jueves, 30 de septiembre de 2010

Algo va mal, sí: ¿lo hablamos?

Dice JaviC que nos hemos quedado sin instrumentos para la transformación social. Lo dice con gran sentimiento y con no poca razón:

En este momento no existen instrumentos sociales ni políticos que trabajen por el cambio de modelo social.Los instrumentos que podrían afrontar esta tarea, los grandes partidos llamados de izquierda solo se limitan a gestionar la derrota, ante la lógica de "imbecilismo ambiental" y social de los profetas del "libre mercado".
Lo pienso, y pienso en algo que escribe Toni Judt, cuya muerte el pasado 6 de agosto nos ha dejado sin uno de los más lúcidos pensadores progresistas. El vídeo STILL LIFE resulta conmovedor.

En su último libro, ALGO VA MAL, escribe: Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad? A lo que él mismo responde:

Nuestra incapacidad es discursiva: simplemente ya no sabemos cómo hablar de todo esto. Durante los últimos treinta años, cuando nos preguntábamos si debíamos apoyar una política, una propuesta o una iniciativa, nos hemos limitado a las cuestiones de beneficio y pérdida -cuestiones económicas en el sentido más estrecho. Pero ésta no es una condición humana instintiva: es un gusto adquirido.


Algo va mal, seguro. ¿Lo hablamos?


miércoles, 29 de septiembre de 2010

La reforma, la huelga y yo

Distinguir entre"ser" y"estar", entre "instrumentos" y "principios", entre "coyuntura" y "proceso estructural". Es mi forma de empezar a liarme con la intención de acabar aclarándome en la actual tesitura. Sí, es el 29-S.
Estoy en el Senado y me toca contribuir a ser soporte del Gobierno; es decir, me toca soportarlo, en todos los sentidos del término: también en los buenos. Este "estar"tiene fecha de caducidad y ninguna posibilidad de repetirse. También estoy afiliado a Comisiones Obreras; este otro "estar" continuará después de mi salida del Senado.
Unidos, ambos "estares" se convierten hoy en malestares. De no estar en el Senado hoy haría huelga; pero al estarlo, hacerla o apoyarla expresamente no sería mas que una frivolidad por mi parte.

Tanto el Senado como el sindicato, lo mismo que los gobiernos, los partidos, las empresas ylos mercados, es decir, todas aquellas instituciones sociales en las que estamos, son instrumentos para la intervención social. En mi caso, pretendo que sean herramientas para una intervención social transformadora. Desde una perspectiva de izquierda, dicho sea en resumen. Estos son mis principios, y si a usted no le gustan, pues lo siento, pero no tengo otros.

Entre los principios y los instrumentos, evidentemente escojo los principios. Otra cosa es caer en el error del principismo voluntarista: pensar que es posible actuar sobre la realidad sin mediaciones. No lo es.

Así que, al final, siempre acabamos en lo de las manos sucias. En la endemoniadamente compleja cuestión de los medios y los fines. Que puede hacernos embarrancar lo mismo en las doradas playas del realismo sucio y del pragmatismo acomodaticio que en las desiertas islas del talibanismo ético y el zelotismo inútil.


