sábado, 15 de noviembre de 2025

Onitsha

J.M.G. Le  Clézio
Onitsha
Traducción de Alberto Conde
Tusquets, 2008 

"Fintan no quería concederse descanso alguno. Quería verlo todo, guardarlo todo, para los meses, los años venideros. cada calle de la ciudad, cada casa, cada tienda del mercado, los telares, los cobertizos del Wharf. Quería corres descalzo, sin parar, como el día en que Bony lo llevó hasta el borde del precipicio, a la gran piedra gris desde la que vio el barranco y el valle del rio Mamu. Quería conservar la memoria de todo, de por vida. Cada habitación de Ibusun, cada señal en las puertas, el olor a cemento fresco de la habitación de paso, la alfombra de los escorpiones, el limero del jardín con sus hojas enjaretadas por las hormigas, el vuelo de los buitres en cielo tormentoso. De pie en la veranda miraba los relámpagos. A la espera del fragor del trueno, como al día siguiente de su llegada. No podía dejar nada en el olvido".


Una novela sensible, atmosférica, que se despliega como un largo viaje hacia la memoria, la infancia y la desmesura del mundo colonial. Es un libro que se lee casi como un sueño: en sus páginas la realidad se mezcla con la fábula, y el paisaje húmedo y vibrante de la ribera del Níger parece absorber a los personajes, empujándolos hacia un destino que no siempre comprenden.

La historia comienza con la travesía de un niño de doce años, Fintan, que en 1948 abandona Francia junto a su madre para reencontrarse con un padre ausente en la remota Onitsha, una ciudad comercial y portuaria nigeriana en el estado de Anambra, que, ya desde las primeras descripciones, aparece teñida por la nostalgia y la ambigüedad. Le Clézio convierte ese viaje en un rito de iniciación: el barco, los puertos intermedios, las miradas furtivas de otros viajeros, el calor creciente… todo prefigura un tránsito no solo geográfico sino emocional. Fintan entra en África con los ojos, el corazón y la mente abiertas, dispuesto a dejarse afectar por un mundo que para los adultos -prisioneros de sus obsesiones, miedos y prejuicios coloniales- resulta demasiado complejo.

El reencuentro familiar no trae armonía. Geoffroy, el padre, vive atrapado en una obsesión histórica -la leyenda de la reina de Meroe, el eco de civilizaciones perdidas que él intenta reconstruir que funciona como metáfora de su incapacidad para habitar el presente. La madre, Maou, observa ese delirio con una mezcla de ternura y desazón, mientras intenta sostener una vida doméstica en un entorno marcado por la violencia latente del colonialismo. La mirada de Le Clézio sobre este mundo muestra las tensiones raciales, la injusticia de las jerarquías coloniales, la incomodidad de quienes intuyen que su presencia allí se funda en una usurpación.

A través de Fintan, la novela recupera un modo de ver que roza lo mítico: la amistad con los niños africanos, el descubrimiento del río como una fuerza viva, la sensación de que la verdad del lugar reside más en las historias locales que en los discursos “civilizadores” europeos. El contraste entre la imaginación infantil y la rigidez desesperada del padre mantiene el relato en una vibración constante. El África de Onitsha no es un decorado exótico, sino un espacio que transforma y, al mismo tiempo, es desgarrado por la historia.

Cuando la narración avanza hacia su tramo final, la novela abre una grieta hacia el futuro: la sombra de la guerra de Biafra, en 1968, se proyecta sobre los destinos de los personajes y sobre el territorio mismo. Le Clézio no convierte su obra en una crónica bélica, pero sí anuncia la devastación que está por venir, devastación cuyo símbolo más sobrecogedor sería la hambruna masiva y su rostro infantil más reconocido, el kwashiorkor: esos cuerpos de niñas y niños hinchados por la desnutrición extrema, convertidos en emblema de un conflicto que el mundo solo miró cuando ya era tarde. La aparición de estas referencias no es un apéndice histórico, sino el cierre orgánico de una novela atravesada por la fragilidad de las vidas coloniales y por la violencia estructural que las sostenía. La infancia luminosa de Fintan, los paisajes del Níger, las leyendas antiguas y los delirios de los colonizadores quedan así reconfigurados a la luz de una catástrofe que convierte la memoria en duelo.

Somos libres de cambiar el mundo

Lyndsey Stonebridge
Somos libres de cambiar el mundo: Pensar como Hannah Arendt
Traducción de Sion Serra Lopes
Ariel, 2024

"Hay una enorme diferencia entre tener que existir -¿por qué he nacido?- y ser capaz de llevar una existencia verdaderamente humana entre los demás [...]. Este fue el punto de partida común del existencialismo del siglo XX, y el de Hannah Arendt. No existe ninguna autoridad, ningún significado predefinido que pueda transmitirse de generación en generación. Patinamos sobre una fina capa de hielo. Pero, a diferencia de otros filósofos coetáneos, Arendt no creía que la existencia misma se volviera absurda debido a esta falta de fundamento. Tampoco pensaba que la mera fuerza de voluntad permitiera trascender las limitaciones de la existencia. Ya se había comprobado que la ilusión más letal de los filósofos era creer que el pensamiento por sí solo podía dar forma al mundo. A mediados del siglo XX, la tragedia de convertir las ideas, incluso las buenas, en realidad mediante la violencia, ya fuese sangrienta o administrativa, estaba a la vista de todos. [...]
El error que, según ella, cometieron muchos de sus coetáneos existencialistas fue asumir que la catástrofe moderna era un problema personal y que el dilema sobre cómo sobrevivir solo podía ser individual. [...] [L]e inquietaba que una preocupación obsesiva por vivir una vida realmente libre significara que la gente había perdido la capacidad de ver que lo que había fallado no era la existencia individual, sino nuestra existencia plural: nuestra política, en otras palabras. No eres tú; de verdad somos nosotros".


