viernes, 15 de agosto de 2025

Fuego la sed

María Sánchez
Fuego la sed
La Bella Varsovia, 2024 
 
[...] fuimos nosotras
quienes aprendimos la historia de nuestras madres
tocando los anillos de los árboles
 
lo que no se quiere contar
queda irremediablemente granado
en este espectro
 
en los libros
nunca aparecen sus nombres
tampoco sus quehaceres [...]
 
 
María Sánchez es veterinaria de campo, ensayista y poeta. Fuego la sed es su segundo poemario tras Cuaderno de campo (2017). En este blog también he reseñado su ensayo autoetnográfico Tierra de mujeres (2019), absolutamente recomendable.  
 
Articulado en varias partes de extensión desigual -"Nos quedan veinte años para entender el sol", "Los elegidos del agua", "Los animales hablan", "El día que nací mi abuelo plantó un peral", "Fuimos demasiado recientes para formar parte de la historia"-, en este segundo poemario reflexiona sobre nuestra relación con la Tierra, sobre la emergencia climática y la desmemoria hacia el territorio, con un lenguaje a la vez lírico y profético.
 
[...] ya no llueve no
ya no llueve como antiguamente
una y otra vez repiten
los mayores
 
ellos nacieron
antes del fin
 
ellos se convertirán en ancestros
nosotros en fantasmas 
 
Fuego la sed es un poemario de urgencia crítica y también de ternura, que enaltece (sin romantizarlo) lo rural, lo olvidado y lo vulnerable. Desde una mirada honesta y exigente María Sánchez nos invita a escuchar la memoria de la tierra, a reconocer sus heridas (que son también las nuestras) y a preguntarnos qué futuro podemos construir. 

[...] nos cosieron
en el corazón de un hombre que peca
 
de esos remiendos y tajos
podrán enhebrarse
-os decimos-
otros mapas del afecto 

Por el río

Olivia Laing
Por el río: Un recorrido más allá de la superficie
Traducción de Nuria de la Rosa Regot
Paidós, 2025 
 
"Cuando me levanté vi a una cierva bebiendo. Aunque no me vio escalar la orilla, de repente se percató de mi presencia. Juntó los cuartos traseros igual que haría un caballo, un movimiento que reconocía perfectamente como el preludio a un corcovo, y se esfumó dando saltos. Se movía con una rigidez extraña, con andares de caballito de madera, brincando sobre patas firmes por el camino hasta adentrarse en la oscuridad del bosque. El ciervo no era una visión excepcional ni extraordinaria. Había miles iguales, y también había miles como yo. Pero allí estaba, siguiendo su propio camino, que, por un momento, se cruzó con el mío. Era tan insólito como el iguanodonte y ambos estaban igual de cautivos en el tiempo. Un tejido en el que todos nos vemos envueltos. Junto a mí, el arroyo restallaba hacia el este, incesante como una aguja. Una puntada en el tiempo. ¿Era de verdad el mundo algo más que eso? Los detalles del día (el aire fresco en calma, el fuerte olor a ajo) se dieron durante un momento tan preciso que la gran era oculta de la tierra parecía tan improbable como un sueño. Agaché la cabeza, perpleja, y me adentré entre los árboles tras la estela de la cierva".
 
 
En pleno verano, tras la doble pérdida de un amor y de un trabajo, Olivia Laing decidió recorrer durante una semana el curso del río Ouse, en Sussex, desde su nacimiento hasta su desembocadura. No era un paseo improvisado: ese mismo río había acogido, más de sesenta años antes, las piedras con las que Virginia Woolf (otra vez Virginia Woolf) llenó sus bolsillos antes de internarse para siempre en sus aguas. Ese eco trágico, combinado con la necesidad íntima de recomponerse, convierte la narración en un viaje tanto geográfico como emocional.

