jueves, 31 de octubre de 2024

Ni Palacio de Justicia ni Teresa de Calcuta

El campo de las políticas sociales, tanto en su dimensión político-institucional como en la de la intervención directa, comparte, explícita o tácitamente, un principio analítico fundamental que articula un orden o régimen de justificación (Boltanski y Thévenot) invocado para legitimar y evaluar sus acciones. Este principio puede expresarse, de forma simplificada, así:

1) Los grandes problemas sociales, los que se agrupan bajo las categorías de la pobreza y la exclusión social, tienen un origen estructural.

2) Actuar sobre las causas estructurales de tales problemas es enormemente complejo, exigiría acuerdos sociales muy mayoritarios, prácticamente imposibles de conseguir, y su “solución” nos coloca en una lógica antisistémica, anticapitalista, literalmente revolucionaria.

3) De este modo, la posibilidad de construir consensos mayoritarios sólidos para la eliminación de la pobreza y la exclusión puede ser un ideal al que aspirar, pero no parece que esté a nuestro alcance.

4) Siendo imposible la eliminación de la desigualdad lo que nos quedaría es actuar en el espacio del “arreglo”, de la mejora de las (malas) condiciones, de la reforma, de la reducción de daños o, en el mejor de los casos, en la búsqueda de palancas que puedan impulsar el cambio individual en la situación de las personas en exclusión.

A partir de este orden de justificación se ha acabado por asumir que las políticas sociales “funcionan” siempre que se muestren eficaces como herramientas de reducción de daños, como última red de protección o, en su versión más ambiciosa, como medios para la activación sociolaboral y el cambio en la posición social de las personas excluidas. No cambian la estructura de desigualdad, pero mejoran porcentualmente las situaciones de exclusión.

La decisión del Ayuntamiento de Donostia de suspender las cenas solidarias ofrecidas desde hace cuatro años por el colectivo ciudadano Kaleko Afari Solidarioak en Egia echa por tierra todo este discurso legitimador de nuestras políticas sociales. Es inaceptable que el Ayuntamiento aliente la confusión indiferenciada entre el discurso de la seguridad y la intervención solidaria de emergencia, confusión que solo sirve para que el securitarismo expulse al humanitarismo de nuestras calles. Sin dar ninguna alternativa, sin asumir institucionalmente la obligación de velar porque ninguna persona que habite en Donostia carezca de lo más básico: de alimento, de techo, de reconocimiento, de escucha.
Lo mismo ocurre si nos aproximamos al funcionamiento en Bilbao del SMUS (Servicios Municipales de Urgencias), como denunciaron en junio ASETU Herri Biltegia, Atxuri Harrera, Irala Harrera, Ongi Etorri Errefuxiatuak y SOS Racismo: colas diarias sin garantía de poder acceder a los recursos de alojamiento provisional, servicios de comedor o acceso al empadronamiento social; un sistema de citas online en estos tiempos en los que, aparentemente, crece la sensibilidad contra la brecha digital; listas de espera de más de dos meses; insuficiencia de recursos y saturación de los servicios.

En su ensayo de 1996, La humanidad perdida, el filósofo Alain Finkielkraut escribió: “En nombre de la ideología nos negábamos ayer a dejarnos engañar por el sufrimiento. Enfrentados al sufrimiento, y con toda la miseria del mundo al alcance de la vista, nos negamos ahora a dejarnos engañar por la ideología”. En Euskadi, como en el resto de las sociedades ricas, hace tiempo que no nos dejamos “engañar” por la ideología y hemos abandonado cualquier pretensión de cambio estructural; pero, de un tiempo para acá, también hemos empezado a rechazar dejarnos “engañar” por el sufrimiento, por más a la vista que lo tengamos.

Los hechos de Egia han ocurrido muy cerca del Palacio de Justicia de Donostia, situado en la plaza Teresa de Calcuta. Todo un símbolo. Podíamos elegir entre la justicia de los derechos fundamentales para todas las personas o la intervención humanitaria de emergencia que, no sin contradicciones, encarna la religiosa. Pero estamos rechazando tanto la una como la otra. Ni la ideología ni el sufrimiento. Ni cambio estructural ni eficacia en la intervención de urgencia. ¿Cuál va a ser, entonces, el régimen de justificación de nuestras políticas sociales?

PUBLICADO EN HORDAGO-EL SALTO

martes, 29 de octubre de 2024

La Central

Élisabeth Filhol
La Central
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Anagrama, 2024

"Visto en la televisión ese día 27 de marzo de 2007: seis hombres bajan haciendo rápel con movimientos tremendamente regulares y en coreografía perfecta por el aerorrefrigerador de Belleville-sur-Loire, se detienen a dos tercios del descenso para pintar en letras negras la palabra DANGER [...].
Que sí, los peligros de la energía nuclear. A puerta cerrada. Una olla a presión. Y a la espera de que se reanude, diecinueve centrales alimentan la red para que todo el mundo pueda consumir, sin racionamiento, sin pensar, con un simple gesto. ¿Solidarios en las centrales de los que entran a montar un espectáculo? ¿Acaso son solidarios ellos con nosotros?".


Una novela que explora las difíciles condiciones de trabajo en las plantas nucleares en Francia. Una certera reflexión sobre ese mundo casi siempre oculto de "trabajos sucios" sobre los que construimos nuestra existencia cotidiana.

A través de los ojos del protagonista, Yann, un trabajador temporal en el sector nuclear, la autora detalla la vida de los empleados subcontratados que laboran en condiciones peligrosas y precarias, enfrentando altos niveles de radiación, bajos salarios, y constantes mudanzas de una planta a otra.