El libro de Lyndsey Stonebridge, Somos libres de cambiar el mundo, con su maravilloso subtítulo en inglés -"Hannah Arendt’s Lessons in Love and Disobedience"-, no respetado en la traducción al español, es un análisis profundo de la relevancia contemporánea del pensamiento de Hannah Arendt, abordando temas centrales como la libertad, la acción política y la desobediencia civil. A través de una mezcla de biografía e interpretación filosófica, Lyndsey Stonebridge destaca cómo las experiencias personales de Arendt, como su exilio de la Alemania nazi y su análisis del totalitarismo, moldearon su concepción de la vida política. La autora también reflexiona sobre la aplicabilidad de las ideas de Arendt en la actualidad, sugiriendo que su énfasis en el pensamiento crítico, la acción colectiva y la valoración de la diversidad son esenciales para enfrentar los desafíos políticos contemporáneos. ​

Arendt sostenía que la libertad no es solo la ausencia de opresión, sino la capacidad de actuar y pensar en el espacio público. Según Stonebridge, esta noción es crucial en un mundo donde la política a menudo está dominada por la apatía o la manipulación mediática. La autora recalca la importancia del pensamiento crítico, siguiendo la línea de Arendt, como un acto de resistencia contra el conformismo y la propaganda.

Lyndsey Stonebridge explora la relación entre el amor y la política en el pensamiento de Hannah Arendt. Aunque esta desconfiaba del amor como fundamento político (porque puede ser demasiado personal y excluyente), reconocía su papel en la apreciación de la pluralidad humana. El amor entendido como respeto por la otredad es esencial para la convivencia democrática y la formación de comunidades políticas justas.

"El amor a la diferencia humana, el amor que nos hace a todos del mundo, es una condición para diseñar una política mejor, pero no puede ser un objetivo político en sí mismo sin hacer añicos esa misma premisa. Las cuestiones del poder y la diferencia, de quién es merecedor de amor o no, o de quién es querible o no, no son ni deben ser nunca cuestiones de política por la simple razón de que las respuestas a esas preguntas solo pueden ser formas de tiranía. Para Arendt, si uno no quiere que la gente muera en campos de exterminio o padezca la pobreza, el exilio y la indignidad, en lugar de amarla haría mejor en implicarse directamente en los agotadores procesos de persuasión, negociación y afiliación, que son los procesos de la ley y de la política: en otras palabras, actuar y asumir la responsabilidad política y moral en un mundo tortuoso".

Un punto central del libro es la desobediencia civil como forma legítima de acción política. Para Arendt, desobedecer leyes injustas no es solo un derecho, sino una obligación moral en regímenes donde la justicia está comprometida. Arendt veía la desobediencia civil no solo como un derecho, sino como una responsabilidad de los ciudadanos para preservar la justicia y la libertad en la sociedad. ​Stonebridge vincula este concepto con movimientos contemporáneos, como las protestas por la justicia social y el cambio climático, demostrando la vigencia de estas ideas.

"Los actos de desobediencia civil no consistían ni en saltarse la ley como los delincuentes ni en rechazarla en bloque como los anarquistas o los terroristas. En la desobediencia civil, Hannah Arendt vio cómo el acto moral de la conciencia individual -no puedo vivir conmigo mismo si consiento esto- podía convertirse en ciertas circunstancias también en un acto político".

Interesantísima la relación con La primavera silenciosa de Rachel Carson ("otra mujer que se negó a aceptar el mundo moderno en los términos en los que lo ofrecían"), publicado cuatro años después de La condición humana:

"No tengo -escribe Stonebridge- cómo demostrar que Arendt hubiese leído el libro de Carson, pero hacia el final de su vida describiría el reciente y repentino despertar ante las amenazas al medio ambiente como el primer rayo de esperanza en la resistencia contra la cultura del «ir es la meta» del despilfarro, la obsolescencia, el abuso, el mal uso y lo desechable".

Stonebridge argumenta que las lecciones de Arendt son más necesarias que nunca en un mundo donde el autoritarismo, la polarización y la desinformación amenazan la democracia. La autora nos invita no solo reflexionar sobre estos temas, sino a involucrarse activamente en la vida política, reivindicando la importancia de la acción y el pensamiento libre.

"Las cosas verdaderamente irreparables ocurren a menudo -y en apariencia- casi por accidente, a veces a partir de una línea sin importancia que cruzamos sin dificultad, seguros de que no va a pasar nada, y entonces se levanta ese muro que realmente divide a la gente, escribió a Jaspers. Hablaba de Husserl [expulsado de la universidad por su condición de judío, con la firma de Heidegger]; y de ella misma".

Las preguntas que Arendt se planteó desde su juventud -por qué las otras y los otros importan, qué relevancia tienen en la configuración de nuestra vida y de nuestro mundo- atraviesan toda su obra y constituyen el trasfondo ético de su pensamiento político. 