Desde las primeras páginas, la prosa de Olivia Laing fluye como la corriente que la guía: se detiene, retrocede, meandea. Sus observaciones poseen una precisión de naturalista y un lirismo capaz de acuñar el instante. Cada paso se convierte en un diálogo con el paisaje, y el río en un espejo que devuelve fragmentos de memoria. Por eso la caminata no es solo contemplativa, la de una naturalista. A cada recodo del Ouse, la autora enlaza historias y recuerdos como afluentes que alimentan el relato: escenas de la Guerra de los Barones en Lewes; la historia del iguanodonte hallado por Gideon Mantell; el fraude científico del Hombre de Piltdown; recuerdos de infancia escuchando El viento en los sauces en un coche, mientras las sombras se proyectaban en el cristal como visiones inquietantes. La historia natural, la literatura y la memoria personal se entrelazan con la misma naturalidad con que un río absorbe la lluvia y el arroyo.

El estilo de Olivia Laing, tan característico, combina erudición y emoción, precisión y transparencia íntima. El relato no avanza en línea recta, sino que se permite rodeos hacia remansos biográficos, históricos o míticos antes de retomar el hilo del recorrido. El resultado es un ensayo que feminiza (o, mejor, feministiza) la literatura de viajes, incorporando a la narración sensibilidad, introspección y una atención profunda a la experiencia corporal y emocional de caminar.
 
"Un hombre me adelantó a paso ligero con los prismáticos colgados del cuello. Nos sonreímos en silencio y me sorprendió por primera vez lo segura que me sentía. Cinco días andando, casi sin hablar, y parecía que me hubiera sumergido en el mundo, hasta el cuello, y el pánico que me había ensombrecido durante meses se hubiera disuelto. Mi teléfono había sonado de vez en cuando, pero no había contestado. No quería romper el optimismo que me había inundado de forma tan inesperada. En casa, la soledad había comenzado a aterrorizarme, la amenaza que suponía, interminable y blanca como el papel, aunque en el pasado siempre me había encantado estar sola. Pero allí, en el campo, avanzando a mi ritmo, no me sentía aislada ni apartada. Sucedían demasiadas cosas. Como (¡allí!) dos ostreros en la orilla de enfrente, inmóviles como sujeta-libros, monocromáticos excepto por sus picos color mandarina, graznando con voces agudas y quejumbrosas: «Piippiiip, piiippiip, piippiip»".

jueves, 14 de agosto de 2025

Conocí un fénix

May Sarton
Conocí un fénix: Retazos para una autobiografía
Traducción de Blanca gago
Gallo Nero, 2025
 
"El de 1926, 1927 y 1928 era un mundo radiante de esperanza. Colgábamos fotos de Woodrow Wilson en nuestros escritorios y «el experimento ruso», como entonces lo llamábamos, nos parecía una Shady Hill gigantesca donde todos tendrían la oportunidad de ser ellos mismos a través del servicio a la comunidad en un proceso creativo. Unos años después me compré una gramática ruda de Charles Hugo, imaginando que algún día viajaría hasta allí con una «tropa de asalto» formada por amigos para ayudar a descargar las mercancías amontonadas a las afueras de Moscú durante alguna crisis de los planes quinquenales. Vivíamos en un mundo abierto, y aunque no sabíamos que nos depararía el futuro, confiábamos en que nos iría bien. La política era una forma de poesía, y la poesía, una causa revolucionaria"
 
 
Quien se deje acompañar por este blog ya sabrás que May Sarton es una de las habituales por aquí. Aunque tengo que reconocer que con este libro no me he sentido tan identificado como con sus diarios -Anhelo de raíces, Diario de una soledad, La casa junto al mar y Diario a los setenta-, comparte con ellos la esencia: memoria, observación, ternura y un sentido poético que atraviesa todo el relato.

En este caso May Sarton retorna a sus raíces en Bélgica, hija del historiador de la ciencia George Sarton y de la artista inglesa Mabel Elwes, en un hogar con mucho más capital cultural y social que económico, donde la curiosidad intelectual y la sensibilidad estética eran tan naturales como respirar. La invasión alemana durante la Primera Guerra Mundial empujó a la familia al exilio, primero a Inglaterra y luego a Boston, donde su padre impartiría clases en Harvard.

