sábado, 12 de agosto de 2023

De la amistad con una montaña / Pirineos

Pascal Bruckner
De la amistad con una montaña: Pequeño tratado de elevación
Traducción de María Belmonte Barrenechea
Siruela, 2023
 
"Todo el enigma de la montaña consiste en convertir la adversidad en gozo. Se superan los propios límites, se consolidan las capacidades. La resistencia de la pared a nuestra voluntad la vuelve muy deseable. La ascensión es una ascesis. El corazón que late a toda velocidad, los pulmones ardientes, la biela vulnerable de las rodillas que se estropean, los dedos de los pies llenos de llagas por el roce componen un dolor lleno de sentido, puesto que está orientado a un fin".
 
 
Ha querido la casualidad que la lectura de este libro haya coincidido con una estancia en Pirineos. Después de muchos años ascendiendo cada verano a sus principales cumbres, solo o acompañado (Monte Perdido, Aneto, Vignemale y su hermano Petit, Posets, Infierno, Garmos Negro y Blanco, Perdiguero, Balaitús, Gran Facha), en el 2000 dirigí mis pasos hacia la Montaña Palentina, por la que tanto he caminado desde entonces. Pero los Pirineos tiran mucho y siempre he tenido el proyecto de volver. La última vez que estuve fue hace veintitres años. Me alojé en Sallent de Gállego y subí al Balaitús. Fue el 29 de julio: al descender escuché que alguien comentaba que "ETA había matado a Jáuregui". Se trataba de Juan Mari Jáuregui. Días después, como me ha recordado Xabier, publiqué una columna en El País sobre ello.

El caso es que, ventitrés años después, he vuelto a Pirineos. De lunes a jueves he estado por la zona de Gavarnie y de Sallent. Fui con la idea de subir al Vignemale y al Taillon y de pasear por los ibones del circo de Piedrafita, y así ha sido. Y lo que ya es una experiencia maravillosa se ha visto multiplicada por su entrecruzamiento con la lectura del libro de Bruckner. Empezando por una pregunta (y una respuesta) bien interesante:

"¿Por qué escalar cuando bajamos ya a toda prisa la otra vertiente de la vida? ¿Por qué imponerse semejante calvario y sacar de ello una gran alegría, casi una beatitud? No es la fe la que mueve montañas, son las montañas las que mueven nuestra fe y nos desafían a acometerlas".

¿Por qué volver con veintitrés años más a un lugar, el majestuoso Vignemale, que exige de nosotras toda nuestra energía, que ya es duro con cuarenta años y que se lo pone difícil al hecho natural de hacerse viejo? 
 
"La voluntad de vencer todas las montañas -escribe Bruckner- encuentra sus límites en el declive de las fuerzas físicas a partir de los cuarenta y cinco, cincuenta años. Llega un momento en que los peligros, la longitud de los itinerarios, la capacidad de permanecer cuatro o cinco días sin dormir o apenas, de franquear pasos peligrosos afectan a las constituciones más robustas".  

Es un hecho inapelable. Yo, que soy de constitución robusta pero sin ser ningún prodigio físico, experimento cada año que hay ascensiones que no me cuestan ahora lo mismo que cuando tenía treinta o cuarenta años. Pero también escribe Bruckner, con una sabiduría que sólo puede provenir de reflexionar sobre su propia práctica montañera, que sólo la montaña, más que el campo o el mar, nos permite "sentir que poseo un cuerpo" al que puede aplicarse la máxima espinoziana de que "nadie sabe lo que puede un cuerpo":
 
"Cuando escalamos, nos encontramos humildemente con esta verdad empírica: hay mas en nosotros de lo que pensamos. Nuestros músculos, nuestro corazón, nuestros pulmones se asombran de disponer dentro de ellos de tal profusión. Aun estando envejecida, nuestra vieja carcasa sigue pletórica y se impone en su potencia afirmativa"

Bueno, no sé si "pletórica", pero ha funcionado con solo unos daños menores: dos uñas del pie izquierdo ennegrecidas por tantos y tan pronunciados descensos y las tripas, digámoslo así, un poquito revueltas ("Por encima de los 2500 metros sucede que las entrañas dictan su ley y, ¡ay! de quienes hacen caso omiso de ésta"). 

Día 1
 
El lunes viaje hasta Gavarnie, seguí por la carretera que lleva a la presa y aparque un par de kilómetros antes de llegar a esta, en unas praderas atravesadas por el gave (río) d´'Ossoue desde las que se podía apreciar, al fondo, el Vignemale y su glaciar.