"El enigma  sobre el que se interrogó por primera vez en su tesis sobre Agustín le acompañaría toda la vida: ¿qué relevancia tienen los demás en nuestras vidas? ¿Por qué son importantes? ¿Por qué deberían serlo? O, parafraseando una queja habitual en nuestras esferas públicas actuales, ¿por qué debería importarme?".

Esa preocupación por la alteridad es inseparable de su convicción de que el mal florece allí donde falta precisamente esa atención reflexiva a los demás: la irreflexión, entendida como la renuncia a pensar desde la perspectiva del otro, crea las condiciones para que la deshumanización se vuelva posible: "la irreflexión [crea] las condiciones para el mal", como señaló en La vida en el espíritu.

Pero esta misma exigencia ética complica la lectura de su propia biografía. ¿Cómo confiar en el juicio de una pensadora que, aun siendo una de las analistas más lúcidas del totalitarismo, mantuvo vínculos afectivos e intelectuales con Heidegger, quien colaboró con el nacionalsocialismo? 

"¿Cómo podemos confiar en el juicio de una mujer que no tuvo suficientemente con perdonar a su examante nazi (Heidegger se afilió al Partido Nacionalsocialista en 1933), sino que además promocionó sus libros y supervisó colecciones y traducciones, para desagraviarlo?".

La tensión no se resuelve fácilmente: más bien revela que Hannah Arendt vivió en carne propia la dificultad de pensar y actuar a la altura de sus propios ideales. Su relación con Heidegger muestra que incluso quienes conocen el peligro de la irreflexión pueden quedar atrapadas en lealtades afectivas ambiguas, pero también que el esfuerzo de comprender -sin absolver- forma parte de la misma tarea de “hacernos responsables del mundo” que ella defendía.

Un libro fascinante, para leer con detenimiento, que es también una invitación, casi una exhortación, a recuperar el espíritu crítico y participativo en la política, inspirado en el legado de Arendt. Un libro absolutamente recomendable para quienes buscan entender cómo la filosofía y la ciencia social pueden iluminar los desafíos contemporáneos y motivar el cambio social.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Los domingos: ¿búsqueda o llamada?

La película Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, constituye una de las aproximaciones más sugerentes al fenómeno religioso en el cine contemporáneo. En un contexto cultural fuertemente secularizado, donde la experiencia de la fe suele interpretarse exclusivamente en clave psicológica o sociológica, la película plantea una pregunta tan incómoda como inesperada: ¿y si lo que parece una crisis interior o una búsqueda desesperada de sentido fuera, en realidad, una llamada? Esta ambigüedad -entre el vacío existencial y la vocación religiosa- estructura una posible lectura del filme y de su protagonista, Ainara, en una sociedad que ha perdido el lenguaje de lo trascendente. En una sociedad secularizada, en la que la experiencia religiosa se percibe como un síntoma (de carencia, de fragilidad, de manipulación) y no como un acontecimiento que irrumpe y reclama una respuesta radical, la película se atreve a situarse justo en ese filo: el que separa la necesidad humana de sentido del encuentro con un “Otro” que oferta ese sentido.
Lo que propongo a continuación es mi propia lectura de una obra compleja y abierta a diversas interpretaciones. Lo hago en un ejercicio consciente de conocimiento situado con el objetivo de contribuir a la conversación abierta por Alauda Ruiz de Azúa.  
AVISO PARA QUIENES NO LA HAN VISTO: En este comentario hablo abiertamente sobre la trama de Los domingos, así que puede arruinarte algunas sorpresas. Si no la has visto, te invito a hacerlo primero -vale la pena- y luego volver por aquí.

El contexto familiar y el eco de un vacío

El entorno de Ainara se sitúa en una cotidianidad reconocible y al mismo tiempo opresiva: una familia herida desde la pérdida de la madre, marcada por el silencio afectivo y por la imposibilidad de comunicación profunda. Esa madre, cuya presencia se mantiene a través de objetos y actos significantes -la medalla de la Virgen que entregó a Ainara con la promesa de su protección, la celebración de la primera comunión de la hermana mediana, la participación del padre comulgando en la misa-, encarna una religiosidad que el resto de la familia interpreta retrospectivamente como desequilibrio. En ese marco, la inquietud espiritual de Ainara parece, a primera vista, una reedición de aquella “locura materna” y una reacción a un malestar familiar y personal. Sin embargo, la película se resiste a confirmar esta interpretación: lo que para unas es manipulación o alienación, para otras puede ser una irrupción de lo sagrado.
La especificidad de Los domingos reside precisamente en la forma que adopta esa experiencia de fe. La película no presenta cualquier tipo de conversión -ni una religiosidad emocional ni un retorno simbólico a las raíces-, sino la más radical y culturalmente incomprensible de las vocaciones: la vida monástica de clausura. En el horizonte de la modernidad tardía, cuando la identidad se define por la autonomía y la autoafirmación, la clausura representa su negación más absoluta: el abandono del mundo, del cuerpo social, de la palabra pública y del deseo de autorrealización. Por ello, el gesto de Ainara no solo desconcierta a su entorno, sino también a la espectadora y al espectador. Su opción no se puede justificar solo desde las categorías de la psicología o la sociología, porque supone un salto cualitativo hacia un orden de sentido que no se deja traducir plenamente en términos modernos.
El título, Los domingos, tiene un valor simbólico fundamental. El domingo es, en la tradición cristiana, el día del Señor, pero también el día familiar por excelencia, asociado al descanso y la convivencia. Alauda Ruiz de Azúa superpone ambas dimensiones y las lleva al límite: Ainara debe elegir entre la fidelidad a su familia, ya desgarrada y sin centro, y la fidelidad a una voz interior que percibe como llamada irrenunciable. En esa elección, el domingo se transforma, deja de ser el día de lo doméstico para recuperar su dimensión sacra, la irrupción de lo divino en el tiempo ordinario. Y la clausura, en ese sentido, puede entenderse como el cumplimiento último del domingo: la suspensión radical del tiempo profano para habitar el tiempo de Dios.