En Cambridge, la joven May Sarton encontró un espacio que marcaría su relación con las palabras: la Shady Hill School, una escuela progresista dirigida por mujeres extraordinarias donde la poesía no era un adorno sino una práctica viva, hasta el punto de que la música del lenguaje poético empezó a formar parte de su respiración diaria:
 
"No nos daban poemas para leer o estudiar, sino que los aprendíamos de memoria escuchando a la señora Hocking repetirlos. ¿De memoria? Nos convertíamos en la esencia del poema antes de intuir que estábamos aprendiéndolo. Aprendíamos poemas por ósmosis, lo cual, estoy convencida,, es la única manera de aprenderlos bien. Nuestro recuerdo de las palabras era un acto reflejo que acompañaba ciertos gestos; por ejemplo, unas largas orejas de liebre cuando recitábamos «¡Shhh! Bruja liebre» del poema La liebre, de Walter de la Mare. Aún hoy me da vergüenza recitarlo porque no puedo quedarme con las manos quietas: están deseando convertirse en orejas. El filósofo Alain escribió en algún sitio sobre la poesía como una especie de música fisiológicamente adecuada. Ahí reside la exaltación que nos produce. No era algo que nos contaban, sino algo que nos sucedía todo el tiempo".

En la adolescencia, la pasión de May Sarton adoptó forma teatral. Tras finalizar su educación secundaria, con 17 años convenció a sus progenitores para renunciar a seguir cursando estudios universitarios -"renunciar a la universidad en un país donde un título de grado es obligatorio para casi cualquier trabajo"- y viajar sola a Nueva Yorko, donde se unió al Civic Repertory Theatre de Eva Le Gallienne. Tras tres temporadas, continuó su formación teatral en París, viviendo al día, hasta que fue siendo consciente de que su futuro no estaba en la representación, sino en la escritura.

Londres, en 1936, fue su siguiente etapa. Con cartas de presentación en mano, entró en contacto con figuras como Juliette y Julian Huxley. En ese ambiente, la escritura empezó a reclamar el lugar que el teatro había dejado vacío. El momento culminante -y luego desgarrador- en esta transición llegó con su encuentro con Virginia Woolf, cuyo suicidio, narrado al final del libro, imprime un eco profundamente melancólico a estas memorias:
 
"[D]urante el camino de vuelta tuvimos un placer redentor: vimos una cría de jirafa de solo unas semanas corriendo alegre por su prado, con la pequeña cola al viento y un aire tan gracioso y juguetón, pese a su largo cuello de caballito de juguete, que los tres nos echamos a reís, olvidando por un momento las negras nubes y el aire helado. ¿Fue entonces o después cuando reparé en que Virginia Woolf se parecía mucho a una jirafa -los ojos inmensos y oscuros el cuello largo y aristocrático, y el gesto susceptible y un poco desdeñoso al levantar el mentón-?".

Lejos de ser una biografía lineal, este libro se compone de fragmentos limados con cuidado, piezas que encajan como un mosaico emocional. La autora no se propone dar una cronología exhaustiva, sino transmitir la textura de sus primeros años: lugares, personas, voces, intuiciones, reflexiones; también algunas referencias al contexto histórico. El resultado es un retrato en claroscuro, íntimo y lírico, donde cada recuerdo parece seleccionado por su resonancia más que por su importancia histórica.

Para muy "maysartoneras" (y "maysartoneros").

El mito del hombre lobo

Roger Bartra
El mito del hombre lobo
Anagrama, 2023 
 
"Yo creo que el hombre lobo forma parte de un racimo de mitos más amplio conformado por las diferentes variedades de hombres salvajes, seres imaginarios híbridos que conjuntan rasgos bestiales y humanos. Es útil observar el conjunto mítico de los humanos salvajes para entender las formas en que se expresa la otredad, ese conglomerado de ideas, símbolos y emociones con que en las diferentes culturas se perfilan las identidades colectivas. El mito del hombre salvaje ha sido una de las claves en el proceso de construcción de una identidad occidental civilizada, con todos los horrores y contradicciones que ese proceso ha significado. Es un mito que tiene una larga historia"
 
 
Con paso de viajero erudito, apoyado en su extensa trayectoria de investigación sobre las mitologías a partir de las que Occidente ha construido la otredad, en este ensayo Bartra atraviesa siglos y fronteras. Camina junto a Heródoto por tierras escitas donde hombres se vuelven lobos durante unos días; se detiene en el banquete oscuro de Licaón, rey devorado por su propia ferocidad; escucha, en las cocinas medievales, las leyendas que las nodrizas murmuran a los niños para que no se alejen del hogar, los juicios a hombres lobo en el siglo XVI, los cuentos de Perrault y los Grimm. Y más adelante, lo vemos en un cine de barrio, frente a un hombre con colmillos de celuloide que se transforma y ruge bajo la luna llena. Pero no es un simple catálogo de leyendas. Cada parada es una excavación y Bartra busca las raíces psicológicas, sociales y culturales de esta figura liminal. El hombre lobo, nos dice, es espejo y advertencia; es el recordatorio de que bajo la piel civilizada late una bestia, y que esa bestia no siempre es pura amenaza, también puede ser deseo de huir, de romper reglas, de habitar lo salvaje.