Ya, muy bien, pero ¿y de la huelga qué? ¿y de la reforma del mercado de trabajo que la ha motivado? Como la cosa no me parece sencilla, me tomo mi tiempo.
Cuentan que el periódico The Wall Street Journal pidió en una ocasión a un grupo de expertos económicos criterios para vaticinar las oscilaciones en las cotizaciones de los principales valores de la bolsa de Nueva York. Al mismo tiempo, unos monos lanzaban dardos sobre unos paneles en los que figuraban diversas previsiones. El resultado fue que los monos acertaron en mayor medida que los analistas. No sé cuánto habrá de verdadero en esta historia. Puede que no sea más que un intento de zaherir a los expertos, esos personajes que, como también se ha dicho, cinco minutos antes de que estalle el mundo nos asegurarán que tal cosa es imposible.
Lo cierto es que las observaciones publicadas periódicamente sobre la coyuntura económica, en particular aquellas que se refieren a la evolución del empleo, son fundamentalmente irrelevantes. Responden a una concepción de la realidad empobrecedora, unidimensional, atenta sólo a lo más inmediato, a lo más fácilmente objetivable. Pero, como señala Edgard Morin, hay múltiples incertidumbres sobre la realidad de lo que convencionalmente llamamos “realidad”.
La realidad es, evidentemente, la realidad inmediata. Pero esa realidad inmediata remite a dos sentidos distintos, uno temporal y otro factual. El primero designa la realidad de hoy, poderosa y abrumadora, tanto que parece haber abolido la realidad de ayer; olvidamos así que esta realidad actual es muy débil, pues será igualmente abolida, en parte, por la realidad de mañana. El sentido factual del término realidad se refiere a situaciones, hechos y acontecimientos visibles en el presente. Pero, a menudo, los hechos y acontecimientos directamente perceptibles ocultan hechos y acontecimientos no percibidos, invisibles, por tanto, pero existentes. En demasiadas ocasiones, el realismo estrecho de los expertos es incapaz de percibir, bajo la corteza de la realidad más directamente observable, una realidad oculta, que emergerá más tarde pero que es completamente invisible para los analistas.
Expertos y líderes políticos aprovechan cualquier oportunidad para darnos a entender que las cosas marchan bien, que nuestras expectativas son justificables y que, bajo su dirección, llegarán a cumplirse. Un día nos dicen que el paro ha descendido en 4.378 personas y esperan que todos caigamos rendidos ante tal hazaña. Un mes desciende el paro para subir el siguiente. Pero siempre nos aseguran que estamos “mejor”: aunque este mes el paro ha subido respecto al mes anterior, en realidad ha subido menos que el mismo mes del año pasado, luego estamos mejor. Sólo les falta poner como música de fondo de sus comparecencias aquella canción tan pegadiza que hace unos años popularizó, si no me equivoco, Bobby MacFerrin, cuyo estribillo, machaconamente repetido, decía: “Don’t worry, be happy”, no te preocupes, sé feliz.
El paro se reduce a una tasa evolucionando como una sucesión de picos o irregulares dientes de sierra: ahora sube, ahora baja, luego vuelve a subir, continua subiendo, vuelve a bajar... Las observaciones periódicas sobre la realidad del empleo acaban por convertirse en un ejercicio de irresponsabilidad, cuando no de algo mucho peor. Es como si un individuo, situado en la orilla de un río, se dedicara a comentar las evoluciones de otra persona caída en el agua y luchando contra la corriente: ahora desaparece bajo las aguas, lleva un tiempo braceando en la superficie, parece que vuelve a hundirse, no vuelve a la superficie, ahí vuelve a sacar la cabeza, cuidado con esa ola que viene, parece que esta vez se ha librado, yo creo que ayer estaba peor... Al final, lo único importante es la tasa en sí misma, su continuo vaivén.
De este modo, las tasas de empleo y paro acaban encubriendo más realidad de la que muestran, hasta el punto de poder aplicar a la mayoría de estudios e informaciones sobre el empleo la magistral descripción que Miguel Barroso hace de la lógica profunda de los casinos y salones de juego en su novela Amanecer con hormigas en la boca: “Las ganancias más insignificantes se pregonaban con campanillas y luces intermitentes; las pérdidas fluían silenciosas hacia la banca a través de conductos invisibles”. Esta es la lógica de una economía que ha sido caracterizada como capitalismo de casino. Las más insignificantes ganancias en las tasa de empleo son pregonadas con gran profusión de luces y acompañadas de pegadizas y alegres melodías; las pérdidas de empleo, cuantitativas o cualitativas, fluyen silenciosas a través de conductos invisibles. Y realmente fluyen hacia la banca: cada vez más, el aumento del paro o el anuncio de que una empresa se dispone a reducir su plantilla suelen ser recibidos con subidas en la Bolsa.

