Cuando las montañas bailan
Traducción de Inés Clavero
Gallo Nero, 2024
"Las montañas son cuerpos mixtos, sólidos habitados por líquidos, que vibran constantemente. No tienen nada de tierra firme. Bailan porque las placas tectónicas flotan al ondular. Oscilan sobre el manto, colosales y sensibles, del mismo modo que los icebergs se mecen en el agua. También están pobladas de fantasmas que antaño realizaron sus propias cabriolas, de una panoplia de existencias fosilizadas que se mezcla con los animales, los vegetales y todos los seres vivos de ahora, hasta el punto de que es inconcebible definir la montaña sin recoger sus interacciones.
A partir de todo esto, ¿no cabría concluir que las superficies de la Tierra están ligadas a las profundidades? ¿Que lo alto y lo bajo se entrelazan y que el vals de los seres vivos es general?
Cuando las montañas bailan, incluso las rocas viven".
Este ha sido, tal vez, mi libro de este agosto, un libro que representa como ningún otro mi experiencia de lo que ha sido este verano. El año pasado fue De la amistad con una montaña, de Pascal Bruckner. Como Bruckner, Olivier Remaud es un filósofo caminante, o un caminante que filosofa. Peripatéticos de altura, enamorados de las montañas, en las que han encontrado claves fundamentales para su reflexión.
Inspirado por autoras como Nam Shepherd y su excepcional La montaña viva (Errata naturae,2019; traducción de Silvia Moreno Parrado), a quien cita profusamente, o por la imprescindible Rachel Carson, Remaud elabora una propuesta de geosolidaridad que, superando el "chovinismo orgánico", nos permita establecer un auténtico diálogo con la Tierra. Algo que me parece esencial en esta época de extractivismo brutal, en la que la búsqueda y explotación de las denominadas "tierras raras" se ha convertido en la paradójica base de un capitalismo supuestamente "inmaterial".
"La cuestión ecológica de las condiciones de existencia de los seres obliga a descartar la concepción del mundo mineral como algo fijo y ajeno a las dinámicas biológicas. Se trata de un problema más amplio de coreografía. Para formar un conjunto, es esencial que los cuerpos se animen entre sí y que ninguno se quede sin subir al escenario. Poco importa que unos se desplacen más despacio que otros, la diversidad de los ritmos es valiosa. Las piedras son cuerpos. El nuestro leva otros ritmos. Cada cuerpo tiene una velocidad propia. Desde el momento en que pensamos en un ser determinado que habita un territorio concreto, no podemos dejar fuera a los materiales geológicos de la biosfera a la que pertenece. Este baile cosmopolítico incluye a las nubes, al viento o al aire, y requiere difuminar la línea divisoria entre el mundo vivo y el no vivo. Abandonarse sin descanso a esta danza es indispensable para construir unas formas de habitar la Tierra más transtemporales, más recíprocas, más armónicas. Por mucho que se mantengan unidos, los seres, los entes y los elementos que no están considerados vivos sufren cada vez más destrucción, opresión y muerte".
Una propuesta de animismo racional que ponga límites a una razón desencarnada, autófaga, desvinculada de todo lo orgánico, practicante de "la virtud de no arrancar a la flor de la razón de su tallo que crece bajo tierra". Una ecología afectiva que nos vincule, también emocionalmente, a todo el territorio que habitamos. Bajar el ritmo alocado de nuestras vidas formateadas por las exigencias insostenibles del Capitaloceno, aprender de los líquenes y el musgo, ser frugales y hospitalarios, coevolucionar simbióticamente.
Un libro para releer y repensar. Tras su lectura las montañas, las rocas, la Tierra, nuestra relación con ellas, no será la misma.
"Si hasta el liquen murmura, el copo de nieve vibra y el viento ulula, no tenemos más que limitarnos a utilizar nuestras frecuencias sin comernos las del resto de seres vivos. Pero para tomar asiento en la orquesta de la Tierra, debemos aprender de nuevo a esperar".