"Los mitos de larga duración tienen interés porque arrastran inquietudes y reflexiones que siguen preocupando a los humanos. El complejo mítico de los salvajes contiene tanto ideas como emociones sobre la alteridad y continúa hasta hoy ejerciendo la función de cimentar el perfil de la civilidad sin necesidad de definirla, pues opera por contraste. Es civilizado todo aquello que no es salvaje. Esta idea sencilla y esquemática persiste en la mitología de Occidente desde la Antigüedad. El mito del hombre lobo es una de las muy diversas manifestaciones del salvaje como la representación de un impulso por definir lo civilizado, lo normal y lo propio. Conlleva una reflexión sobre la maldad y sobre las maneras de enfrentarla. La inquietud que se halla en la estructura del mito se refiere a una realidad cotidiana: el mal se encuentra inscrito profundamente en las entrañas del ser humano y es la expresión de una alteridad interior de la que es difícil escapar. Hay personas nobles que quedan atrapadas bajo la forma de esta animal feroz a causa de la maldad de quien los ha condenado a este tormento. Otras han aceptado voluntariamente rendirse a los poderes maléficos y son perseguidas por los representantes de la normalidad y la religión dominante. El hombre lobo puede ser el disfraz de un culto o un ritual que muestra el deseo de escapar de las inclemencias sociales o de los males que aquejan a los individuos".
 
El mito del hombre lobo es un ensayo que conjuga hondura y amenidad proponiendo un viaje desde un relato mesopotámico de condena hasta sus más recientes metamorfosis pop, revelando que si el mito sigue vivo es porque sigue vivo el mal, la dualidad moral y ese pulso ancestral entre lo que consideramos humano y animal. La licantropía no habla solo de maldición, sino de transformación, de metamorfosis; las fauces, las garras y el aullido representan lo que la sociedad expulsa, pero también lo que el individuo muchas veces anhela. 

Y mucho de esto hay, creo, en la novela Bosques negros, cielo azul, también reseñada recientemente aquí.

martes, 12 de agosto de 2025

El viento en los sauces

Kenneth Grahame
El viento en los sauces
Traducción de Lourdes Huanqui 
Alianza Editorial, 2003
 
"El Topo, cansado, estaba deseando meterse en la cama y pronto puso la cabeza en la almohada, feliz y contento. Pero antes de cerrar los ojos los dejó vagar alrededor de su cuarto, que la luz del fuego doraba al resbalar o detenerse sobre las cosas familiares y amigas, que durante tanto tiempo e inconscientemente habían formado parte de él y ahora lo recibían sonriendo, sin rencor.Tenía entonces justo el estado de ánimo al que la Rata con tanto tacto de había empeñado en llevarlo poco a poco. Vio claramente lo simple y lo sencillo, y hasta lo estrecho que era todo, pero también vio claramente cuánto significaba para él y lo mucho que valía que todo el mundo tuviera un puerto así en la vida. Por supuesto que no quería abandonar la nueva vida y sus espléndidos espacios, o volver la espalda al sol y al aire y todo lo que le ofrecían y meterse en casa y quedarse allí: el mundo de arriba era demasiado fuerte y lo llamaba aun estando aquí abajo, y sabía que tenía que volver a los espacios más grandes. Pero era bueno saber que tenía este lugar al que volver, este lugar que era todo suyo, estas cosas que se ponían contentas de verlo de nuevo y que sabía que siempre le darían la misma bienvenida".
 