Lo mismo ha ocurrido con esta reforma laboral: que "los mercados" la han recibido con la boca hecha agua, aunque pidan más y más y más.


Y esto nos lleva directamente a la cuestión de las reformas del mercado de trabajo -de esta y de cualquiera otra- y de su supuesta relación con la creación de empleo y la mejora de la productividad. A ver si puedo decirlo con la mayor claridad:

Pensar que los problemas del mercado de trabajo son meras cuestiones "técnicas" -de regulación legal que simplifique los procedimientos, de formación adecuada, de eficiencia en el funcionamiento de las agencias implicadas, de ajuste fino entre demandas y ofertas de empleo, etc.- es un tremendo error. Hay cuestiones ideológicas, de modelo social, implicadas. Esto es lo que el Gobierno no está teniendo en cuenta. Este es el problema.

Por encima de todo, la crisis de los Setenta fue vivida por las sociedades occidentales como una amenaza a su seguridad. Durante los veinte años que la precedieron, trabajadores y empresarios, gobernantes y ciudadanos en general, habitaron un mundo casi perfecto; un mundo en el que el principal problema económico, el de la escasez, parecía definitivamente superado. Con la escasez, se eliminaba de un plumazo el principal problema a la hora de proyectar el futuro: el problema de la incertidumbre. Todos, trabajadores y empresarios, gobernantes y ciudadanos en general, vivían con la confianza de que “el año próximo será aún mejor que este”. En este contexto era sencillo responder a los conflictos de distribución planteados por los distintos grupos: al fin y al cabo, se trataba de repartir siempre más. Esta situación dará lugar al llamado compromiso fordista, caracterizado por Alain Lipietz en los siguientes términos: “Un compromiso global y organizado entre empresariado y sindicatos, que permitiera la redistribución de las ganancias de productividad a los asalariados [estableciendo así] una correspondencia entre producción masiva creciente y consumo masivo creciente”.
La crisis de los Setenta tuvo como primera y principal consecuencia la ruptura de este escenario al transformar de improviso unos conflictos de distribución que siempre se solucionaban como juegos de suma positiva en juegos de suma cero, en negociaciones “a cara de perro” en los que los participantes se esforzaban por aumentar su parte en detrimento de la participación del otro.
Paul Ormerod señala que fue, precisamente, esta nueva situación de incertidumbre ante el futuro y de miedo a perder seguridad la que hizo triunfar a la explicación monetarista en detrimento de la perspectiva keynesiana. Los críticos de la doctrina económica keynesiana empezaron a decir que en esta nueva situación de incertidumbre era imposible mantener la confianza en el ajuste suave entre salarios e inflación representada por la curva de Phillips y que constituía la clave de la propuesta de Keynes. La nueva situación se asemejaba, más bien, a una explosión de pánico como consecuencia de un incendio en un local cerrado: nada de ceder el paso, nada de las mujeres y los niños primero; primero yo y después también yo, por encima de lo que sea. David Anisi describe así esta nueva situación:

"La inflación de las economías occidentales no fue sólo consecuencia directa del aumento de los costes derivado de la elevación del precio de las materias primas importadas, sino que sobre todo fue consecuencia de la discusión colectiva de la distribución de la renta, discusión que se origina en cada una de las crisis sociales y, específicamente, en ésta que nos ocupa. Se exigieron porcentajes mayores de beneficio para invertir, se trataron de imponer salarios más elevados para seguir trabajando; se reclamó al Estado que interviniera en las empresas que quebraban, que defendiera los puestos de trabajo y los beneficios de industrias obsoletas, que regulase el crecimiento salarial, que controlase, que desmantelase el estado de bienestar, que no interviniese... El cúmulo de todas las indecisiones, la puesta en cuestión del orden social, las posturas insolidarias, etc., parecían haber convertido en crisis económica profunda lo que podría haber sido un problema serio pero resoluble en un corto período de tiempo".