En este contexto el personaje de Maite, la tía agnóstica que intenta hasta el final evitar que Ainara tome una decisión que considera profundamente errada, introduce una tensión decisiva. Maite representa la mirada moderna, ilustrada y racional, convencida de que la libertad consiste en experimentar el mundo: estudiar, viajar, amar, equivocarse. Es una mirada que cualquiera de nosotras y nosotros, quienes vemos la película, no tenemos problemas para entender. Su preocupación por Ainara nace del afecto y de una legítima sospecha de que la joven está siendo objeto de una forma de control sectario. De este modo, Maite pone sobre la mesa una cuestión esencial: la necesidad de discernir entre la vocación auténtica y la manipulación emocional. Desde su perspectiva, la llamada que experimenta su sobrina podría interpretarse como una respuesta desesperada (y equivocada) a la pérdida materna y a la falta de comunicación afectiva en su entorno.
La dolorosa tensión entre Maite y Ainara expresa la tensión entre dos modelos de sentido: uno que concibe la libertad como autonomía, y otro que la entiende como obediencia a una voz que trasciende el yo. La directora no resuelve la ambigüedad, permitiendo que la espectadora o el espectador se sitúen en un espacio abierto entre la explicación psicológica y la posibilidad teológica.

Una crisis contemporánea de sentido

En Los domingos, Alauda Ruiz de Azúa sitúa la experiencia religiosa de Ainara en el corazón de una crisis contemporánea de sentido. Su aparente “vocación” puede entenderse no como un hecho aislado ni como un simple gesto de fe individual, sino como la manifestación de un malestar colectivo muy actual. En un mundo donde los vínculos se han debilitado, donde la identidad se fragmenta y las certezas se disuelven, el impulso religioso reaparece no tanto como continuidad estricta de una tradición, sino como respuesta al vértigo de la intemperie moderna. En este contexto, la película plantea una de las preguntas más hondas del presente: ¿de dónde nace la necesidad de creer en un mundo que parece haber agotado sus relatos de sentido? La historia de Ainara -una joven desorientada que, tras la muerte de su madre, busca en un convento de clausura la promesa de plenitud- trasciende la esfera individual para convertirse en una radiografía de la experiencia espiritual contemporánea. Su vocación no puede comprenderse sin situarla dentro del contexto sociológico de una modernidad caracterizada por el desarraigo y la fragilidad de los vínculos.

En una época de “modernidad líquida”, marcada por la precariedad de las relaciones, la inestabilidad identitaria y la constante obligación de reinventarse, los individuos buscan desesperadamente anclajes que les devuelvan estabilidad y pertenencia. En este escenario, el sujeto moderno se ve obligado a gestionar en soledad el peso de su libertad. La religión, que antaño ofrecía un marco de estabilidad simbólica, se disuelve, pero su ausencia deja un vacío que no tarda en manifestarse como malestar. Ainara encarna ese deseo de detener el flujo, de hallar una estructura que dé forma a lo que la vida exterior ha desbordado. Su búsqueda es una tentativa de reconstruir un suelo firme en medio de la intemperie existencial. El convento, con sus reglas y su ritmo previsible, ofrece lo que el mundo contemporáneo niega: silencio, límite, sentido, resonancia. El convento representa una forma de resistencia frente a la liquidez: un espacio de reglas, límites y silencio que contrasta con la dispersión y el ruido del mundo exterior. Es un enclave de lentitud y recogimiento frente a la saturación de estímulos que define nuestro tiempo.
Pero habitamos una “era del yo secular”, un tiempo en el que el individuo ya no vive en un horizonte de trascendencia compartido, sino en una esfera cerrada de sentido personal. En ese vacío de referencias, la creencia religiosa reaparece no como herencia o tradición, sino como elección estrictamente individual: pasamos de la “confesión” a la “preferencia” religiosa. Sin embargo, ese cambio no elimina el deseo de lo absoluto, lo intensifica. En una cultura donde todo se relativiza, la necesidad de creer se vuelve una necesidad ontológica. Ainara no entra al convento porque crea en Dios de manera tradicional, sino porque intuye que solo en ese espacio puede reencontrar algo absoluto, algo que trascienda la fugacidad de su vida. Su gesto expresa un anhelo de plenitud que sobrevive (¿que se intensifica?) en las sociedades secularizadas.
Desde esta perspectiva, la experiencia religiosa en Los domingos es doble: por un lado, puede verse como una auténtica apertura al misterio; por otro, como un gesto de autoprotección, una búsqueda de seguridad emocional en un mundo desestructurado. La película no resuelve esa ambigüedad, de manera que la vocación de Ainara puede leerse como un fenómeno ambivalente. En parte, responde a un impulso genuino de trascendencia; pero también es un síntoma de la crisis del presente, de la necesidad de refugio ante la descomposición de los vínculos y la pérdida de referentes. La elección de Ainara se sitúa en ese umbral entre la fe y la terapia, entre la entrega y la búsqueda de contención emocional. ¿Huida del mundo o intento de habitarlo de otro modo? Alauda Ruiz de Azúa presenta, en última instancia, una fe sin certidumbres, una apertura silenciosa que devuelve a la espectadora una pregunta esencial: ¿qué significa creer cuando el mundo ya no sostiene nuestras creencias? ¿Qué buscamos cuando buscamos o decimos buscar a Dios? La respuesta no está en la doctrina ni en la psicología, sino en ese territorio incierto donde la necesidad de sentido se cruza con la fragilidad humana, territorio donde persiste la religión no como un residuo del pasado, sino como una forma -a veces perturbadora, a veces luminosa- de resistencia ante la intemperie del presente.
En ese punto de equilibrio, la película permite y exige una reflexión sociológica profunda sobre el contexto en que surgen las experiencias religiosas hoy, en un mundo de vínculos debilitados, de incertidumbre existencial y de deseo de pertenencia. Solo a partir de ese análisis puede discernirse si la vocación de Ainara responde a una auténtica llamada o a una búsqueda de seguridad en un entorno desestructurado.