 
En un rincón apacible de la campiña inglesa, donde el murmullo del río suena como un himno antiguo y los sauces inclinan su sabiduría sobre las aguas, el Topo escucha una llamada invisible y un buen día, empujado por un impulso que es más intuición que pensamiento, abandona la penumbra de su túnel y emerge a la luz del día. Allí lo espera la Rata, guardiana de las corrientes y poeta del agua, que le brinda una amistad capaz de llevarlo a navegar no solo por el río, sino por los meandros de su propia alma.

La historia se extiende como un álbum de estampas encantadas: paseos en barca que son lecciones de paciencia, tertulias en la ribera donde las palabras se vuelven compañía, las aventuras desmesuradas de el Sapo, cuyas máquinas ruidosas interrumpen la música callada del campo, la fortaleza prudente del Tejón, que ampara a todas y a todos.

La prosa de Grahame, lírica y pastoral, convierte a la naturaleza en una presencia viva: el viento acaricia, el río responde con música al latido de los personajes, la campiña entera parece respirar con ellas y ellos. Es un mundo donde el paisaje habla, bendice y a veces advierte, recordando que la armonía es frágil y debe cuidarse. Pero incluso en este edén hay grietas. El Sapo, seducido por la velocidad y el estruendo de lo moderno, irrumpe como una fuerza que amenaza con romper el pacto tácito entre el animal y su entorno. Cuando sus excesos lo llevan a la ruina, es la lealtad de sus amigas y amigos la que lo rescata y lo devuelve a su hogar, restableciendo el equilibrio.

Leí este libro en inglés (o sea, lo mal leí) hace más de cincuenta años, mientras me preparaba para saltar sin paracaídas de una escuela nacional unitaria de pueblo a un colegio de ciudad, donde el inglés era una materia a la que nunca me había enfrentado. Desde entonces no ha dejado de rondarme, muchas veces referenciado en otras lecturas. Y es que es un clásico, en la órbita de otra grande, Beatrix Potter, o de El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett. Así que cuando hace un par de semanas di con un ejemplar en la librería Re-Read del Arenal no lo dudé. Y lo he disfrutado.
 
El viento en los sauces toca fibras universales (o, al menos, "universal-occidentales") que no dependen del tiempo ni del público “infantil”. En un mundo donde todo parece moverse a la velocidad de uno de esos coches que fascinan a el Sapo, la calma del río y la cadencia pastoral de Grahame son un acto de resistencia y un refugio frente a la prisa y el ruido. Leerlo hoy es detenerse, dejar que la prosa respire y que el paisaje nos devuelva algo que la vida urbana o digital a menudo nos roba: la sensación de estar plenamente presentes.
 
En cuanto a sus personajes protagonistas, el Topo, la Rata, el Tejón y el Sapo, no son simples animales con sombreros y chalecos, son arquetipos, representan una pequeña comedia humana disfrazada de fábula. Y en sus historias la naturaleza que retrata es mucho más que un telón de fondo; el río y la campiña son personajes con voz, humor y estados de ánimo. Esta visión, casi animista, nos recuerda que la naturaleza no es un recurso ni un paisaje decorativo, sino un tejido vivo en el que estamos insertas. Hoy, en plena crisis ambiental, este mensaje adquiere una fuerza que quizá Grahame no anticipó, pero que su obra transmite con belleza y sin dogmas.

En resumen, este libro es bastante más que un cuento infantil porque, bajo su apariencia de historia amable sobre animales parlantes, late una profunda meditación sobre cómo llevar una buena vida. Nos habla de pertenencia, de la tentación y el peligro del cambio irreflexivo, de la necesidad de cuidar nuestros vínculos y nuestro entorno. Es un canto a la amistad como refugio verdadero y a la naturaleza como maestra paciente, que nos recuerda que lo esencial no está en la lejanía, sino en el lugar donde alguien nos espera.
 
"Una vez pasada la aldea, cuando se acabaron las casas, pudieron oler de nuevo, a través de la oscuridad, los campos amigos. Se dispusieron a emprender el último y largo trecho, el tramo que lleva a casa, el que sabemos tiene que acabar necesariamente en el sonido del picaporte de la puerta, en el repentino fuego de la chimenea y la vista de las cosas familiares, que nos saludan como a viajeros largamente ausentes que vinieran de allende los mares".