La respuesta de los trabajadores ante la crisis consistió en intentar asegurar el puesto de trabajo, mantener el salario real y garantizar la protección del Estado, adoptando formas como estas:
- La conformación de lo que Wolfgang Merkel ha llamado coaliciones de productividad: en unas condiciones en las que la productividad y la competitividad de las empresas parecía ser la clave para su supervivencia, a menudo se desarrolló entre los trabajadores una identificación racional con la empresa más poderosa que la que podía existir hacia el conjunto de trabajadores de otras empresas.
- En la misma línea defensiva, lo que Peter Glotz denomina estrategia de barricadas y radicalismo de astilleros: es decir, el encastillamiento en aquellas empresas y sectores en los que la fuerza permitía movilizaciones y/o negociaciones radicales con el fin de mantener los puestos de trabajo o, en su caso, de conseguir las mejores condiciones de rescisión.
- A un nivel más profundo y preocupante, la conformación de coaliciones del miedo: "La izquierda se asombra de que las masas no reaccionen ante la referencia a un 10, a un 15 o un 20% de parados. No entien­de que con un 20% de parados hay un 80% de la población activa que tiene un empleo, y que un gran núme­ro de estos empleados (en los sectores punta y en el caso de haber permanecido en plantilla durante largo tiempo) creen en la seguridad de su propio puesto de trabajo y que en aquellas empresas en crisis, pero no en quiebra, el viejo juego de la división tiene muchas posibilidades de éxito" (Glotz). En efecto, si la amenaza de exclusión social es una posibilidad ampliamente extendida, pero su realización se reduce a una minoría de la población, lo más probable es que cada uno y cada una nos organicemos para la defensa de lo que aún tenemos contra todas aquellas personas que supongan una amenaza, real o supuesta, a nuestro bienestar: parados, extranjeros, otros trabajadores, etc.
- O, más simple y llanamente, la estrategia individual del sálvese quien pueda, fieles a lo que Josep Ramoneda ha denomina la ley de hierro del capitalismo, que “exige que el progreso sea individual y la miseria también”.



“Los trabajadores –lamenta Anisi-, con sus pautas de acción, estuvieron a punto, si no lo consiguieron, de quebrar toda idea de solidaridad entre sí mismos”. En todo caso, a los trabajadores sólo cabe achacarles el haber actuado como egoístas racionales, como individuos capitalistas. Lo único que hicieron los trabajadores –no todos- fue cumplir las expectativas de la concepción economicista del ser humano: una persona egoísta que persigue su propio interés, quedando excluido cualquier comportamiento altruista. Este tipo de enfoque, dominante a la hora de analizar el comportamiento individual, recibe el nombre de elección racional: se considera que una persona es racional si elige aquellas acciones que maximizan su interés privado. El problema es que son esos mismos principios los que pueden llevarnos a la catástrofe, ya que esa persona puramente económica resulta ser en la práctica, como denuncia el reciente premio Nobel Amartya Sen, un imbécil social, un individuo insensible hacia las consecuencias que sus actos tienen sobre los demás. En definitiva, la lógica de la competencia y del egoísmo está de hecho fomentando los comportamientos según el modelo del gorrón (free rider) analizado por Olson: desde la lógica "racional" del sistema, cuando una persona cuente con la posibilidad de beneficiarse de la acción colectiva de los demás sin asumir los costes derivados de su propia participación en la misma, lo hará. La crisis de los Setenta sirvió de excelente prueba de la incapacidad del capitalismo para sostener una convivencia realmente humana. Los intereses individuales (racionales y egoístas, como impone la lógica económica) hicieron fracasar cualquier posibilidad de acción común.


Por su parte, los empresarios reaccionaron a la crisis reduciendo la inversión productiva: “Por parte empresarial, al acentuarse en un momento de incertidumbre la aversión al riesgo, se retrajo la inversión, creándose así un mayor clima de inseguridad que llevó a canalizar una gran parte de los activos financieros disponibles hacia la especulación y la compra de activos rentables no productivos” (Anisi).
La suerte del keynesianismo estaba echada. Pero las campanas no sólo doblaban por una determinada forma de entender la economía: era toda una sociedad la que se tambaleaba, una sociedad basada en la norma del empleo estable como la mejor manera de facilitar la participación de los ciudadanos en la riqueza social. O, sencillamente, como la mejor forma de hacer realmente ciudadanos a los ciudadanos.