La orden de las “betinas”: entre clausura y libertad

En Los domingos, las monjas de clausura con las que se relaciona Ainara pertenecen a una congregación ficticia: las “betinas”. Aunque inexistente en la realidad, esta denominación resuena con ecos de dos órdenes históricas: las benedictinas, pilar del monacato occidental, y las beguinas, comunidades femeninas semirreligiosas que florecieron en Flandes durante el siglo XII. La elección del nombre no parece casual: se sitúa entre la obediencia monástica y la libertad mística, entre el voto perpetuo y la búsqueda interior.

El vínculo con las benedictinas se percibe en la estructura del convento: el silencio, la rutina orante, la jerarquía establecida. Sin embargo, algo en las betinas está desplazado, ligeramente fuera de lugar. Son como una copia que conserva la forma, pero no del todo el sentido; una versión imaginaria de la clausura que permite a la directora mirar críticamente la institución sin nombrarla directamente. La clausura se muestra como un espacio de tensión entre fe y deseo, obediencia y disidencia.
La referencia a las beguinas, por su parte, abre otra lectura: aquellas mujeres medievales que, sin pertenecer formalmente a una orden, optaron por una vida de oración y trabajo comunitario sin renunciar a su autonomía. En las betinas de la película parece latir esa espiritualidad libre y femenina, una mística que busca la trascendencia sin mediaciones masculinas ni estructuras rígidas. En este contexto, la frase que las monjas repiten en dos ocasiones -“Rezamos las unas por las otras”- adquiere un peso central: es una afirmación de vínculo, de interdependencia y de cuidado mutuo en un entorno regido por la soledad y la obediencia. Es verdad que también puede leerse como una plegaria ambigua, pues ese “rezar” puede entenderse como gesto de amor o como forma de vigilancia espiritual. La película mantiene esa ambivalencia abierta: ¿se rezan las unas por las otras como hermanas o como guardianas?

Así, el nombre “betinas” se convierte en un símbolo de frontera. No designa una institución concreta, sino una posición existencial: la de quienes viven entre el adentro y el afuera, entre la devoción y la rebeldía. La película también interroga el sentido contemporáneo del recogimiento; en un mundo saturado de ruido y exposición, pero también de necesidades y compromisos, ¿puede la clausura seguir siendo un camino hacia la libertad?