Gatzarrieta

La idea era hacer de guía 😅 para ir desde Gatzarrieta a Arrabatxo.  Una ruta sencilla y preciosa. Pero no hemos salido temprano y el calor ha sido insoportable. Así que solo hasta Gatzarrieta, cervecita con limón en el Refugio de Gorbea y para abajo. Lo dejamos para otro día. 
 






lunes, 11 de agosto de 2025

Bosques negros, cielo azul

Eowyn Ivey
Bosques negros, cielo azul
Traducción de Pablo González-Nuevo
Hoja de Lata, 2025
 
"Estos eran los fríos y simples hechos. Si en el subconsciente de Emaleen rondaban otras ideas -fantasías sobre hadas aladas y pelo de bruja, un pellejo de animal enterrado bajo musgo y tierra y un hombre que también era un oso- no eran más que el producto de la imaginación infantil".
 
 
¿O no?... 
 
El bosque respira. Un aliento frío y perfumado de resina se desliza entre los troncos oscuros, arrastrando susurros antiguos. El cielo, de un azul limpio y lejano, parece prometer algo más que un día despejado: promete libertad. Birdie, joven madre soltera que trabaja como camarera en un hostal de carretera en los bosques de Alaska, agotada por el peso de lo cotidiano y una vida en la que los errores se acumulan, escucha esa llamada como quien oye un idioma olvidado. Encarnándola, en su camino aparece Arthur, hombre de silencios hondos y movimientos pausados, como si el bosque lo hubiera moldeado a su imagen. Hay en él una fuerza primitiva que atrae y desconcierta, una promesa tácita de vida sin relojes ni paredes. Más allá del río Wolverine, donde el mundo civilizado se disuelve, él acaba por ofrecerla un rincón remoto, una cabaña de madera, y la posibilidad de empezar de nuevo.

Birdie acepta y lleva consigo a Emaleen, su hija, que mira la tundra con ojos de cuento. Para la niña, las piedras cubiertas de musgo son tartas de cumpleaños, y cada flor, un nombre secreto que merece ser pronunciado. Entre las manos de Emaleen, el bosque se vuelve juego y leyenda, hogar de brujas y hadas, un lugar donde lo real y lo mágico se abrazan sin notarlo. Pero lo que al principio es refugio se convierte en escenario de una verdad más ominosa, en un territorio donde lo animal y lo humano se confunden. 

Eowyn Ivey trenza este relato con la calma de un río, deteniéndose en cada textura, cada sonido nocturno, cada gesto mínimo. El paisaje no es un telón de fondo sino un personaje más, con voz, cuerpo y memoria. Entre la tensión de lo salvaje y la fragilidad humana, la autora nos recuerda que, cuando buscamos escapar del mundo, a veces nos encontramos con lo más salvaje de nosotras mismas. Construye así una fábula inquietante sobre amor, peligro, maternidad y mito en la que Birdie es un personaje que desconcierta, porque encarna dos fuerzas opuestas: la necesidad de cuidar y el deseo de huir. Como madre, su primera obligación parece ser la seguridad de su hija; como mujer, siente el impulso irrefrenable de romper con una vida que percibe como claustrofóbica. En ese conflicto radica su inquietante atractivo.

Su decisión de adentrarse en el bosque con Arthur no nace de una confianza ciega ni de un análisis racional, sino del anhelo, de su búsqueda de una promesa de autenticidad y de una existencia más pura, lejos de lo que experimenta como una vida plagada de decisiones equivocadas, ruido y artificio. Arthur, por su parte, mantiene veladas partes cruciales de su vida, y Birdie elige convivir con ese misterio. Aquí, la autora parece sugerir que a veces aceptamos no saber, porque la ilusión que sostenemos nos parece más valiosa que la verdad que podría destruirla. 
 