Y aquí es donde entra en juego esa dimensión ideológica desgraciadamente ausente de las aproximaciones gubernamentales a la crisis y a las reformas del mercado de trabajo o de los servicios sociales.

Como ha señalado Adam Przeworski: “El periodo actual, es el primero desde los años veinte en que los propietarios del capital han rechazado abiertamente un compromiso que implique la influencia pública sobre las inversiones y la redistribución de la renta. Por primera vez desde hacía varias décadas, la derecha tiene su propio proyecto histórico: liberar la acumulación de todas las trabas que le impuso la democracia”.
En efecto, la crisis del empleo y el triunfo de la explicación neoliberal del funcionamiento económico ha coincido con el éxito de una nueva revolución conservadora. “La dinámica económica del capitalismo actual -afirma Göran Therborn- aparece acompañada por una reorganización político-social conservadora, como una revancha contra los avances culturales, políticos y sindicales de la izquierda en los años sesenta y setenta”.
No se trata tanto de una derrota electoral de las fuerzas de izquierda, cuanto de un triunfo cultural de la visión conservadora de la realidad. Mientras el capitalismo continúa su “epopeya mortífera” (Max Gallo); a pesar de “ninguno de los problemas que intentaba resolver el comunismo ha desaparecido con éste” (Giancarlo Bossetti) y de que para la mayoría de la Humanidad “el capitalismo no es un sueño a realizar, sino una pesadilla realizada” (Eduardo Galeano); aunque “fue el capitalismo el que en el siglo XIX nos trajo las masacres de las poblaciones autóctonas en tres continentes, y en este siglo dos guerras mundiales” (Fred Halliday); a pesar de que “los pobres y los desamparados todavía están condenados a vivir en un mundo de injusticias terribles, aplastados por magnates económicos inalcanzables y aparentemente inalterables, de quienes dependen casi siempre las autoridades políticas, incluso cuando son formalmente democráticas” (Norberto Bobbio); a pesar de todo esto, mientras todo esto ocurre bajo el dominio capitalista, a causa del dominio capitalista, la izquierda acabó por recocer mansamente que “no hay alternativas al capitalismo” (Anthony Giddens).
De manera que sea cual sea la orientación ideológica de los partidos que llegan a gobernar, nadie cuestiona (¿porque no saben? ¿porque no pueden? ¿ porque no quieren?) la ortodoxia económica dominante. En un contexto político en el que, según parece, ya no hay un electorado natural que apoye un programa de reformas, nadie parece tomarse en serio las consecuencias prácticas que se derivarían de un compromiso por el pleno empleo. Sami Naïr, entonces parlamentario europeo del Partido Socialista Francés, escribó hace unos años un artículo muy crítico con lo que él calificaba de liberalismo de izquierda, representado por la llamada tercera vía, en el que denunciaba la confluencia práctica de sus propuestas con las del neoliberalismo. Merece la pena recuperar ahora sus principales afirmaciones respetando el vigoroso lenguaje del propio Naïr:

- “El Estado renuncia a regular la competitividad en la batalla entre empresas. Las más poderosas pueden aplastar tranquilamente a las más débiles. En realidad, al desentenderse, el Estado se convierte en la más poderosa palanca de la desregulación. En lugar de buscar el mantenimiento del equilibrio económico en función de consideraciones que no siempre obedecen a la economía, abandona ese equilibrio societal en ‘las manos invisibles del mercado’, que, como es sabido, lleva siempre a la victoria a los más fuertes”.
- “Los mercados de trabajo deberán, por su parte, adaptarse: a eso se llama flexibilidad. Se contrata cuando se necesita. Se despide cuando es útil para mantener los márgenes de beneficio”.

