sábado, 26 de agosto de 2023

Inundaciones de 1983

Aquel 26 de agosto de 1983 salí de Bilbao en compañía de mi amigo Jon Agirre en dirección a Benasque con la intención de subir al día siguiente al Aneto. Cuando arrancábamos el cielo amenazaba lluvia y a partir de Alsasua y hasta (creo recordar) la zona de Yesa el viaje transcurrió bajo un intenso y constante aguacero.

Al día siguiente, el 27, ascendimos al Aneto desde el refugio de La Renclusa. El día estaba nublado. Cuando llegamos al Puente de Mahoma nos encontramos con una familia francesa que no se animaba a abordarlo, es especial por la inseguridad que manifestaba el hijo más pequeño, de unos 12 años. La madre nos preguntó si podíamos ayudarles y así lo hice, asegurando al chaval con una cuerda de escalada, lo que le animó a superar el paso y llegar a la cima. Mientras estábamos arriba empezó a llover, la lluvia se convirtió en aguanieve y la niebla cubrió el glaciar. Y de nuevo la familia nos pidió que les acompañáramos en la bajada, un descenso siempre delicado que la niebla volvía peligroso. Encordados, tardamos muchísimo en atravesar el glaciar.

El domingo 28 bajamos hasta Benasque con la idea de dar una vuelta y regresar con tranquilidad a lo largo del día cuando, en un escaparate, vimos la portada de EL PAÍS con el Arenal inundado. Fue un shock. Intentamos llamar a casa pero la comunicación telefónica era imposible, así que cogimos el coche y pusimos rumbo hacia Bilbao. Por el camino veíamos campos y huertas convertidos en lagos, atravesamos tramos de carretera cubiertos de lodo y piedra. Nos costó llegar y tuvimos que dejar el coche en Santutxu, ya que el acceso al centro estaba cortado. Nos despedimos, Jon se apresuró a llegar a su casa y yo atravesé como pude Bilbao y desde Basurto, siguiendo la vía del tren de FEVE, llegué caminando a Alonsotegi.

El panorama era dantesco. Entonces vivía con mi hermana, mi ama, mi aita y mi abuela en la plaza en la que hoy se alza el Ayuntamiento, en el segundo piso de un laberíntico edificio de dos plantas en cuyos bajos se ubicaba la panadería familiar (horno de leña, obrador, almacén de harina y despacho), la zapatería de Casimiro y el Bar Isusi, uno de los más clásicos del pueblo. Cuando llegué a la plaza y vi el estado en el que había quedado el edificio me temí lo peor. El espacio que ocupaba el bar había desaparecido, como si una enorme zarpa lo hubiera vaciado de un manotazo, y la parte de las viviendas que estaban sobre el local colgaba en el vacío, sostenida por una precaria armazón de troncos. Por ahí estaba mi tío Josu a quien le hice dos preguntas: la primera, "¿Están todos bien?"; la segunda, "¿Y mis libros?". Afortunadamente nadie en mi familia había sufrido ningún daño y, según me dijeron, alguien tuvo la idea de utilizar una escalera para sacar a mi abuela por el balcón de la parte trasera de la casa, que daba a un terreno más elevado, ya que la delantera daba a la plaza inundada; y también sacaron mis libros gracias a que algunos vecinos formaron una cadena humana para ello. Desde entonces mi ama siempre ha contado la anécdota de que uno de estos vecinos, el que estaba en la parte más elevada de la escalera, viendo que no dejaban de sacar y entregarle libros dijo algo así cómo: "¿Pero qué pasa, qué alguien está volviendo a meter los libros en casa?".
 
 
 
Aclaradas ambas preguntas busqué un lugar para dejar la mochila, cogí una pala y durante los días siguientes me dediqué, como tantas y tantas personas, a retirar barro y escombros, así como las toneladas de madera que la inundación había encajado contra nuestra casa, una de las primeras con las que se topó el hasta entonces manso arroyo Azordoiaga, transformado en feroz torrentera por el diluvio y por los desprendimientos de tierra y rocas en la ladera del Ganekogorta.
 
 
La panadería estaba totalmente arrasada: en las fotos se ve la maquinaria y mobiliario en el exterior, en la plaza. Mi aita tuvo que dejar de hacer pan y pasamos a vender el pan que nos traían otras panificadoras. Fue el final de un negocio familiar de muchos años. El edificio tuvo que ser derribado, con lo que también tuvimos que buscarnos otra casa. En fin, la microhistoria de un acontecimiento que forma parte no solo de la memoria personal de cada cual, también de nuestra memoria generacional.
 

(*) Las fotografías proceden de la recopilación hecha por el Ayuntamiento de Alonsotegi con motivo del 40 aniversario de las inundaciones de 1983.

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