     "Syd se incorporó en la silla y cruzó las piernas acercándose a ella como quien va a compartir un secreto.
     -Bueno -dijo, y acto seguido junto los pulgares moviendo las manos como si fueran alas-, ¿así que al fin levantas el vuelo?
     Ella tardó un segundo en darse cuenta de que hablaba de su mudanza al otro lado del río Wolverine. Debía de habérselo contado Della. 
     -Sí, creo que Emaleen y yo necesitamos un cambio.Vamos a quedarnos en la cabaña de Arthur en North Fork. Tú has estado allí, ¿verdad? Donde Arthur.
     -Claro. Aunque lo cierto es que... nadie dice su verdadero nombre. Solo eufemismos para referirse a él. ¿Lo sabías? El vagabundo descalzo. El hombre de cuatro patas. El amigo dorado. El comemiel. Es algo siniestro que nadie quiera llamarlo por su verdadero nombre. Nadie quiere juntarse con él. Nos acojona. Y no ocurre solo aquí. Por todo el mundo, en todas las épocas, la gente usaba toda clase de nombres velados"
 
Birdie parece representar el riesgo de buscar un “afuera” absoluto, un lugar donde se pueda escapar de los errores humanos, sin darse cuenta de que esos errores viajan con nosotras, con nosotros, que son parte de nuestra condición. El papel de Birdie, entonces, no es el de una mártir ni el de una imprudente, sino el de alguien atrapada entre la pulsión de proteger y la necesidad de huir. Es un recordatorio de que, en la vida, las decisiones más peligrosas no siempre se toman desde la maldad, sino desde la esperanza. 
 
Desasosegante, muy desasosegante. 

Cuerpos honestos, violencias letales: feminicidios y represión a los manteros


Bilbao fue escenario de dos movilizaciones reivindicando el derecho a vivir sin miedo el pasado 4 de agosto. En la primera, convocada por la plataforma Manteroekin Bat, unas trescientas personas nos concentramos en el Portal de Zamudio, en pleno Casco Viejo, para denunciar las agresiones policiales racistas a las personas manteras. Una hora después, las organizaciones Bilbo Feminista Saretzen y Euskal Herriko Emakumeon Mundu Martxa llamaban a concentrarnos en la plaza del Arriaga para condenar el asesinato de una mujer en Zizur Nagusia, cometido por su pareja.

Fueron dos convocatorias consecutivas, a muy poca distancia una de otra, pero fuimos muy pocas las personas que, habiendo participado en la primera, participamos también en la segunda, que resultó mucho menos nutrida. Este hecho, que podría parecer anecdótico, revela algo más profundo: la dificultad que aún tenemos para reconocer que estas violencias no son paralelas, sino convergentes. Que no hay lucha contra el racismo que no deba ser también feminista. Que no hay feminismo transformador si no se posiciona contra la represión y el clasismo.

Lamento profundamente que la segunda concentración, la convocada por el asesinato machista, contara con una asistencia notablemente menor. No lo señalo como reproche, sino como llamamiento urgente a reconocernos en todas las luchas, a entrelazar las causas, a construir una comunidad política que no abandone a nadie.
 
Cuerpos honestos

June Jordan, en su ensayo de 1992 A New Politics of Sexuality, introduce el concepto de cuerpo honesto (“honest human body”) como una afirmación radical del cuerpo vivido, del cuerpo que no se esconde ni se reprime, que se expresa con integridad frente a un sistema que castiga precisamente esa honestidad. Frente a los discursos normativos de género, raza y sexualidad, Jordan nos invita a reivindicar una política encarnada que parta de la experiencia vivida, del deseo, del dolor, del gozo, y que haga del cuerpo un espacio de verdad política.

¿Qué ocurre, entonces, cuando ciertos cuerpos, por el solo hecho de existir, son percibidos como amenazas? ¿Qué pasa cuando la honestidad corporal -ser mujer, ser negra, ser migrante, ser pobre, ser visible- se vuelve motivo suficiente para sufrir violencia o incluso para morir? Esta pregunta se vuelve urgente al observar dos realidades que, aunque distintas en su forma, comparten una raíz común: el asesinato de mujeres a manos de sus parejas o exparejas y la represión violenta que sufren las personas migrantes -especialmente, aunque no solo, varones racializados- que ejercen la venta ambulante en espacios públicos (los llamados “manteros”). En ambos casos, lo que está en juego es el cuerpo: su posición social, su visibilidad, su (des)obediencia a las normas impuestas por un orden patriarcal, racista y colonial.

Los feminicidios, en su dimensión más extrema, son la expresión de un sistema de control masculino que no tolera la autonomía de las mujeres. La decisión de romper una relación, de vivir sin miedo, de tener un cuerpo libre, puede desencadenar la violencia letal de quien cree tener derecho de posesión sobre ese cuerpo. El asesinato, en estos casos, es una respuesta brutal al cuerpo honesto de una mujer que dice “no”.