-“La precariedad se convierte así en un elemento estructural del sistema. Ninguna seguridad para el trabajo, toda la seguridad para los detentadores de riqueza: esto significa una serie de pequeños curros de por vida. La inseguridad social se convierte, pues, en la norma; la seguridad para las inversiones, en la regla”.
- “Para escapar a la grisura del bienestar social hay que convertirse en nietzcheano: el riesgo, la lucha y que gane el mejor. Como si en el mercado de trabajo los asalariados estuvieran en las mismas condiciones que el capital. En una sociedad que se rige por la ley de la oferta y por una superproducción estructural (como es el caso de la economía occidental desde mediados de los años setenta), el trabajo es escaso, y la oferta de mercancías, excesiva. Su consecuencia directa es el paro. Y no entro en la destrucción de la cohesión social que la naturalización del individualismo como modo de ser social implica. Toda la tradición sindical del siglo XX se liquida de un plumazo”.
- “Lo social se ve, pues, reducido a una “red de seguridad”, pero, ¿qué hay de los miles de asalariados que no son expertos en funambulismo? Dicho de modo más serio, esta idea significa una auténtica inversión del lugar que ocupa lo social en el pensamiento de la izquierda: hasta ahora, lo social era el fin de la emancipación, encarnaba el objetivo de liberación de los asalariados frente al mundo de la economía que los ata a la dominación y la alienación. Lo social pasa a ser un servidor de la economía. No cuenta la sociedad sino el mercado”.
- “Todo esto lleva a la conclusión lógica siguiente: hay que acabar con lo que constituía el corazón de la lucha de los movimientos reformistas: la igualdad. La exigencia universal de igualdad, no sólo de oportunidades, sino también de condiciones, se asimila a la burocracia. Es fácil ver lo que apunta tras esta tesis: la desigualdad es una condición del desarrollo económico liberal que, como es sabido, es un axioma del viejo liberalismo del siglo XIX”.


De ahí la irónica conclusión del artículo: “Hay que felicitar a Blair y Schröder por haber clarificado tan crudamente el campo de batalla de los conflictos del siglo XXI: sabemos ya que, a diferencia de la época de César, en la que Roma estaba siempre en Roma, en la época de la tercera vía, la derecha está cada vez más en la izquierda”.
El pensamiento único y su primer y fundamental principio -la economía está por encima de la política- es realmente contagioso.


David Anisi ha resumido la situación que hemos descrito en este largo comentario con unas palabras que presentan evocaciones de réquiem: “De esta forma, modificados los objetivos reales de la política económica, sustentados políticamente en una mayoría democrática que apoyaba a aquellos partidos que la proponía, con un clima social cambiante en el que la víctima se convertía en el culpable y con el sustento teórico de la ciencia económica oficial, se acabó con el pleno empleo. Y la vieja pero sólida catedral empezó a derrumbarse”.

Y en esas estamos. Enfrentándonos a una contrarreforma neoconsevadora con herramientas de bricolage tales como las políticas activas de empleo y cosas parecidas. Sin proyecto alternativo. Proyecto ideológico, digo.


Lo malo es que tampoco en la huelga ni en sus convocantes vamos a encontrar ese proyecto.
Así que mañana estaremos en las mismas.
Lo digo, no para desanimarnos, sino al contrario: para ponernos manos a la obra con urgencia.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Miliband

Sólo podía ser un Miliband, y ha sido Ed. El más joven de los dos hermanos Miliband se ha alzado con el liderazgo del Partido Laborista británico. Su victoria se ha interpretado como indicador de un retorno del Viejo Laborismo, más izquierdista y vinculado al movimiento sindical que el Nuevo Laborismo impulsado en su momento por Tony Blair.