Dos experiencias en forma de canción: del amor que ruega al amor que suelta

La banda sonora de Los domingos traza un recorrido emocional que va del ruido del mundo a la intimidad de la confesión. La película se abre con Quédate de Bizarrap y Quevedo, una canción de deseo y urgencia que irrumpe como una provocación sonora en el contexto del convento. Su ritmo profano y su súplica -“quédate que la noche sin ti duele”- marcan el punto de partida: el anhelo de permanencia y la dificultad de separar lo espiritual de lo corporal.
A partir de este inicio, la música coral cumple una función decisiva: no es un simple acompañamiento sonoro, sino otro hilo conductor emocional de la película. Los himnos y salmos que entonan las monjas (ese maravilloso Ave Verum…) pero, sobre todo, las canciones que interpreta el coro en el que participa Ainara, actúan como un lenguaje alternativo capaz de expresar aquello que los personajes no pueden decir con palabras. Destacan dos piezas que estructuran el relato como un díptico de amor y desprendimiento: Into My Arms de Nick Cave y Aitormena de Hertzainak. Ambas canciones, tan distintas en tono, idioma y origen, conversan como dos plegarias que enmarcan el proceso interior de Ainara y las tensiones morales que recorren la historia.
La interpretación de Into My Arms aparece cuando Ainara aún vive con su familia y la posibilidad de su vocación religiosa comienza a insinuarse. La canción se abre con una negación que es a la vez una súplica: “I don’t believe in an interventionist God”. Cave niega el Dios que interviene, pero implora a ese mismo Dios que proteja a quien ama. En Los domingos, la interpretación coral de esta canción se convierte en el verdadero corazón simbólico del relato. La canción articula, desde su tono de oración escéptica, las tensiones que atraviesan a Ainara y a quienes la rodean: la búsqueda de sentido frente a la desorientación, la fe frente al deseo de control, el amor que deja ser frente al que retiene. El narrador de la canción -que confiesa no creer en un Dios intervencionista, pero aun así le ruega que no influya sobre la persona amada- expresa la paradoja que también viven los personajes: todas y todos quieren proteger a Ainara, pero al hacerlo la transforman en objeto de disputa:
No creo en un Dios intervencionista,
pero sé, cariño, que tú sí crees.
Y si lo hiciera, me arrodillaría y le rogaría
que no interviniera en ti,
que no apartara su mirada de ti,
que dejara que siguieras tu propio camino
.
La poderosa letra de Nick Cave -esa oración escéptica en la que alguien que no cree en Dios le pide, sin embargo, que no toque ni cambie a la persona amada- encarna de manera casi exacta el conflicto central de la película. Ainara se encuentra dividida entre una búsqueda espiritual que percibe como auténtica y la presión de su entorno, que la interpreta como desorientación o como producto de una influencia externa. Su familia, aunque la quiere, no logra distinguir entre acompañarla y retenerla. Actúan movidas por el amor, pero también por el miedo: miedo a perderla, a no entenderla, a que su elección signifique una renuncia a ellas y ellos. En ese sentido, Into My Arms funciona como un espejo de ese amor ambivalente: el deseo de cuidar sin controlar, de proteger sin decidir por la persona a la que amamos.
El padre de Ainara, Iñaki, encarna mejor que nadie esa tensión. Su silencio a lo largo de la película, su resistencia a pedirle que se quede, lo sitúan en la posición del narrador de la canción de Cave: alguien que ama sin fe, pero que comprende que la única forma de amar es no intervenir. Pero es fácil que su actitud sea leída como mero pasotismo. Frente a él, el tío Pablo y la tía Maite representan la reacción más humana y desesperada: exigir un gesto que detenga lo inevitable. La escena en la que Pablo, con tono entre paródico y dolido, reza pidiendo que Dios no se la lleve, traduce en clave cómica la misma plegaria de Into My Arms: la súplica de que lo divino no interfiera en lo que amamos. Sin embargo, la película muestra que esa petición es inútil. Ainara ya ha elegido y ni la fe ni la familia pueden decidir por ella. Así, cuando Ainara se marcha y su padre guarda silencio ante el grito desgarrador de Maite -“¡Dile que se quede!”- podemos abrirnos a entender que su silencio no es apatía, sino un acto de amor en el sentido más puro y trágico. Los domingos encuentra, en esa tensión entre la fe y la libertad, entre la plegaria y el silencio, su núcleo ético y emocional. Into My Arms resume esa paradoja con una sencillez devastadora: solo quien aprende a dejar ir puede realmente abrazar.

Por su parte, la presencia de Aitormena de Hertzainak en el momento en que Ainara toma los hábitos funciona como contrapunto y espejo. Si la canción de Nick Cave refleja el conflicto entre la fe y el amor posesivo, Aitormena articula el paso siguiente: la renuncia, el desprendimiento consciente, el reconocimiento de que amar también implica soltar antes de destruir. La letra es la confesión de alguien que reconoce que la relación ha llegado a su fin, no por falta de amor, sino porque el tiempo, la rutina y la vida misma han erosionado algo esencial.
Ez dira betiko garai onenak / azken finean gizaki hutsak gara.
(“No son los mejores tiempos de siempre / al fin y al cabo somos meros seres humanos”).
Se asume que el amor fue verdadero (aitortzen dut izan zarela ene bizitzaren onena -“confieso que has sido lo mejor de mi vida”), pero que es preciso separarse antes de degradarlo (maitia, lehen baino lehen aska gaitezan- “amor, liberémonos cuanto antes”). Es una canción de madurez emocional, en la que se reconocen los límites de lo humano y la necesidad de dejar ir antes de convertir el afecto en prisión. Que el coro la cante cuando Ainara toma los hábitos no puede ser casual. La letra, en ese contexto, funciona en varias capas simultáneas. Desde el punto de vista de Ainara, es una despedida de su vida anterior, de su familia, de su juventud. No se trata de una huida, sino de una aceptación de que algo se ha agotado y de que su camino vital exige una ruptura:
Ez dakigu non dagoen hoberena. Bila dezagun beste lekuetan.
(“No sabemos dónde está lo mejor. Busquémoslo en otros lugares”).
Desde la perspectiva de la familia, la canción se puede escuchar como la respuesta que nunca recibieron: la declaración que explica sin justificar, que dice “os quiero, pero tengo que irme”. Y cuando el coro canta (en plural) “maitia, lehen baino lehen aska gaitezan” (“amor, liberémonos cuanto antes”) sugiere que la ruptura no pertenece solo a Ainara, sino a toda su familia: todas y todos deben aprender a soltarse mutuamente.
Así, lo que en Into My Arms era súplica y temor se convierte ahora en aceptación. La película traza, entre ambas canciones, un recorrido espiritual: del deseo de intervención al reconocimiento del límite, de la oración impotente a la confesión lúcida, del amor que retiene al amor que libera. Si Into My Arms expresaba la voz de quien teme perder, Aitormena expresa la de quien se va y reconoce que separarse también puede ser un acto de amor. En la canción de Hertzainak no hay rencor ni dramatismo, sino lucidez y renuncia serena. El contraste entre ambas canciones revela también la madurez de la mirada de la película, que no juzga la fe ni la ausencia de fe, la vocación religiosa ni la vida laica, sino que pone en juego es la dificultad de amar sin apropiarse de la otra, del otro. En ese sentido, la película traza un recorrido que podría describirse como un aprendizaje del amor sin posesión: del impulso de retener a la serenidad de soltar.
Cuando el coro entona Aitormena y Ainara desaparece tras los muros del convento, lo que resuena no es solo la historia de una joven que se separa de su familia, sino la constatación de que toda relación humana está atravesada por la pérdida. La película encuentra ahí su verdad más íntima: que el amor, en todas sus formas -familiar, espiritual, o romántico-, es siempre un aprendizaje de la renuncia. La música de Cave y de Hertzainak, traducidas al registro coral de la trama, hacen visible esa paradoja: de la súplica a la confesión, del miedo al desprendimiento, Los domingos narra cómo aprender a dejar ir puede ser, paradójicamente, la forma más profunda de amor.