Del otro lado, los manteros -migrantes africanos sin papeles- viven cotidianamente la criminalización de sus cuerpos. No hay delito más allá de ocupar el espacio público, de vender sus productos para sobrevivir. Sin embargo, su presencia se convierte en un problema de “seguridad” y la respuesta es la persecución, las multas, las agresiones físicas, el despojo. Aquí también el cuerpo honesto -visible, trabajador, resistente- se enfrenta al castigo de un poder que no tolera lo que escapa a su control: la economía informal, la movilidad migrante, la dignidad del que no se rinde.
Intersecciones letales

Como señala Patricia Hill Collins, estas violencias no son aleatorias, sino que se producen en lo que ella llama “intersecciones letales”: puntos donde el género, la raza, la clase y otras formas de opresión se cruzan de manera potencialmente mortal. Esas intersecciones nos obligan a repensar cómo y por qué se ejerce la violencia y a quién afecta con mayor fuerza. No se trata de sumar opresiones, sino de comprender cómo se entrelazan para generar formas específicas de vulnerabilidad.

Ambas situaciones -el feminicidio y la represión policial a los manteros- revelan cómo ciertos cuerpos son marcados como “asesinables”, como desechables, como no merecedores de protección. Son cuerpos que incomodan, que no encajan, que desobedecen. Pero también son, en su honestidad, cuerpos que resisten: que se niegan a desaparecer, que luchan por existir con dignidad.

Por eso, pensar desde el cuerpo honesto de Jordan no es solo una denuncia, sino también una afirmación política. Significa recuperar la potencia de los cuerpos que aman, que trabajan, que migran, que se liberan. Significa escuchar sus voces, respetar sus vidas y construir alianzas que rompan con las lógicas de violencia que los amenazan. La lucha contra el feminicidio y contra el racismo institucional no pueden entenderse por separado. Se trata de desmontar el poder que impone qué cuerpos importan y cuáles no. Y eso comienza por reconocer que los cuerpos honestos no están solos: se encuentran, se cuidan, se defienden.
 
Los cuerpos honestos no se pliegan al miedo ni a la invisibilidad, son muchos, y todos necesitan ser defendidos con la misma fuerza. No podemos permitirnos seguir mirando estas violencias de forma fragmentada. Hacerlo es reproducir la misma lógica que jerarquiza las vidas y las luchas.

La apuesta por los cuerpos honestos no puede ser parcial. Requiere de una sensibilidad radical y transversal que se implique en desmontar todas esas intersecciones letales. Eso solo será posible si aprendemos a mirar más allá de nuestras propias urgencias, a escuchar las voces que aún nos resultan lejanas, a estar, juntas y juntos, donde se nos convoca porque se nos necesita.
 

domingo, 10 de agosto de 2025

Ilsos del Zalama o Alto de las Canales, Zalama, La Mana y El Mirón

Repito paseo realizado hace cinco años, cuando todavía no tenía los 60 😄 Hoy sin mastines, cabras, buitres o alimoches. Pero con la misma sensación de caminar por un terreno mágico.
A las 7:50 he salido desde el puerto de Los Tornos, ¡hoy con 16 ºC!, subida hasta Ilsos de Zalama o Alto de las Canales (1.335 m. / 8:44 h.); Zalama (1.342 m. / 9:00 h.), tercera cima más alta de Bizkaia tras Gorbeia y Aldamin; La Mana (1.203 m. / 9:25 h.); y El Mirón (1.093 m. / 9:50 h.). Y vuelta, repitiendo recorrido a la inversa y llegando al puerto a las 11:35 h.
 



 




Ilsos del Zalama / Alto de las Canales.

Cresta hasta Zalama.
Mojón divisorio entre los valles de Mena, Soba y Karrantza, y la merindad de Montija.




Zalama.




Turbera.


 

Turberas desde La Mana.



Pantano de Ordunte.

El Mirón desde La Mana.

Subida a El Mirón.


Esto es lo que nos espera a la vuelta: bajar, subir a La Mana, volver a bajar y subir hasta la turbera.

La Mana y el Mirón desde la turbera.