadas tasas de pobreza y exclusión social, y para millones de personas -dentro y fuera del Norte- la escasez sigue siendo el problema cotidiano: la falta de vivienda, de ingresos, de acceso a la sanidad o a una alimentación adecuada. Presentar la abundancia como el gran problema de nuestro tiempo es hablar desde el privilegio sin reconocerlo, como una María Antonieta contemporánea que, ante un pueblo hambriento, recomienda brioches porque el pan escasea.

Esta ausencia de autoubicación del discurso entronca con una corriente de pensamiento optimista -el ilustracionismo de Steven Pinker, el optimisracionalismo de Matt Ridley o el factfullness de Hans Rosling- que insiste en que las cosas van a mejor porque las estadísticas globales así lo muestran. Pero, como señaló Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo memorable ("Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado", 1986), resulta moralmente insoportable aceptar “este arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados”; por el contrario, continuaba, “la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable […] que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio”. Porque lo cierto es que entre ambas realidades, la de la felicidad de los bienaventurados y la del dolor de los sacrificados, existe una relación de intercambio, en un doble sentido: la primera es imposible sin la segunda, y la segunda podría evitarse fácilmente si se limitara o redistribuyera la abundancia de los primeros. 

Esa conexión es la que queda fuera del relato de Llaneras: no se trata de dos mundos paralelos, uno en exceso y otro en carencia, sino de una misma estructura que genera simultáneamente abundancia para unos y escasez para otros. Y es precisamente al no situar su conocimiento -al hablar desde la abundancia como si fuera neutral o universal- cuando su discurso deja de ser diagnóstico y se convierte en ideología legitimadora.

Así, aunque Llaneras diagnostica bien algunos problemas propios de las sociedades opulentas, su optimismo resulta ingenuo y, sobre todo, moralmente problemático, al no situar ese análisis en el mapa global de la desigualdad. La cuestión no es aprender a gestionar el exceso como un privilegio, sino reconocer que ese exceso se sostiene en la carencia ajena, en la externalización y la acumulación por desposesión. Y que la tarea ética y política urgente no pasa por encontrar mejores modos de elegir entre abundancias, sino por desactivar el engranaje que convierte la vida de muchas y muchos en sacrificio para que unos pocos y unas pocas puedan disfrutar de su paradoja.

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