domingo, 27 de julio de 2025

El laberinto

Panos Karnezis
El laberinto
Traducción de Diego Friera y María José Díez 
Seix Barral, 2004 
 
"Todo terminó en dos días. El árido paisaje se veía salpicado de cuerpos en descomposición, plazas abandonadas y postes de telégrafos con los cables cortados. Lo que quedaba del ejército se dispersó en unidades descontroladas que hicieron caso omiso de las órdenes de sus jefes y huyeron tratando de salvar la vida: la guerra en Asia Menor estaba perdida. En la vorágine de la derrota, la diezmada unidad del brigadier Nestor, menos de un millar de hombres, mantenía la disciplina y estaba intentando hallar una salida del laberinto para llegar al mar. Tenían que evitar el contacto con el enemigo; llevaban días en camino, cambiando de dirección cada vez que sospechaban que les aguardaba una emboscada, pero aún no habían divisado la costa. Además, habían perdido la comunicación con el cuartel general, y muchos temían que el resto del Cuerpo Expedicionario ya hubiera abandonado la península.
Sea como fuere, el brigadier Nestor se negaba a izar la bandera blanca"
 
 
Una inquietante novela ambientada en las arenas de Asia Menor en 1922, cuando el ejército griego, derrotado y desmoralizado tras una desastrosa campaña en Anatolia, deambula sin rumbo por un paisaje devastado tanto física como espiritualmente. Pero no es sólo un ejército el que se pierde en el polvo: también se extravían las certezas morales, los ideales patrióticos y las almas mismas de los hombres.
 
A lo largo de la historia, el paisaje se vuelve un personaje más: montañas áridas, pueblos fantasmas, cielos sin clemencia. En medio de esta geografía del abandono, se instala un puesto militar improvisado en un pueblo olvidado por Dios y los mapas. Allí, el laberinto del título se revela: no hay muros, sino un enredo de decisiones fallidas, silencios culpables y jerarquías sin propósito.

Karnezis, que nació en Grecia y escribe en inglés, construye su historia como una fábula oscura, donde el sinsentido de la guerra se mezcla con momentos oníricos. La narración no se preocupa tanto por el avance de la trama como por explorar la psique de sus personajes y el corazón de la novela late en su simbolismo: este ejército sin nombre, liderado por un adicto a la morfina obsesionado con descubrir al autor de unos pasquines justificando "por qué la guerra era una empresa imperialista y por qué el gobierno era enteramente responsable del apuro en que se hallaba la brigada", en el que un sacerdote traumatizado debe velar por las almas de los soldados, se convierte en metáfora del extravío moral de toda una civilización.

"Desde el colapso del frente, había visto infinidad de zanjas rebosantes de cadáveres, pero eran, en su mayor parte, bajas militares. Por aquellos muertos de ambos bandos ya no sentía nada, aparte, quizá, de cierta curiosidad en cuanto a su forma de morir; no le parecían más humanos que las momias de un museo de arqueología. En cambio, el recuerdo del pueblo de su vergüenza era distinto: aquellos eran civiles y fue él quien ordenó su ejecución. Enterró el rostro en sus manos manchadas. Su culpa era una bestia que había que alimentar para que no se volviera contra su amo. Había buscado con ahínco hasta descubrir por fin su única fuente de consuelo. Se incorporó en el catre y se frotó los ojos: era la hora de su inyección de morfina".

Karnezis no escribe sobre la historia oficial, sino sobre sus resacas. Si bien los hechos se inspiran en la conocida Catástrofe de Asia Menor -cuando las tropas griegas fueron expulsadas de Anatolia tras intentar conquistar Esmirna-, El laberinto da la espalda a la épica para habitar las ruinas y las sombras.
 
Su lectura me ha recordado en muchas ocasiones a El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Ambos textos están atravesados por la espera, el absurdo militar y la progresiva disolución del sentido. Ambas novelas muestran la estructura militar como una arquitectura hueca, donde las normas persisten mecánicamente incluso cuando han perdido toda legitimidad. En Buzzati, el ejército mantiene una vigilancia absurda sobre un enemigo que nunca aparece; en Karnezis, se siguen protocolos -ejecuciones, castigos, cadenas de mando- en medio de un caos post-bélico que ha hecho inútiles todos esos ritos. 
 
La fortaleza Bastiani de Buzzati y el desierto anatolio de Karnezis son más que escenarios: son espejos del alma. El desierto en El laberinto no sólo aísla físicamente, también despoja de sentido a las jerarquías y a los valores militares. Es un purgatorio sin horizonte, donde los personajes vagan como en una travesía dantesca. Al igual que en Buzzati, el paisaje actúa como límite entre la civilización y lo desconocido. En ambos casos se trata de mundos cerrados, donde los personajes giran en círculos dentro de estructuras que los anulan. Y en ambos terminamos comprendiendo que el verdadero enemigo nunca estuvo afuera: siempre estuvo dentro.
 
El laberinto no ofrece respuestas claras ni héroes que admirar, es una meditación sobre la pérdida, el absurdo de la violencia y la fragilidad de nuestras construcciones morales. En su mundo seco y quebrado, los hombres siguen órdenes por inercia, matan por deber y creen por miedo. Pero en los intersticios, Karnezis deja filtrar una tenue compasión, una humanidad vacilante, imperfecta, pero persistente. Para quien se adentra en este laberinto literario la recompensa no es una salida clara, sino la conciencia de que todas y todos, de algún modo, extraviadas. Y que la verdadera guerra no se libra con fusiles, sino con nuestras propias sombras. 

Ganekogorta

Siempre es una gozada caminarlo.