 
Ahí aparqué la furgoneta alquilada que, además de transportarme, iba a servirme de alojamiento durante unos días. Cutrillo, tal vez, pero suficiente 😁


 
Pasé la tarde leyendo a Bruckner y disfrutando de la compañía de unas curiosas marmotas, reintroducidas en el Pirineo a partir de 1948 desde los Alpes, según creo. Todo indica que están en su casa.
 

Día 2

El martes temprano, tras haber descansado... bueno, y un precario desayuno de fruta y una barrita energética me puse en marcha a las 6:50 h., justo cuando el sol empezaba a iluminar el Vignemale y sus cumbres hermanas.

 
Tras atravesar el valle glaciar sólo nos queda subir y subir por un embudo de paredes vertiginosas; eso sí, las vistas son impresionantes.

Las tres cuevas Bellevue, excavadas en plena roca por orden del conde Henry Russell allá por 1888,  y el moderno reloj solar junto a ellas, marcan el punto en el que hay que abandonar el sendero que lleva hasta el mítico refugio de Bayssellance, el más alto guardado de los Pirineos, y seguir subiendo por la cada vez más extensa morrena del menguante glaciar D´Ossoue.

Mirada hacia la presa.
Morrena.
Entrando al glaciar. Al fondo, el Vignemale.
 
Tras atravesar el glaciar (imprescindibles crampones) para acceder a la cumbre hay que trepar unos cien metros, usando bien las manos y procurando no perder el equilibrio, por un terreno empinado y descompuesto en el que es muy frecuente la caída de rocas (muy recomendable el casco). El martes la ruta estaba concurridísima y eran continuos los gritos de "caillou! y "¡piedra!" para advertir a quienes subían de que alguien, más arriba, había hecho caer accidentalmente un pedrusco que bajaba a toda velocidad por la pared. 

 
Desde arriba el glaciar no parece gran cosa y está muy lejos de la imagen de prístina blancura que suponemos cuando pensamos en un glaciar. Pero ahí está, desde hace milenios, resistiendo y dando testimonio del acelerado cambio climático que lo acerca, cada año un poco más, a su extinción. Un respeto.

 
Imposible no recordar la primera vez que vine a esta montaña, el 16 de agosto de 1986, en el marco de una de esas inolvidables "expediciones Michel" que durante algunos años nos llevó a Pirineos a varios miembros del Grupo Alpino Goiko Mendi, aunque en esta ocasión nos faltó el propio Michel: quienes subimos, desde Bayssellance, fuimos Alberto, Agustín, Arturo y yo..

 
Al descender el martes había embotellamiento en el límite entre la roca y el hielo, donde quienes bajábamos teníamos que colocarnos los crampones y quienes llegaban tenían que quitárselos. Todas y todos en precario equilibrio y, tengo que decirlo, con bastante poco respeto o atención hacia el prójimo. Y es que cada vez más, como dice Bruckner, "subir es huir de la muchedumbre que te vuelve a atrapar en la cima". Eso sí, como también escribe el autor, el turista, el que está de sobra, el que no debería estar ahí, siempre es el otro, jamás nosotras.

 
 
A la izquierda del Vignemale, junto al collado Cerbillona, pueden verse las otras tres grutas excavadas para Russell, enamorado de esta montaña. Pero en este punto hay que señalar que si bien el conde ascendió a esta montaña en numerosas ocasiones, la primera vez en 1861, fue una mujer, Ann Lister, la primera deportista en coronar su cumbre, un 7 de agosto de 1838. Que conste, que en la alta montaña proliferan los "adeptos del piolet fálico" (Bruckner).

 
A partir de aquí "sólo" queda descender todo lo ascendido. Llegué a la furgoneta a las 16:20 h., yo diría que -descontando paradas para fotos, poner y quitar crampones, ceder el paso en los tramos más estrechos o más expuestos y comer algo- después de unas nueve horas en movimiento.

Las dos veces anteriores era treinta años más joven y lo subí en dos días, haciendo noche en el refugio de Bayssellance. Subir al Vignemale desde la barrage (presa) d'Ossoue y descender en el mismo día ha sido mi particular "prueba del cocotero", tal como plantea Bruckner:

"Hace ya algún tiempo realicé con un compañero de travesías llamado Serge Michel una pequeña ascensión al monte Tabor, cuya cima alcanza los 3171 metros. El Tabor, que significa «piadoso» en arameo, está situado en la frontera entre Francia e Italia, en los Altos Alpes, y es, además, un lugar de peregrinación. [...] Tras haber salido sobre las once del valle de Névache, fuimos ascendiendo penosamente a través de neveros y canchales bajo el fuerte calor de agosto, que no se atenuó hasta los 2500 metros. Al llegar a la cumbre, ya avanzada la tarde, rodeados de banderas de plegaria tibetanas, Serge me dijo:
—Ya está, ya has pasado la prueba del cocotero.
—¿La prueba del cocotero?
—En algunas tribus se somete cada año a los viejos a un examen. Deben trepar a lo alto de un cocotero que se sacude vigorosamente desde abajo. Si la persona cae, la echan del pueblo y se va a morir sola a la jungla. Si aguanta, puede permanecer en la comunidad.
Desde que me hicieron esta revelación, me someto cada año a esta prueba, ávido de demostrar que todavía estoy en forma. Subo todo el tiempo dos montañas: una interior, en la vida cotidiana, entre la alegría y el desconcierto, y una exterior, que confirma o desmiente a la primera"
.
 