Uno de los más destacados ideólogos de este New Labour, Anthony Giddens, ya anticipaba hace unos meses el agotamiento del proyecto nuevo laborista (también conocido como "tercera vía"), en buena medida por su sometimiento a las exigencias sin límite de los mercados:

"Fue atinado razonar que el Labour debería ser un partido próximo al mundo empresarial y reconocer la importancia de la City para la economía. Sin embargo, los líderes del partido deberían haber dejado claro con mucha mayor firmeza de como lo hicieron que reconocer las virtudes de los mercados es muy distinto de postrarse ante ellos. El fundamentalismo del mercado debería haber sido objeto de una crítica más explícita y sus limitaciones deberían haber sido reveladas sin ambages a la luz del día".

Alguna conclusión deberíamos sacar también por estos lares.

Ya veremos lo que da de sí el liderazgo de Ed Miliband, pero al menos de entrada es una buena noticia para todos los progresistas europeos.


También es una excelente ocasión para recordar al padre de Ed y David, Ralph Miliband.
Hoy he recuperado de mi biblioteca sus libros publicados en España por la editorial Siglo XXI: El estado en la sociedad capitalista (1970) y Marxismo y política (1978). El último libro de Miliband que compré y leí fue Divided societies: class struggle in contemporary capitalism, editado en 1989 por Oxford University Press, en el que encontré alguna reflexión interesante que utilicé en un libro propio, el titulado Las nuevas condiciones de la solidaridad, de 1994.
Junto con otros historiadores y sociólogos británicos -como Perry Anderson , Edward Thompson, Raymond Williams o Stuart Hall, entre otros-, Ralph Miliband nos ofrecía, a quienes en los Ochenta buscábamos alimentarnos de ideas radicales pero rechazábamos la indigerible dieta estructuralista de los Althusser, Poulantzas y Harnecker, propuestas y reflexiones de enorme interés.
Repasando los subrayados a lápiz de esos viejos libros encuentro cosas como esta:

"Es notable, sin duda, que los analistas políticos que tratan de explicarse la aceptación de la ideologia conservadora por grandes sectores de las clases obreras en los países capitalistas avanzados no hayan hecho mayor hincapié en la contribución a la desmovilización política que regularmente han llevado a cabo los dirigentes socialdemócratas, no sólo por lo que han dicho sino también por lo que han hecho, sobre todo cuando han tenido la oportunidad de ejercer el poder" [El estado en la sociedad capitalista, p. 190].

Y más adelante:
"Sería trivial describir a los hombres en cuyas manos está el poder estatal como si fueran totalmente indiferentes a la pobreza, a la existencia de barrios sórdidos, a la desocupación, a la insuficiencia de la educación, a los pobres servicios de bienestar, a la frustración social y a muchos otros males que afligen a sus sociedades. Formarse tal concepción equivaldría a entregarse a una demonología burda y sentimental que no permite advertir la cuestión real.
El problema no está en los deseos e intenciones de los tenedores del poder, sino que los reformadores, de verdad y de mentira, son prisioneros y, por lo común, prisioneros contentos de un marco económico y social que necesariamente trueca sus proclamas reformistas, por más sinceras que sean, en pura verborrea" [El estado..., pp. 259-260].

De ahí su apuesta por un reformismo fuerte que extienda la participación democrática a todas las áreas de la vida civil con el objetivo, no de tomar posesión de la máquina del Estado y gestionarla sin más, sino de transformarla antes de esta poderosa maquinaria estatal, cual criatura de Frankenstein imponga sus lógicas sobre los gobernantes con vocación progresista y reformadora [Marxismo y política, pp. 238-239].

En fin. Más de tres décadas después de que se publicaran estas idas un Miliband tendrá la responsabilidad y la ocasión de liderar al Laborismo británico. ¿Releerá los escritos de su padre? No para aplicarlos mimeticamente, faltaría más: es un signo de los tiempos que nos toca vivir que los hijos tengan que renunciar, con ganas o por fuerza, a los ideales de sus padres; un signo atroz. Pero sí, al menos, para fortalecerse frente a las añagazas del poder, corrompedor incluso de los esfuerzos más sinceros por actualizar aquellos ideales.
Good luck, Ed!