La autora utiliza una narrativa cruda y detallada para exponer el impacto psicológico y físico que estos trabajos tienen sobre los trabajadores, incluyendo temas de ansiedad, desgaste físico y aislamiento. La novela también muestra cómo la precarización laboral influye en la dignidad humana, reflejando una realidad social más amplia donde los riesgos industriales recaen principalmente en los sectores laborales más vulnerables.

"La Central" es, por tanto, una crítica al sistema laboral que invisibiliza y deshumaniza a sus trabajadores en pos del beneficio económico y la eficiencia energética.

Además de Philippe, el protagonista y narrador principal, otros personajes secundarios son también trabajadores subcontratados en distintas plantas nucleares de Francia. Cada uno enfrenta condiciones de trabajo intensas, viajando de planta en planta para realizar labores de mantenimiento en condiciones físicas y emocionales extenuantes. La autora introduce figuras que reflejan la diversidad de experiencias y personalidades dentro de este grupo marginado, donde algunos están resignados a una vida de precariedad y otros intentan resistir. Sin embargo, todos comparten una especie de hermandad tácita basada en la supervivencia diaria y el temor constante a los riesgos invisibles, como la radiación.

Uno de los personajes secundarios más importantes es Jean-Yves, un veterano de la industria nuclear que lleva años trabajando en este campo, una figura paternal, con una visión dura y realista sobre la industria, a la que describe como una maquinaria que consume y desgasta sin compasión a sus trabajadores. Su experiencia y conocimiento lo convierten en un mentor para Yann, aunque su cinismo representa también el futuro que espera a los más jóvenes si persisten en este tipo de trabajo: 

"A muchos les sale más a cuenta trabajar en la industria nuclear que en la de la construcción o la del automóvil. la prueba es que todos los días te cruzas con gente que podría haber cambiado de vida, que ya llevan lo suyo encima y, sin embargo, ahí están y ahí siguen. ¿Qué los atrae?
[...] Aquí no hay nada que no puedas encontrar en otro sitio. Lo demás es empeñarse, caer y recaer por este camino por motivos equivocados. [...] A esos les gusta pasar miedo. la mayoría jóvenes. De dotas formas, a este ritmo nadie llega a viejo".

Élisabeth Filhol emplea un estilo directo y a menudo clínico, casi documental, que refleja el ambiente frío y controlado de las centrales nucleares. Utiliza descripciones precisas de los procedimientos técnicos, los protocolos de seguridad y la rutina diaria de los trabajadores, lo que contribuye a una sensación de claustrofobia y tensión.

La Central no solo es un retrato de la industria nuclear y sus empleados, sino también una exploración profunda de la precarización y la invisibilización de ciertos trabajadores en la sociedad moderna. Filhol firma una crónica que pone el foco en los sacrificios físicos y emocionales de estos empleados, desentrañando la relación de dependencia que tienen con un sistema que, irónicamente, necesita de ellos pero los considera desechables.

lunes, 28 de octubre de 2024

Las furias

John Connolly
Las furias
Traducción de Mar Rodríguez Vázquez y Vicente Campos González
Tusquets, 2024

 "La vida no es justa, pero es más dura para unos que para otros, y las mujeres, las personas de color y los pobres siempre se cuentan entre las personas sobre las que se ejerce más control y a las que se les imponen más limitaciones. Quienquiera que afirme algo distinto miente, y quienquiera que favorezca esa injusticia es un estafador. Aquí termina la lección".


Las Furias o Erinias son divinidades mitológicas que perseguían y atormentaban a quienes habían cometido crímenes no castigados, especialmente aquellas acciones malvadas ejecutadas contra personas particularmente vulnerables, como las personas ancianas, madres y padres, o personas socialmente marginadas como las que sobreviven con la mendicidad. Por sus actividades eran relacionadas con el Hades, el Inframundo, y Esquilo las denominó "hijas de la Noche", pero también se las conocía con el título de Euménides o "las benévolas".

John Connolly se mueve con maestría en estos contextos en los que mito y realidad, justicia y venganza, oscuridad y luz, se entremezclan. En este libro, el vigésimo primero de la serie dedicada al detective Charlie Parker, Connolly reúne dos historias independientes, "Las hermanas Strange" y "Las furias", vinculadas por el hecho de que en las dos la violencia machista es parte fundamental de la trama. Junto con siniestros coleccionistas de monedas muy antiguas, misteriosos símbolos rúnicos, entidades que habitan en el interior de seres no plenamente humanos, referencias religiosas, espeluznantes asesinatos, niñas espectrales. Y junto con el Braycott Armas, un hotel que el paso del tiempo había convertido en "una mancha en el carácter de la ciudad de Portland, una desgracia sobre sus habitantes y un depósito de criminalidad". Y mujeres fuertes, muy capaces de cuidarse de sí mismas.

Cada nueva novela de Connolly es siempre un regalo. En este caso, dos.

"Tiempo atrás conocí a un escritor que creía que algunos hombres eran moralmente tan corruptos que su depravación cobraba una expresión física, en otras palabras, su deformidad moral se manifestaba como una alteración de sus facciones o su constitución. Me dio la impresión de que esa idea era una variación de la frenología o la fisiognomía, esas convicciones psudocientíficas ya desacreditadas según las cuales la forma del cráneo o del rostro de alguien podían revelar los rasgos esenciales de su carácter. Si eso fuera verdad, el trabajo de hacer cumplir la ley sería muchísimo más sencillo: no habría más que meter en la cárcel a todos los feos. Pero la maldad -la verdadera maldad, no las prosaicas travesuras humanas nacidas del temor, de la envidia, de la ira o de la codicia- es experta en ocultarse, porque quiere sobrevivir y persistir. Solo se muestra cuando está preparada o cuando se le fuerza a hacerlo; ni siquiera el mal puede librarse de las normas de la naturaleza".