Tras lavarme, cambiarme de ropa y comer algo, arranqué la furgona y me dirigí hacia el Coll des Tentes, casi en la frontera con España. Desde ahí al día siguiente quería subir al Taillon, casi al alcance de la mano desde el collado (a su derecha el Gabieto Oriental). Pero, sin la dureza del Vignemale, no es tan accesible como parece desde aquí.

 
En el collado está prohibido aparcar durante la noche entre las 21h. y las 7h. La gendarmerie andaba por ahí, de manera que bajé hasta la estación de esquí de Gavarnie-Gèdre para pasar la noche. 

Día 3

Otra vez en marcha a las 6:50 h. (reloj biológico) volví al collado de Tentes desde donde enfilé el camino al puerto de Bujaruelo.
 
 
Amanecía y el sol bañaba de oro el entorno, que a ratos parecía un paisaje marciano.
 
 
Desde bien abajo se distingue la característica formación conocida como el Dedo. A la izquierda queda la Brecha de Rolando y a su izquierda el Taillon.

 
Tras un par de horas y media de ascensión, con una primera parte bastante llana y una segunda en fuerte pendiente se llega al Refuge de la Brèche de Roland o de Serradets, a los pies de la famosa e imponente Brecha.

 
Para llegar a la cual hay que ascender por una trabajosa pedrera. Llegando a la Brecha solía haber un nevero que a veces hacía necesario el uso de crampones para atravesarlo con seguridad: este año no había nada de nieve.

 
Traspasada la Brecha entramos en territorio español y tenemos unas buenas vistas del Casco, donde empieza el cordal que lleva hasta Monte Perdido, y del espectacular valle de Ordesa.

 
Bordeando el Pico Bazillac en dirección al Dedo, este se supera  rodeándolo por cualquiera de sus dos lados, ambos con algún paso un poco aéreo, aunque la ruta normal es ascenderlo por la derecha. Tras el Dedo, el Taillon, aunque aún falta un rato. En Pirineos todo está lejos.

Cumbre del Taillon.
Vignemale desde el Taillon.
 
Monte Perdido y sus dos "sorores", Marboré y Añisclo (o Soum de Ramond).
Ordesa.
 
Recupero aquí unas fotos de esas que constituyen mi biografía sentimental. Fue en septiembre de 1989, cuando no existía lo digital. En la primera de ellas estoy en la cumbre del Taillon sosteniendo en brazos al querido Miguel mientras Manolo se ríe con la ocurrencia. La foto la sacarían Alberto o Michel, mejores montañeros que fotógrafos. Fue con ocasión de otra de las "expediciones Michel".  ¡Qué recuerdos!

 

Volviendo a la actualidad, descenso por el mismo camino de subida, parada en el refugio para una cerveza y vuelta hasta el Col des Tentes.

 Al fondo, si se hace zoom, se aprecia el collado, repleto de vehículos. Pero para llegar hay que rodear toda la cabecera del Circo de Gavarnie, y lleva un rato.
Adiós al Taillon.
 
Como el día anterior aseo rápido y cambio de ropa, pero esta vez sin comer nada, cogí la furgoneta con la idea de llegar hasta Sallent de Gállego. Supongo que por esas cuestiones del roming o itinerancia, me resultaba imposible descargarme en el teléfono la ruta que debía seguir. Afortunadamente, un panel indicador me permitió apuntar en una libreta las principales localidades por las que debía pasar. Encomendándome a la diosa de las montañas y equivocándome un par de veces al intentar encontrar la salida desde la localidad de Arrens-Marsous en dirección al Col du Soulor (un trayecto precioso, por cierto), atravesé el puerto de Aubisque, vislumbré la localidad de Laruns (idílica en plan show de Truman) y crucé el Portalet, llegando a Sallent a media tarde. Una cerveza (bueno, dos), unas croquetas de boletus riquísimas, un paseo por el pueblo, cena, a dormir y hasta mañana.