Ruptura y filiación: la dimensión evangélica del desarraigo

La ruptura o distanciamiento del núcleo familiar es un motivo recurrente en los relatos de conversión religiosa y simboliza el paso de una identidad “natural” (la que se hereda por sangre, cultura o costumbre) a una identidad “espiritual”, elegida libremente y fundada en una nueva pertenencia. La separación de Ainara, tanto de su familia como del mundo exterior, repite un patrón arquetípico: la ruptura inicial no es mero abandono, sino rito de paso. Al cortar con los lazos familiares, la protagonista abre el espacio simbólico para una nueva pertenencia espiritual.
En los relatos evangélicos, la conversión comienza siempre con una ruptura: dejar la casa, el oficio, los padres, los hermanos. Cuando Jesús llama a sus discípulos, ellos abandonan las redes y la familia para seguirle; cuando redefine la filiación (“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”), está trazando el gesto inaugural de toda experiencia religiosa: romper con el linaje natural para acceder a un linaje espiritual. Esa separación no implica desprecio por la familia, sino un tránsito simbólico: el paso de una identidad heredada a una identidad elegida, de la sangre al espíritu.
Se presentaron donde él su madre y sus hermanos, pero no podían llegar hasta él a causa de la gente. Le anunciaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Pero él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 19-21).
En Los domingos, Ainara encarna esa misma tensión en clave contemporánea: la conversión como reconfiguración de pertenencias, la fe como salida de casa, como desarraigo necesario para la posibilidad de un nuevo arraigo.
En las escenas domésticas, la cámara se mantiene próxima, los encuadres cerrados y el sonido apagado transmiten una sensación de estancamiento, de vida detenida, y Ainara se muestra siempre retraída, como ausente. En contraste, el convento se filma con planos más abiertos y silencios más largos: el espacio de clausura se vuelve paradójicamente el lugar de la apertura. Esta inversión visual -el mundo cerrado que libera, el exterior que oprime- refuerza la dimensión simbólica del desarraigo: el corte con lo familiar no es una huida, sino un camino de revelación. El convento ofrece esa estructura sustitutiva: una comunidad ordenada, estable, donde las relaciones se redefinen a partir de un propósito común. Ainara no busca simplemente creer, sino volver a habitar un mundo coherente.

Los domingos reactualiza, así, un motivo ancestral: la fe como salida de casa, el desarraigo como condición de arraigo. En el silencio del convento, la ruptura se vuelve camino; en la soledad, se abre la posibilidad de una nueva comunión. La película revela que, incluso en un tiempo secularizado, la espiritualidad sigue ligada al gesto originario de toda conversión: dejar atrás lo conocido para nacer a una nueva forma de pertenencia.

El rezo y la firma: dos liturgias del adiós

En el tramo final de Los domingos, la relación entre Ainara y Maite alcanza una intensidad extrema. Si hasta ese momento la tía había encarnado la voz del escepticismo, la que no acepta que una adolescente desperdicie su vida tras una ilusión espiritualista, la escena en la que intenta retenerla es también la de una mujer movida por un amor desesperado, que no distingue entre cuidar y dominar. El gesto de Maite al sujetarle el rostro a Ainara es el gesto de quien quiere salvarla a la fuerza, devolverla al terreno firme del mundo, mantenerla en casa. Pero lo que la película muestra con enorme sutileza es que ese gesto de amor se ha vuelto violento: Maite no puede aceptar la alteridad de Ainara, su decisión, su fe.
El movimiento de respuesta de Ainara al retirar suavemente las manos de su tía y responderle con un simple “Rezaré por ti”, es de una fuerza devastadora. No solo porque invierte los papeles –la joven creyente ofreciendo consuelo a la adulta incrédula-, sino porque condensa todo el recorrido emocional de la película en un solo gesto: la renuncia al enfrentamiento, la aceptación de la incomprensión. Ainara no discute ni se defiende, no trata de convencer: responde con compasión con un gesto que, es cierto, puede interpretarse en su exterioridad como expresión de desprecio. Pero esa compasión no tiene nada de altanera, es tan humilde como firme. “Rezaré por ti” no suena a sentencia, sino a acto de amor en el único lenguaje que les queda.
En ese instante, la tensión entre ambas mujeres hasta entonces tan unidas -una que no puede creer y otra que no puede dejar de hacerlo- se resuelve en un silencio de enorme densidad simbólica. Ainara ya pertenece a otro mundo, no porque haya sido capturada por una institución, como piensa Maite, sino porque ha dado un paso interior que las demás no logran seguir. Y Maite, en su desesperación, representa el dolor de quien ama y no puede aceptar que el amor no baste para retener a la persona amada.
La escena posterior, en la notaría, traduce ese conflicto íntimo en un acto absolutamente radical, sacrificial, casi en un exorcismo. Desheredando a su hermano y a su sobrina, Maite intenta dar forma a su ruptura interior con ellos, convertir el dolor en una decisión definitiva. Pero la película, con gran precisión visual, impide que ese gesto se lea como simple venganza: la puesta en escena la muestra en un espacio frío, burocrático, que contrasta con el fervor de la ceremonia religiosa que se intercala en montaje paralelo. Mientras Ainara se postra en la iglesia, con el rostro contra el suelo y los brazos en cruz, Maite firma los documentos que la separan legal y vitalmente de ella. El montaje une dos actos de renuncia que son, en realidad, versiones especulares de un mismo movimiento: Ainara renuncia al mundo; Maite renuncia a Ainara.
La sincronía entre ambas acciones amplifica el sentido trágico de la historia. La película convierte esa simultaneidad en una imagen total de la separación, una doble liturgia que revela que ambas, en el fondo, están intentando dar forma a una pérdida insoportable. En una mirada fugaz, cuando Maite desciende por las escaleras de la notaría, parece observar desde arriba la realidad que está ocurriendo en el convento, como si la distancia física se disolviera en una especie de visión compartida. Esa imagen, casi onírica, une a las dos mujeres más allá de la ruptura: Maite contempla, sin saberlo, la consagración de su sobrina; Ainara, desde su postración, ofrece su entrega no solo a Dios, sino también a quienes deja atrás.