 
Día 4
 
Dos tresmiles ya estaban bien, así que me cogí el día para descansar. Bueno, lo de descansar es un decir. No subí a ninguna cumbre pero desde el embalse de La Sarra caminé unas cuantas horas subiendo hasta el magnífico Ibón de Respomuso, pasando por el coqueto Ibón de las Ranas y continuando hasta el Ibón de Campo Plano. Un día de pleno disfrute, con mochila ligera y todo el tiempo del mundo para observar, fotografiar y detenerme.

Ibón de Respomuso. Al fondo las espectaculares pirámides de Gran Facha, Marcadou, Llena Cantal...
Un maravilloso banco para reposar y meditar.
Escribe Bruckner: "Los picos destacan a nuestro alrededor como sombras chinescas, aristas vivas, escarpaduras, candelabros alzados como la hoja de un espadachín".
Sobre el Refugio de Respomuso se alza la impresionante mole del Balaitús.
Ibón de las Ranas.
Ibones de las Ranas y de Respomuso.

Ibón de Campo Plano.
Y vuelta para abajo, después de mucho rato de parar, sentarme, mojar los pies, tumbarme en la hierba.
 
*-*-*-*
 
Me ha gustado mucho recuperar Pirineos, también "recuperarme" como pirineísta, después de tantos años. "Después de cierta edad -escribe Bruckner- la montaña nos autoriza solo una cosa: perseverar". Ha estado muy bien. Ha sido, además, una experiencia comparativamente "ligera", buscando la mayor simplicidad y autosuficiencia. Así y todo, ha sido también una experiencia que me ha llevado a plantearme si la repetiré. Personalmente me he sentido muy bien, he disfrutado de cada momento, no he tenido agujetas y, como ya he dicho, sólo dos uñas de mi pie izquierdo han sufrido levemente el efecto de los prolongados descensos. Pero ni siquiera esta forma de vacacionar es mínimamente sostenible. Han sido muchos kilómetros de coche y he contribuido a llenar la montaña hasta casi el colapso, sobre todo en la vertiente francesa: miles de personas en cada pueblo, sendero y cumbre, miles de coches por las carreteras.

"¿Cómo salvar la montaña de su popularidad desde que las hordas de personas en vaqueros y alpargatas abandonan las playas?", cuestiona Bruckner. Sin caer en ninguna forma de elitismo, es cierto que estos días he visto a grupos de personas que habían contratado un guía para subir tanto al Taillon como al Vignemale y que carecían de la menor competencia para hacerlo: bloqueadas en puntos que sólo permitían el paso de una persona y que se negaban a dejarte pasar aunque el propio guía así lo indicaba (en el Taillon);  encordadas, ascendiendo torpemente, ocupando las escasas repisas en las que poder recuperar por unos instantes la verticalidad, obligando a quienes ascendían tras ellas a estar más tiempo en posiciones expuestas (en el Vignemale). Pero estas personas no son el problema, no lo son "las hordas en vaqueros y zapatillas".  
 
Creo que tiene razón Bruckner cuando afirma que si queremos proteger las montañas "no se debería autorizar a todos que fueran a cualquier sitio al antojo de sus preferencias personales"; el problema es, ya lo he apuntado más arriba, quién entra en ese "todos" a quien hay que desautorizar. Porque yo me siento mucho más competente (¿y por ello más legitimada?) para moverme en las montañas que la muchas de las personas con las que me he cruzado estos días, a las que adelantaba al subir o con las que me cruzaba al descender; pero también soy infinitamente más incompetente que otras muchas que subían y bajaban como auténticos rebecos. Y todas, las unas, las otras y yo, estábamos ahí siguiendo nuestras preferencias personales. "Mantengamos en las alturas la solemnidad del peregrinaje y no la desenvoltura del consumismo, ya que aquellas requieren siempre una austeridad y una contención que son incompatibles con las muchedumbres mundanas y con las masas charlatanas", concluye Bruckner. Pero, ¿quién decide lo que es peregrinaje y lo que es consumismo?

Ha resultado muy interesante cruzar estos días de montaña con la lectura del libro de Bruckner, que recomiendo (a pesar de tres o cuatro "bruckneradas"). Ambas experiencias me han llevado a pensar que no debería volver, que no debería contribuir a la extrema masificación que he visto y sufrido. Es que no es sostenible. En estos momentos estoy por decidir que no voy a volver; en estos momentos, ya veremos el año que viene. O igual decido esperar otros veintitrés años antes de regresar, a ver qué pasa... Pues, como escribe Bruckner:

"En la altura, como en el amor, lo esencial es resistirse siempre a la fecha de caducidad. A cualquier edad hay que tener los ojos más grandes que el vientre, y desear más allá de lo posible. Compensar el debilitamiento con ambición, y manifestar un apetito sin límites para que nunca se afloje el fervor que nos une al mundo".