En ese cierre la película alcanza una intensidad emocional que trasciende cualquier discurso religioso. Lo que se pone en juego no es la verdad o falsedad de la fe, sino la dificultad humana de aceptar que el amor no puede salvarlo todo. Maite y Ainara son dos caras de una misma experiencia: la del amor que se quiebra al enfrentarse con la libertad de la otra persona. La película cierra así su movimiento musical: del Into My Arms inicial, donde el amor pide sin poder intervenir, al Aitormena final, donde el amor confiesa y se despide. Entre ambas canciones se despliegan los gestos de Maite y Ainara, que al final se responden sin palabras: la una rezando, la otra desheredando, ambas intentando sobrevivir a la pérdida. En su contraste -la fe que ora silenciosamente, la incredulidad que firma y afirma-, Los domingos encuentra su verdad más dolorosa: que la separación es, a veces, la única forma posible de amor.

Epílogo. El domingo como metáfora del misterio

Si Los domingos se limitara a narrar el caso el de una joven perdida que busca sentido tras la muerte de su madre sería un retrato íntimo y quizá sensible, pero no especialmente original. Lo que le confiere resonancia es la forma en que convierte esa experiencia privada en un espejo de una inquietud colectiva, muy contemporánea: la búsqueda de propósito en una época marcada por la incertidumbre, la desconexión emocional y la necesidad de silencio o trascendencia en medio del ruido.
Con estilo sobrio y mirada empática Alauda Ruiz de Azúa consigue conversar con el anhelo de sentido que sigue atravesando a muchas espectadoras y espectadores. Por eso la película resuena más allá de la trama: habla del deseo de encontrarnos (o reencontrarnos) con algo esencial, aunque no sepamos bien qué, y lo hace con una sinceridad poco frecuente. La directora no explica ni defiende la elección de Ainara, simplemente la muestra en su radicalidad. En ello reside su audacia: representar la posibilidad de una vocación absoluta en un contexto social que considera la fe como un residuo del pasado. La película no se pregunta si Ainara está loca o iluminada, sino si todavía puede hablarse de llamada -de una palabra esencial que proviene de Otra, de Otro- en un mundo que ha sustituido la trascendencia por la psicología, si cabe aceptar que hay un misterio en juego: el de una adolescente que, en medio del ruido y el desencanto, escucha una voz que podría ser la de Dios… o la de su propio vacío. Pero precisamente en esa incertidumbre reside la densidad de la película. Si reducimos su experiencia a manipulación o trauma, la película se disuelve en psicologismo; si dejamos abierta la posibilidad de la llamada, entonces se convierte en una parábola de nuestro tiempo: la de un mundo que ha olvidado cómo escuchar y vivir el domingo, un tiempo consagrado que interrumpe la productividad y el ruido, que suspende el yo para abrirlo a lo que no se elige. La clausura de Ainara es la forma extrema de esa interrupción y a través de ella tenemos la oportunidad de contemplar el misterio de una elección que solo puede comprenderse desde la pregunta que vertebra toda experiencia religiosa: ¿qué ocurre cuando alguien es llamada en un mundo que ya no cree en las llamadas?
En última instancia, Los domingos puede leerse como una reflexión sobre la posibilidad de lo sagrado en un mundo sin certezas. La película no afirma la existencia de Dios, pero tampoco la niega; lo que pone en escena es la persistencia del impulso religioso -la necesidad de dotar de sentido, de trascendencia, de consuelo- incluso entre quienes han dejado de creer. La película deja así suspendida la pregunta por Dios y responde, en cambio, con una certeza más terrenal y más difícil: que en el acto de dejar (y dejarnos) ir, en la interrupción radical, puede residir una apuesta de fe; la posibilidad de que, en un mundo que no ha dejado de esperar, todavía pueda escucharse una llamada.